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Un par de ideas sobre el momento después de terminar de disfrutar una obra

En el día de hoy, no puedo sino acordarme de este artículo. Igual que no puedo olvidar esa sensación agridulce que se produce cuando acabas una obra de esas que te dejan una huella difícil de borrar. Hoy vamos a dedicar un par de líneas a meditar justo sobre esa emoción, a mostraros un par de ideas sobre un sentimiento que todos los que somos devotos creyentes del quehacer humano tenemos la suerte de sufrir, de media, un par de veces al mes. Para el resto, que dedica mucho menos tiempo a disfrutar a fondo del fruto del hombre, ya sea porque participar de su creación les deja sin tiempo, o porque prefieren explayarse en saciar su ser mamífero por encima de cualquier otra cosa, será una afección de la cual recordarán quizá haber reparado alguna vez en su vida. Hablamos de aquella vez en la que, después de leer una novela, acabar una serie o, incluso, un videojuego —y no es baladí que sea más fácil de provocar con obras narrativas que necesiten de varias tardes para ser disfrutadas—, posiblemente en la niñez, tras gozar la recta final y llegar a la catarsis…, lees la última línea, el fondo se vuelve negro y, de repente, como si cayeras al vacío de un gran pozo a medianoche, te congela el corazón una sensación desagradable y nostálgica de abandono. En este punto, no hace falta encerrarse un día entero, en silencio y a oscuras, para comprender que el fondo de esta tragedia es que la historia se ha acabado; una que, para más gravedad, creemos que ha sido muy buena hasta el punto de que, en algunos momentos, la hemos vivido como propia. Y…, por lo tanto, volviendo a la primera línea de esta introducción, comprobamos, otra vez, que lo más maravilloso de esta vida siempre tiene un reverso tenebroso. «La felicidad de hoy será la tristeza de mañana», recordamos de “Tierras de penumbra” (1993); frase que transmite una de esas verdades eternas e inmutables, como también lo es la mezquina y cruel aseveración contraria —o contradictoria o… ¿subalterna?; perdonadme los aficionados a la lógica— de que, sin embargo, «la tristeza de hoy no tiene por qué ser la felicidad de mañana». Comencemos.

Cuando uno conoce la felicidad, está condenado necesariamente a una tristeza futura; en cambio, el conocer la tristeza no te asegura felicidad alguna; por algo lo bueno es escaso y lo malo es tan habitual que se tiende a banalizar en el mar de la mediocridad. Así como un vaso de buen vino en un barril de desechos genera un barril de desechos, un vaso de desechos en un barril de buen vino da como resultado también un barril de desechos. No podemos escapar a este principio y, por lo tanto, a diferencia del buen niño, que es el que producirá noches tranquilas a sus padres, el buen amante, por mucho que hoy te llene de dicha, en el futuro te quitará muchas noches de sueño cuando tengas que llorar su pérdida —sin contar las que ya te quitó por la natural preocupación por el objeto amado—; siendo el sufrimiento más grave y largo en el tiempo cuanto mejor y más fuerte fuera el amor compartido. Teniendo claro que partimos de esta base, respecto al arte tenemos dos opciones, sobre todo si queremos evitar caer en el cinismo: con suerte, podemos disfrutar hasta el éxtasis, para después caer en un sufrimiento de igual intensidad; o podemos sufrir hasta el paroxismo, para acabar con una dosis extra de amargura a causa de tal trance, junto con la pesadumbre de haber perdido nuestro tiempo en algo que merecía tan poco la pena (y es que la «pena» siempre va a estar; la cosa es que sea o no merecida). Y el tener que aceptar este drama es una de las consecuencias de deleitarse en las ventajas de ser el único animal de la Tierra que se pone pantalones. Porque, en esta vida, no se puede pretender gozar de la tortilla sin aceptar romper los huevos; la cosa será más bien pensar qué tortilla queremos y de quién serán los huevos, sin dejar de ser tampoco baladí el reparar en detalles aparentemente más nimios, como la manera en la que desgajaremos los huevos o la forma en la que freiremos el anhelado plato. De cualquier modo, habrá siempre que conllevar que, incluso la más genialmente obrada tortilla, implica romper de alguna manera algunos huevos; y que, una vez terminada, sufriremos inevitablemente su pérdida. Tener supermercados a rebosar de comida a buen precio tiene un coste, como lo tiene asimismo el contar con que no vamos a morir trivialmente, y entre terribles dolores, antes de cumplir los 40 años. En este punto, quizá sea buena idea recordar aquel detalle que nos trajo el capitán Kirk de que, aunque somos una especie asesina, algo que nadie podría negar, en tanto que nuestra evolución lo avala por la vía de los hechos, también tenemos la capacidad para decidir no matar hoy. Podemos evolucionar, decidir perdonar de nuevo, como aquella vez que lo hicimos antaño.

Volviendo con el amargor dulce que, como un poso, nos deja una gran historia cuando termina, porque ya basta de ramales, está claro y cristalino que el bien absoluto, puro y eterno no tiene sentido; guardando, para colmo, en su inefabilidad, una semejanza terrorífica con el mal total (aunque sólo sea por lo peligroso que resulta pretender imposibles; pues, aun partiendo de motivaciones bienintencionadas, serán, al final, un perfecto pavimento de camino al infierno). Como no queremos errar el tiro, tenemos que conllevar que toda obra de calidad nos conducirá, inevitablemente, al vacío, la nostalgia, la tristeza y el pesar por la certeza de que nunca volveremos a disfrutarla como la primera vez; así como también, y esto es indudablemente lo peor —si no eres un necio pánfilo—, al miedo de pensar que existe la posibilidad de no volver a encontrar algo tan sublime, tan bien terminado. Siempre, además, como ya hemos indicado, conviviendo con la espada de Damocles de que resulte siendo mala y tengamos que sufrir la frustración por el tiempo perdido y la sensación de haber caído en un engaño. Lo más gracioso será la media, a saber, lo más habitual, que se materializará en el hastío por la mediocridad y la desilusión por lo que pudo ser y no es. Ya, para terminar —porque este artículo no pretendía ser nada más, ni nada menos, que una pequeña invitación a reflexionar—, nos queda pensar sobre el arte en general, así como sobre sus diferentes modulaciones y sobre aquello que hace que una obra de arte singular sea capaz de estar a la altura. Verdaderamente, y desde un punto de vista amplio, la sensación que estamos aquí tratando sería una muy buena intuición que nos podría servir como primera pista, sobre todo si estamos en el camino de educar el gusto, para distinguir, ‘a ojo de buen cubero’, algo digno de más atención; lo cual, y esto es muy interesante, funcionaría con cualquier obra humana, y no sólo con aquellas que se consideran artísticas.

A nivel más particular, en el cine, por empezar con lo más conocido, hablaríamos de un buen guion, con ritmo, estructura, personajes, ideas bien trabajadas y un final climático, junto con una técnica cuidada. Éste es, quizá, el arte más cálido: con muy poco tiempo y esfuerzo por parte del espectador, es capaz de erigir y mirar a la cara a las obras maestras más incuestionables de la historia de la humanidad. Por otro lado, respecto a los libros de ensayo o tratados clásicos, tendría que ver con la sensación de querer volverlo a leer nada más terminarlo, así como con la idea de que habrá infinitos detalles que nunca serás capaz de entender y con la certeza de que puedes tirar de mil hilos y escribir infinitas reflexiones; siendo un alivio, ante la sensación de haber perdido la virginidad, el saber que podrás nadar en sus precedentes y en sus influencias posteriores. En cuanto a la música, el arte puro e intuitivo por antonomasia, nos encontramos ante el disfrute más pleno de algo que sabes que no entiendes ni al 10%, y ya no digamos si es en inglés u otro idioma, que no pasaría del 1% —dichosos aquellos que cultiven un conocimiento mayor en esta área—. Aquí aparece, con gran claridad, que dispones todavía de un mundo infinito de placeres y conocimiento arcano por descubrir, funcionando como una buena medicina para superar, entre otras, la primera escucha de ‘la canción del metro’, el tener cristalino que apenas has comenzado a saber, incluso aunque lleves dedicado a ella 25 años. En cambio, con la poesía, por ejemplo, la clave está en la sensación de que, en cada juego de palabras, hay un enigma que entiendes sólo a medias, y que se funde con el éxtasis del estar ante la perfección más inenarrable, unida además al conocimiento certero de que no puedes igualar tal nivel de belleza; siendo la mezcla de todo ello lo que dulcifica el terminar de leer aquellos versos.

Pero no hace falta ponerse demasiado altivo, dado que podemos hacer reflexiones semejantes con disciplinas nacidas de lleno en la época de la muerte del arte, como pueden ser los videojuegos. En este punto, muchos encontramos un lugar de descanso en la más tierna niñez, la intuición clara de haber estado siempre ante el futuro del arte y la comprobación continua, salvo honrosas excepciones, de que casi siempre se termina cayendo en un afán de divertimento, que resulta ser un mero vacío de evasión recreativa que no aporta nada y que sólo busca ser un buen negocio. A este respecto, con permiso del ya mencionado séptimo arte, es también universal este sentimiento cuando acabamos los libros de ficción, como las novelas y los cuentos. Esto ocurre cuando hacemos nuestras muchas de estas historias, donde encontramos unos amigos ficticios que parece que mueren, aun no muriendo jamás —porque viven siendo eternos—. Pero también cuando un final nos deja helados por lo bueno que es, y con ganas de más. En este caso, sin duda, lo mejor es cuando sabes que ahí se acaba todo, mientras que lo peor se produce cuando te encuentras con un escritor sin escrúpulos que te llevará a recorrer caminos tempestuosos a través de secuelas. Con los años, uno termina aprendiendo que la pintura, la escultura y la fotografía aportan la calidez de algo mucho más orgánico y, por ello, más cercano y difícil de corromper; además de ser un disfrute ilimitado al alcance de dos clics, unos pocos megas de descarga o, si te sientes valiente, el pequeño esfuerzo de tomar tus lápices, comprar un poco de arcilla o desempolvar tu réflex.

Si uno camina lo suficiente, y se esfuerza en educar el espíritu en estas cuestiones, termina por llegar a lugares más exóticos y complicados a la hora de distinguir qué es digno de elogio y por qué. En este punto, el collage, tan endémico de principios del siglo XX, es la continua sensación de encontrarnos ante un arte bastardo y desprestigiado (de entrada, por su incompatibilidad radical con la idea de propiedad intelectual y de los derechos de autor modernos). Es un quehacer mil veces traicionado y maltratado, dado que pocos comprenden el que se debe respetar —pues incluso puede llegar a ser magistralmente genial— el arte de hacer arte con el arte de otros. Nunca dejará de sorprenderme y maravillarme esta vanguardia atemporal que trae artefactos de un futuro siempre por llegar. Esto me recuerda que existen verdaderos poetas, espíritus libres idealistas, que dedican su tiempo y esfuerzo a amar el género estético sin impurezas, asumiendo su verdad más profunda —con una honestidad casi insultante, debo añadir—: todo es un gran remix. Y ya que estamos hablando de géneros poco respetados por la masa, no podemos olvidarnos tampoco de la moda —y aquí también podríamos añadir el diseño industrial—, que, aun reconociendo un servidor que es todavía una novedad en su vida, siempre atada a un grato recuerdo, ha sido fuente de una inédita dimensión de disfrute, conocimiento y dedicación a un sentido que solemos olvidar, pese a ser el primero: el tacto. En esta misma línea, otra disciplina a la que no solemos dar demasiada importancia dentro de la estética es la cocina, el arte del día a día, aquel que te mantiene con vida y que para muchos es una mera molestia —los mismos que consideran el dormir o el fantasear ociosos una pérdida de tiempo—. Sin embargo, es el segundo disfrute del día y algo que, con muy poco trabajo, te puede llevar a ser un pequeño gran artista.

Terminamos esta primera aproximación a la angustia que nos deja el buen arte con una mención al teatro, al ballet y a la ópera, que provocan esa sensación maravillosa que genera el sentarte ante unos hombres con unas capacidades tan formidables, que te hacen sospechar, al menos a ratos, que podáis pertenecer verdaderamente a la misma especie. Pero, más allá de esto, poco he disfrutado de estas disciplinas como para hablar demasiado de ellas, aunque sí lo suficiente como para apreciar ese gusto que da el saber que apenas has metido un dedo del pie en unas aguas frías e inabarcables. Como vemos, produce el mismo vértigo plantarse ante el vacío de un acantilado que ante el vacío de una fuente de conocimiento que, muy probablemente, nunca tengas la suficiente vida para explorar como se merece. Mucho peor parada queda la arquitectura —que, aun siendo el primer arte, aquí, sin embargo, es el último—; dado que, de ella, lo único que tengo claro es que ahí fue herida de gravedad, y de por vida, el alma de mi padre; un lugar que habito, pero que rara vez respeto. Poco más tengo que decir; salvo resaltar que, si fuéramos inmortales, no padeceríamos el sentimiento al que dedicamos este escrito. Por eso quizá sea un principio aún más fundamental aquel de que vamos a morir y que no sabemos cuándo será; ergo nuestro tiempo es limitado y, por lo tanto, también valioso. Ojalá haya conseguido que el rato que implica esta lectura merezca la pena.

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4 comentarios sobre “Un par de ideas sobre el momento después de terminar de disfrutar una obra Deja un comentario

    • Pues la verdad es que te tengo que reconocer que este artículo es, sin duda, el que peor se me ha dado y el que peor terminado está de todos los que he escrito hasta ahora. Siendo honesto, te tengo que reconocer que he conseguido escribir, a grandes rasgos, las ideas principales de lo que quería decir; pero ni están todas ni están expresadas de manera que me enorgullezca. En suma, no he estado a la altura de las circunstancias, y me siento en la obligación de pedir disculpas por ello.
      Me alegra que te haya gustado, pero lo cierto es que cada vez que vuelvo a este artículo me lo tomo como un recordatorio de hasta dónde aún me queda por mejorar, casi como un castigo por la eternidad a causa de los errores cometidos durante su elaboración. Tiene corazón, pero demasiado, y peca de tener poca cabeza. Pero, bueno, por lo menos parece que he conseguido transmitir mínimamente lo que quería mostrar respecto a ese momento después de terminar de disfrutar una obra.
      En fin, no me enrollo más. Gracias por tu tiempo.

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  1. Una cosa parece clara: No parece la mejor opción emplear la capacidad intelectual, en exceso, para cagarla. (Y que lo mismo no tiene que ver nada con lo anterior y además es mentira, pero aquí queda dicho.)

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    • La posibilidad de «cagarla» siempre existe y la única opción para asegurarse de evitarla es no intentarlo. En el momento que lo intentas, cuanto más ganas y esfuerzos pongas, alejas en cierta medida dicha posibilidad, a la vez que acrecientas, en el caso de que se dé, su potencia. Por eso, cuanto más grandes y serias son las empresas que uno se propone, mayor será el cráter que uno deje si la ‘caga’. Hay veces, quizá más veces de lo que nos gustaría asumir, que incluso uno debe afrontar dicha condena como segura en el horizonte, para evitar así precipitarse en la caída o incurrir en un destino peor —por algo empiezo citando mi artículo “Sobre el fracaso” del 6 de mayo de 2021—. Este mundo funciona así, y por eso mismo hay que responder todas las mañanas a la pregunta que se hizo Wittgenstein: ¿esta vida merece la pena o es mejor suicidarse? Llegar al anochecer sin haber meditado y respondido con un «sí» enérgico a esta cuestión es la manera más sencilla y habitual que tienen los hombres de desperdiciar su vida. En resumen, estoy orgulloso de fracasar empleando en exceso y sin reservas mi capacidad intelectual.
      Gracias por tu tiempo.

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