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China: primera aproximación

Tomando como pretexto la estancia de Xi Jinping en España, aprovecharemos para dar unas pinceladas sobre la importancia de la visita de este líder político, en calidad de presidente de la República Popular China, a nuestro país. Vamos a empezar reconociendo que la importancia de China en el panorama global hoy en día es capital, por lo menos al nivel de Estados Unidos. Solo hace falta ojear los datos disponibles para darse cuenta de que se sitúa en el primer puesto o, como mucho, en el segundo respecto a su poder económico, así como en lo concerniente a lo militar. Por lo tanto, podemos deducir que pensar en China no es un capricho, sino una necesidad para poder entender el mundo en el que vivimos y su proyección futura; de ahí que sea tremendamente preocupante la poca importancia que se le suele dar en los medios de comunicación, sobre todo, si lo comparamos con las muchas noticias que nos llegan del país norteamericano. Todos hemos visto, leído y escuchado qué clase de hombre es Donald Trump, pero en cambio no tenemos ni idea de quién es Xi Jinping. Resulta difícil encontrar a alguien que pueda afirmar algo positivo de Trump, aun reconociendo todos que es el legítimo presidente de Estados Unidos y que ha sido elegido por sufragio universal. Evidentemente, la institución yanqui del colegio electoral despierta ciertas reticencias en el ciudadano europeo; pero, en cualquier caso, todo el mundo reconocería que en Estados Unidos se puede votar libremente y que existen una variedad de partidos que pueden ganar. Sería mentira decir que Estados Unidos no es una democracia, pero China, ¿qué es?

En China existe un único partido, el partido comunista chino, que gobierna el país desde 1949, y las únicas votaciones que se producen son respecto a unos representantes del propio partido y sin voto secreto. Si se busca un poco, existe una tal Ye Jinghuan que, al parecer, es una candidata independiente en activo, hostigada por el estado, la cual no tiene ni una triste entrada en la Wikipedia. Resumiendo: no hace falta ser un experto para deducir que China es una dictadura comunista, la cual llama “presidente” a su líder en un sentido diferente a cuando los occidentales llamamos presidente a Trump. Y claro, no estamos hablando de una república bananera, sino que estamos hablando de una potencia mundial que puja por ser la primera. En este sentido, resulta tremendamente entristecedor que el líder chino se paseé por España como si fuera un presidente cualquiera, recibiendo sin ningún tipo de problema las llaves de Madrid. Cierto es que se les dan por protocolo a todos los jefes del estado que visitan la capital, pero claro, quizás no sea una buena decisión; sobre todo, si no se abre un debate trasparente sobre quién es el que las recibe. El tema es que, por mucho que este hombre consiguiera alargar su periodo en el poder, no es nada más ni nada menos que un dictador carismático, influyente, quizás incluso peligroso, pero sin dejar de ser la cabeza visible de un todo opaco que se mueve por detrás.

Por lo tanto, dado que éste no es ni el momento ni el lugar para hacer un análisis en profundidad de la política en China, una vez marcadas estas coordenadas analizaremos por qué esta situación nos debería preocupar un poco más y por qué, por lo menos, deberíamos tener medianamente claro quién es Ye Jinghuan, al igual que sabemos quién es Donald Trump. Nos jugamos mucho. Vamos a repasar muy brevemente los peligros que implican tener por superpotencia pujante a China y, para ello, recorreremos por encima las diferencias fundamentales que existen entre el modelo occidental y el modelo oriental. A grandes rasgos, vamos a analizar solo tres rasgos fundamentales: el individuo, la libertad y la crítica.

La clave de la diferencia fundamental entre la tradición occidental y asiática es que, en Occidente, desde por lo menos Grecia, han existido individuos irreductibles a cualesquiera otros, es decir, individuos con personalidad, con nombre, con libertad y responsabilidad. En un principio no eran muchos, ni era algo generalizable más allá de unas élites, pero ya en Roma cualquiera tenía la capacidad potencial de ser un ciudadano de pleno derecho. A través de la filosofía medieval cristiana y después de su refundación en la Ilustración, se tuvo claro que esto era una cuestión universal. Otra cosa es que se llevara a cabo en el terreno de lo práctico; pero, al menos teóricamente, para un occidental hace mucho que esto es algo indiscutible.

En cambio, en el modelo oriental, no existe una individualidad clara y, sobre todo, lo que no hay es libertad, sino sólo sumisión a un líder que se supone el único individuo irreductible y libre; cosa que habría que ver si tiene sentido. Por lo tanto, si hoy en día existe un atisbo de libertad e individualidad, de derechos y de dignidad humana en Oriente es por osmosis con Occidente. De esta manera, si el dominio norteamericano ha sido agresivo con su visión individualista y pragmática de Occidente, no podemos ni llegar a comprender cómo sería para Occidente que tal triunfo se produjera en un futuro por parte del modelo oriental. Sobre todo, teniendo en cuenta que dos productos tan representativos y eminentemente occidentales, como pueden ser la teoría marxista y el capitalismo, en apariencia antagónicos, se hayan encontrado felizmente en este país asiático. De ahí que no creo que sea el momento de cerrar los ojos y pensar que «el todopoderoso progreso» que encierran las democracias liberales nos vaya a salvar. No podemos ni dejar de pensar ni dejar de hacer política. Pero claro, ¿se puede hacer genuina política con un pueblo oriental?

Llegamos pues a la tercera cuestión, el principio de crítica, que se puede resumir muy brevemente en que, para un occidental, no se puede juzgar al otro como inferior por el mero hecho de ser diferente. Esto, después del principio de no contradicción, es uno de los frutos más valiosos que nos ha dado la historia de la humanidad. Es la herramienta clave para juzgar y cribar, para saber qué es lo mejor y qué es lo peor, con el único principio de creer que los seres humanos somos felices cuando somos libres, y que el deseo de ser feliz es un deseo injustificable por la mera razón geométrica, siendo, por tanto, una realidad natural antropológica. Volvemos pues a las dos cuestiones que contamos en un principio: si un ser humano no quiere ser libre, o ha perdido la cabeza, o nunca ha conocido la libertad. Dicho de una manera más gráfica: no queremos ser tratados como ganado. De este modo, tenemos que seguir con mucho cuidado cómo evoluciona China, y Oriente en general, por nosotros y por ellos; dado que por empatía no podemos olvidar que en muchos lugares de Oriente existen millones de personas que no viven con plena humanidad. China se debe democratizar e ilustrar; ése es el camino, no se puede pensar otro. La pregunta es cómo, pero ésta es una cuestión complicada que dejaremos para más adelante.

Tenemos que tener claro que la tendencia que vamos viendo es que el capitalismo se funde con el hormiguero de trabajadores de manera sumamente eficaz y que los poderes fácticos del estado pueden ahogar sociedades como nunca habíamos podido concebir hasta ahora. De hecho, en la actualidad, con internet y su omnipresencia, nos encontramos ante otra arma de doble filo occidental que, en manos de nuestros vecinos, puede ser la última cadena. Debido a que todo lo que libera tiene la capacidad de someter, tenemos que tener cuidado con el poder de los artificios que creamos y pensar en las contramedidas de los mismos, ya que siempre pueden volverse en nuestra contra. Y, aunque algunos lo piensen, no puede ser una guerra la vía para superar este conflicto.

Por la misma razón por la cual la Guerra Fría se mantuvo fría es evidente que, teniendo en cuenta las costas en las que se mueve nuestro poder destructivo, nadie en su sano juicio podría asegurar la supervivencia de nuestra especie ante un conflicto entre ambas partes. Así pues, como dijo el sabio don José Ortega y Gasset sobre el problema catalán, no existe solución fácil a corto o medio plazo, sino que tenemos que saber conllevarlo con dignidad e inteligencia. Tenemos que ser cordiales con el gobierno chino, pero sin concesiones en el plano de lo social. Tenemos que permitir a la prensa estudiar e investigar la situación en el país y que nuestros intelectuales piensen libremente el estado de las cosas. Hay que superar el resentimiento que nos viene dado de Estados Unidos por el tema de la esclavitud. Tenemos que dejar de envilecer nuestro maravilloso espíritu de crítica a favor de su contrario bárbaro, que reza algo así como que «cualquier postura no occidental es mejor que la nuestra por el mero hecho de ser diferente». Necesitamos poder volver a pensar con libertad y comprender que China se aprovecha de nuestra debilidad cultural actual que, entre otras cosas, nos hace entrar en un turbo-capitalismo cada vez más abstracto y estúpido, del cual cualquier estado esclavista se beneficia.

Necesitamos pensar en lo que construimos, volver a encontrar el sentido, no dejarnos llevar por los dictámenes de un mercado globalizado y comprender qué queremos, qué es bueno y, por encima de todo, qué es justo. Tenemos que educar a nuestra sociedad en la crítica para no dejar de mejorar nuestras ideas y, sobre todo, para que la masa comprenda que toda acción conlleva un coste, una responsabilidad. Si queremos que dentro de cien años nuestros nietos sean libres, tenemos que comprender el trabajo y posible sacrificio que ese deseo implica. Pero no sólo eso, sino que también hay que plantearse el suicidio planetario que implica producir por producir y consumir por consumir, pues no tiene sentido cuestionar la cuestión geopolítica si antes no comprendemos que hay que posponer el placer que produce el vicio de nuestro tiempo, que no es otro que el consumismo insaciable. Pero este tema queda para otro día.

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