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Sobre la crudeza de la vida y la levedad necesaria para seguir viviendo

Una tarde cualquiera de paseo hacia una cita a la cual llegaba justo, me pregunta al pasar a su lado un hombre cualquiera:

—Compadre, ¿me da hora?

Yo, sin darle la más mínima importancia y sin pensarlo demasiado, dado que me encontraba sumido en mis cavilaciones, le respondo después de echarle un rápido vistazo a mi reloj:

—Son las seis.

—Compadre, perdona que le moleste —insiste el desconocido con amabilidad—, pero ¿cómo se puede tener una barba como la suya?

Casi no me percato de que se está refiriendo a mí y le respondo inocentemente que no le he entendido bien, parándome definitivamente en medio de la calle.

—No le quiero molestar —me comenta con una sonrisa—, pero ¿me podría comprar unos pañales para mis hijos en el supermercado de enfrente?

Quizá porque mis ideas caminaban muy lejos justo antes de encontrarme con este hombre, su pregunta me pilló desprevenido, pero sin darle más vueltas respondí:

—No puedo ir a comprar pañales: en primer lugar, porque no tengo tiempo, dado que he quedado y llego tarde; y, en segundo lugar, porque no me sobra el dinero.

—A nadie le sobra el dinero, compadre —prosigue el hombre en tono comprensivo mientras me mira a los ojos y me percato de que los suyos son tan azules como los de los caminantes blancos—, pero soy un trabajador como tú, he perdido mi empleo y no tengo con qué comprarles los pañales a mis hijos.

—Yo no soy un trabajador… por lo menos, no en el sentido actual —le comento sinceramente, como si estuviéramos en la Atenas del 410 a.C.—. Por ahora, vivo con lo justo de mi familia mientras consigo ganarme la vida como escritor.

El hombre me dice su nombre, el cual no recuerdo, y hace el gesto de darme la mano mientras me reconoce que nunca había conocido a un escritor. De repente, consigo bajar a la tierra y recuperar la consciencia del cosmopolita medio nacido en una capital a finales del siglo XX. Repaso a mi interlocutor y me fijo en que, aun pareciendo una persona normal —superficialmente hablando—, contemplando su gesto, su mirada, su ropa y su forma de hablar, es posible que me encuentre ante un mendigo o ante alguien muy cerca de serlo. No está colocado, pero las posibilidades de que sea un drogadicto o que, al menos, lo haya sido son muy altas. A su vez, me doy cuenta de que todo esto no impide que exista la posibilidad de que este hombre que me pide pañales tenga realmente hijos. O, en cualquiera de los casos, que es cierto que hay gente con hijos que no tiene para pañales.

—Soy un poco escrupuloso —le respondo mientras me alejo medio paso negándole el saludo.

—A mí no me da asco ninguna persona, compadre —responde mientras se ríe ligeramente—, pero reconozco que soy muy feo y comprendo que no me quiera dar la mano. ¿Me daría entonces tres euros para que los compre? Es mejor pedir que robar… y no te preocupes que, si un día decidiera robar, se lo robaría a un político de los que hoy nos gobiernan.

—Eso me parece razonable —le respondo con la boca pequeña al recordar alguna anécdota que me contaron mis padres cuando los heroinómanos les habían atracado en su juventud.

Me acuerdo de Saul Goodman y contraargumento sobre la marcha:

—Esa pareja de pijos o cualquiera de los que pasa por aquí tiene más dinero que yo y te podrían ayudar más y mejor —le respondo señalando a una pareja de cincuentones, clarísimamente acomodada, que pasa justo en ese momento a nuestro lado.

—¿Si le pidieras dinero a tus padres para comprar pañales te lo darían? —me pregunta por poco cortándome, en un tono más grave, casi inquisitivo.

Le respondo que claramente sí y prosigue con igual dureza:

—Pues piensa que yo ya no tengo padres que me ayuden porque murieron por la droga.

Me acababa de dar jaque al rey. Podría ser que realmente no tuviera hijos y que esa historia fuera un inteligente farol para que yo creyera que quería dinero sólo para pañales, a la vez que me manipulaba sentimentalmente. Pero que sus padres estuvieran muertos a causa de las drogas muy posiblemente fuera real o, por lo menos, en esa circunstancia y dicho en ese tono hizo que me lo creyera —y aún a día de hoy sigo creyéndomelo—.

—No suelo dar dinero a nadie por la calle —le respondo ligeramente abatido ante este drama humano que nos gusta tanto olvidar a todos los que no nos tenemos que preocupar por dormir entre cuatro paredes y comer caliente—, pero te reconozco que me has convencido. Eso sí, te quiero aclarar que, por mucho que hoy te dé, no te puedo dar siempre que nos crucemos, igual que no puedo dar a todos los que no tienen. Aunque fuera rico no podría y, para colmo, te aseguro que por mucho que vista bien es porque he quedado con mi novia… la realidad es que no tengo mucho más de lo que ves; soy, posiblemente, el segundo hombre más pobre en esta calle. (Mientras tanto, hago el gesto de coger de mi bolsillo un par de euros que tengo para emergencias).

—No le quiero hacer perder el tiempo, compadre —me responde con cierto tono de aburrimiento—. Tiene usted prisa y no pasaría nada si no me diera… tan amigos. Le agradezco que, por lo menos, se haya parado a escucharme. Y si me das no te voy a volver a pedir… como mucho, te saludo: «Hola, chaval» y nada más… Pero yo sé que, por lo menos, para salir un viernes, tiene 50€ en la cartera.

—No tengo tanto en la cartera, te lo aseguro —le comento con una sonrisa penosa—. Tengo los 10€ del mes y son para tomarme cafés con mi novia, con la que, por cierto, he quedado y ya llego muy tarde.

—No te preocupes… como si quieres tomarte unas hamburguesas con ella —responde mientras no puede resistirse una carcajada—. (Le doy los dos euros que ya llevaban en mi mano unos segundos).

Una vez con el dinero en la mano, se despide con velocidad y ambos nos damos la vuelta para proseguir con nuestro camino casi al unísono. Apuro el trayecto hasta el punto de encuentro con mi novia, llegando apenas diez minutos tarde y teniendo la suerte de que ella se retrasa doce. Empezamos a reflexionar sobre mi pequeño encuentro, acerca de anécdotas mías —como siempre— y de algunas suyas, y también sobre otras cuestiones relacionadas con lo divino y lo humano. Hoy, mientras escribo estas líneas, es el día siguiente de este acontecimiento y me encuentro aún tocado por el tema. Cuánta miseria y pobreza existe en el mundo en general, pero también muy cerca… sin ir más lejos, en un país tan rico como este, en una ciudad tan rica como esta…

* * * *

Los hombres que no tenemos que preocuparnos en el corto plazo por la supervivencia aprendemos desde pequeños a no reparar demasiado en los pobres. Al fin y al cabo, son personas iguales que nosotros —pero sin nuestro dinero y oportunidades—, con problemas mucho más graves y con vidas infinitamente más difíciles. Si nos fijáramos demasiado, la mayoría acabaríamos deprimidos o quitándonos la vida ante tal drama, mientras que unos pocos se convertirían en Santa Teresa de Calcuta. Por eso, la mayor parte de la gente aprende a no reparar demasiado en ello y a seguir viviendo. Como siempre, aun siendo este el marco general, hay muchos caracteres diferentes: desde los que viven malgastando su dinero y vida enterrando su resentimiento en lo más profundo de su corazón, pasando por los que aceptan el drama y una vida egoísta de comodidades y lujos, hasta los que piensan que ellos y sus problemas inventados o exagerados están por encima de los que se mueren de hambre. Los casos singulares —en el sentido aristotélico— son, evidentemente, una mezcla de estas opciones. Con todo, puede existir una manera intermedia entre el suicidio, el sacrificio y el resentimiento. Tal y como decía Marx cuando sus amigos le invitaban a las manifestaciones obreras: «Hago más por la lucha obrera viendo engordar mi culo mientras escribo». Como dijo Giordano Bruno: «Se non è vero, è ben trovato»… ya que, en cualquiera de los casos, es la actitud que mejor ejemplifica de lo que estamos hablando.

Entre la renuncia total y el egoísmo, se puede elegir con dignidad sacrificarse de otra manera; ya sea por falta de coraje o porque realmente hay quien puede ayudar mucho más con su pluma y conocimiento que con su dinero o fuerza física. Alguien nacido en una casa acomodada y con oportunidades tiene a mano dedicar su vida al enriquecimiento, al placer, al consumo y, por lo tanto, al mantenimiento cómplice de lo injusto de la vida; pero también puede emplear esa situación ventajosa para caminar a la contra de su entorno, esforzándose por pensar ideas que hagan que este mundo ruede de mejor manera o que, por lo menos, sea más coherente y, a la postre, aspire a que se viva con más justicia y plenitud. Pero claro, he aquí la segunda vuelta: los pobres no tienen dinero. El dinero y los medios están en manos de la mayoría de la gente acomodada, inserta en la sociedad del consumo, que vive siempre con algún nivel de resentimiento. Por lo tanto, el intelectual, el artista, el que ofrece algo con sentido depende en grado sumo del resto de la sociedad; ya que, al no vender nada susceptible de funcionar bajo la ley de la oferta y la demanda, necesita movilizar las voluntades fuera de la racionalidad pragmatista para convencer de que se merece unos euros para vivir y seguir con su cometido. Con respecto a esto, los artistas —el caso de los músicos es el más paradigmático— son los que más fácil lo tienen, pues su oficio dispara emocionalmente al alma del conjunto de la sociedad. No es casualidad que en “La bohème” (1896) el que traiga la comida sea el músico.

En cambio, el intelectual no tiene la ventaja de lo visual o lo sonoro; y, además, a la altura del siglo XXI, cuando el analfabetismo funcional está más extendido que nunca, pide a la sociedad de la que depende para subsistir un esfuerzo muchísimo mayor. Si a esto le sumamos que, para colmo, usa la crítica como su arma habitual y se dedica a pensar sobre temas de escaso interés o que pueden ir directamente en contra de los intereses del respetable… la labor del buen escritor se asemeja mucho a un suicidio. Esto explica cómo la gran mayoría de los pensadores que fueron libres pudieron serlo porque tenían alguna oportunidad, algún protector o cierto grupo de confianza, es decir, algo que les sirviera de colchón para seguir haciendo su maldito trabajo. En esta coyuntura, uno ha de aceptar una vida humilde, sacrificada, con poco o nulo reconocimiento, marcial y estoica; siempre inestable, eternamente insegura, cuando no directamente peligrosa. También dependiente, vulnerable, sufrida y frustrante. Esa es la vida que hay que asumir: menos sacrificada que la de los que lo dan todo y se van a Nicaragua, y más acomodada que la de los que no tienen nada —y lo poco que tienen han de suplicarlo, robarlo o trabajarlo miserablemente—. Los más pobres dentro de los ricos y los más ricos dentro de los pobres. Eso sí, son estos los únicos que realmente comprenden el dolor y el sufrimiento que afecta a todos, que saben por qué merece la pena, y que pueden ver más allá de su tiempo y proponer ideas que nadie alcanza a ver con claridad. Son los cazadores de esas ideas que nos ayudarían a todos a tener la oportunidad de ser mejores, más coherentes y felices.

Y esta es la otra razón por la que le di al hombre de ojos azules dos euros. Puede que su historia fuera mentira, pero era una historia perfectamente razonable y verdadera. Igualmente, yo cuento una historia con sentido y cierta, que, a su vez, perfectamente podría ser un engaño. Puede ser que él se esté drogando ahora mismo o puede ser que sus hijos vivan un poco mejor. Yo trabajo por seguir pensando, leyendo y escribiendo. Lucho por comprender sin cegarme por el sufrimiento. Y, sobre todo, persevero por ser coherente: no se puede pedir al resto algo que uno no sería capaz de dar. A la vez que conllevo el drama de saber que no puedo dar a todos los que lo necesitan; entre otras cosas, porque el primero que siempre lo va a necesitar soy yo, y lo que me dan no me lo dan para dárselo a otros, sino para que siga escribiendo. Al final, sólo podré aspirar a sobrevivir e intentar influenciar con mis ideas a los que realmente tienen poder de actuar; sabiendo que, posiblemente, en la mayoría de los casos no actúen o de actuar… sea poco, tarde y mal. Pero ¿no sería esto ya un gran triunfo? Aunque sea por casualidad o como un adorno. Incluso en los pocos momentos donde la tendencia fue la de hacer el bien, terminó desarrollándose de manera imperfecta y resultó un fracaso. Pero estamos aquí, en los años veinte del siglo XXI, y, aun con todo lo malo, hay razones para decir que vivimos en general mejor que hace mil años. Sin embargo, si esto es así, es porque muchos aceptaron sacrificarse sin pensar en recibir, plantando la semilla de una posibilidad. Hay que ser agradecidos y seguir luchando por ella. Aunque parezca que el mal tiene todas las de ganar —en el fondo, siempre las tuvo—, contra todo pronóstico, seguimos vivos. Por eso no hay que perder la esperanza. Y, como haría Tyrion Lannister con cualquier circunstancia, he perdido dos euros, sí, pero, al final, he sacado provecho de ello.

2 comentarios sobre “Sobre la crudeza de la vida y la levedad necesaria para seguir viviendo Deja un comentario

  1. A toda persona lo que primero debemos dar es nuestro respeto, lo segundo nuestro tiempo y lo tercero nuestro dinero.

    Siempre tendremos respeto y amor para dar. El que no lo da el sabra el porque.

    A veces no tendremos tiempo, pues nuestra primera obligación es con nosotros y los nuestros. Esa es nuestra responsabilidad y no la de los demás.

    Dar el tiempo a los demás que corresponde a los nuestros es un error muy frecuente del que quieren ser reconocidos. (Campanilla de casa ajena).

    Muchas veces no tendremos dinero para dar pues lo habremos gastado de forma responsable, pues en este mundo quien le sobra el dinero no reconoce a los demás como hermanos y hijos de la misma Madre

    Ama a tu prójimo como a Ti mismo.
    Entonces amarás a Dios sobre las cosas.

    El orden de los sumandos si altera el producto que damos a los demás.

    Marcos 12,28-34

    Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos»

    Dios es el interés más incondicionado, lo que es absoluto, lo que se pone por encima de todo: familia, dinero, poder… Dice C.G. Jung (1874-1961) en su libro Psicología y religión

    Este es el peligro de poner un constructor mental por encima de una realidad, si sobre todo esa realidad es una persona concreta y la propia humanidad

    La expresión del Amor humano está indisolublemente unido a la contemplación del Misterio.

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    • ¡Señor comentario!

      Respecto a las dos primeras ideas, nada que objetar. Respecto a la tercera y la cuarta, es un tipo de hipocresía muy típica entre clases acomodadas: dar un poco a los que caen lejos por reputación y para sentirse bien, mientras se descuida a los más cercanos. (Lo que no pillo es esa referencia a «Campanilla de casa ajena».) En la quinta estamos también de acuerdo… e intentando seguir el salto a Dios… me parece acertada la matización de la Regla de Oro y, sobre todo, recalcar que las leyes de la geometría no tienen por qué cumplirse literalmente con los hombres. Lo último creo que se puede resumir en un problema típico de aquellos que no saben distinguir bien entre realidad y ficción; desconociendo, a su vez, el sentido subpolitico de los mitos.

      Si es un misterio, difícilmente nos ayude de algo contemplarlo, salvo que sea una contemplación activa con afán de entender la verdad del fenómeno… Sin embargo, dado que no somos los primeros en constatarlo, dejémonos de misterios. Hablemos del amor y de la muerte, de ese drama que implica ser humano y de por qué merece la pena. El amor tiene un orden que somos capaces de comprender, así que enterremos la mística y pongámonos a pensar en serio.

      En fin, que nos vamos de madre. Todos estos temas saldrán en muchos otros artículos y podremos irlos viendo uno a uno, poco a poco. En cualquier caso, gracias por tu comentario.

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