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Sobre familias y parejas: encuentros falazmente inevitables y virtuosos

De un tiempo a esta parte, me vengo percatando de que cada vez es más habitual que las personas lleven a sus parejas al encuentro con sus respectivos familiares tan pronto como se les presente la ocasión. Es decir: así, de golpe y porrazo, uno ya no sólo tiene que ir a las reuniones familiares que le atañen, sino también a las de la familia de su compañero de crimen. De este modo, uno debe sepultar y dar por perdidos los encuentros a pequeña escala; pues, en cuanto las parejas de nuestros familiares allegados empiezan a acudir a cualquier tipo de reunión que se preste, la cifra de invitados aumenta el doble sin que a uno le dé tiempo a asimilarlo. Y uno nunca tiene suficientes sillas para semejante festín.

Esto responde no sólo a una presión social alarmante porque el otro admita a la pareja de uno, sino también al afán de reconocimiento que últimamente todo el mundo busca encontrar y exprimir; el cual se sustenta, fundamentalmente, en que los demás sean capaces de asentir de manera acrítica que uno siempre tiene suficientes razones para sentirse oprimido y que, por tanto, nada puede cuestionarse de lo que uno opina, siente o hace. Ahí es nada. Nos creemos que hemos avanzado mucho y que cada vez somos más permisivos y abiertos, pero nos extraña que ciertos novios o novias rechacen formar parte de ese juego de asumir que a uno se le tiene que «dar el visto bueno», a pesar de que dicha práctica resulte de lo más arbitraria y se sustente meramente en aceptar al que nos cuadra; que, dicho sea de paso, suele coincidir justamente con aquel que no nos juzga. Por increíble que parezca, aún hay quien no suscribe este método tan dogmático y dañino, que aparentemente todo respeta (aunque no sea ni mucho menos así, pues sólo respeta al que no le pone a uno mismo en cuestión) y nada jerarquiza.

Como cabe esperar, esto responde a una tiranía de la imagen, a una necesidad de que el resto vea a la pareja de uno y que le devuelva su impresión al respecto. Sin embargo, es un quiero y no puedo; pues, así como queremos que el otro reconozca a nuestra pareja como tal, no toleramos que nada de ella quede cuestionado ni toleramos que nuestra pareja cuestione ciertas prácticas de algunos de nuestros familiares. Parece que, si uno no va paseando a su pareja de aquí para allá o llevándole a todos los saraos familiares, o bien tiene una pareja muy rara, o bien le da vergüenza presentarla en público, o bien parece que quiere ocultarle el lado oscuro de su familia. ¡Bendito egocentrismo, amigos! Pero, ¿no decía el refrán: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”? Pues eso. Cabría la posibilidad de pensar que uno ya tiene suficiente con lo que le ha tocado por azar en la vida, como es su familia, como para encima también tener que tratar de entender a otra que no es la suya; pero este conflicto no suele plantearse en estos términos, justamente porque son los que ponen en cuestión el supuesto de que la familia de uno siempre es la más estupenda (algo sobre lo que todos nos solemos convencer).

En cualquier caso, esto no se queda simplemente aquí, sino que también responde a una incapacidad cada vez mayor de distinguir el ámbito privado del ámbito público. Cuando reducimos todos los ámbitos de nuestra vida a lo mismo, nos cuesta pensar que no todo se puede mezclar con todo. “¿Por qué mi prima no se va a llevar bien con mi chico/a?”, nos preguntamos; como si hubiera que presuponer que todo el mundo se tiene que llevar necesariamente bien con todo el mundo. Claro que sí, señores. Las familias no suelen entenderse entre sí, pero justamente el novio o la novia de turno va a encajar con la nuestra a la perfección. ¡Brindemos por la ingenuidad del personal! ¿No será que eso es lo que queremos que pase, porque nos sentimos “la familia más maja y agradable del mundo”? Ay si se pusieran sobre la mesa tantas y tantas cosas que en las familias están vetadas. Nadie saldría vivo. Pero, sin embargo, lo que más nos gusta es que las cosas vayan sobre ruedas, que no salgan temas inapropiados o difíciles de tratar, que todo se sustente en la superficialidad más vacua y agradable; y que del festejo, al fin y al cabo, sólo pueda guardarse un recuerdo amable y nada tortuoso. Porque los temas profundos nunca apetecen; eso lo sabe todo el mundo. Y menos cuando uno ha llegado a las copas.

Si los temas candentes de las familias son siempre difíciles de digerir y de plantear, no hay mejor excusa que traer a las novias y novios jovenzuelos para que todo quede en una maravillosa velada, sin prácticamente ningún tema punzante ni desagradable. Por tanto, la pregunta que cabe plantearse ahora es si no será que cuando más queremos que vengan las parejas ajenas es cuanto más grande es la festividad. Así, pasan desapercibidos y hacen que todo vaya infinitamente más suave. Y, hombre, uno ya tiene bastante con los conflictos de sangre como para que tengan que venir personas de otras familias, cada una de su padre y de su madre, con sus conflictos particulares, a tocarnos las narices.

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