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Feminismo en el siglo XXI. Segunda parte: cuestiones metafísicas y metodológicas de fondo, y un par de ideas sobre el derecho y el individuo

Proseguimos, pues, este sábado de otoño con el tema del feminismo. En el día de hoy, pretendemos ahondar un poco más en los cimientos que sustentan nuestro planteamiento y crítica. Daremos, primeramente, un repasito metafísico —que ya sabéis que nos gusta—; después, nos meteremos con un par de cuestiones sobre el método de nuestro análisis —un recordatorio necesario para los nuevos visitantes más despistados—; y terminaremos comentando un par de ideas fundamentales sobre derecho —reconociendo ya que no es nuestro fuerte—, para rematar con uno de los temas nucleares del conflicto de Occidente desde hace, por lo menos, 400 años: la cuestión de por qué la identidad se trasforma de algo trivial a algo problemático, hasta el punto que ha alcanzado a la altura del siglo XXI. No os vamos a engañar, el anterior artículo era una introducción a la introducción, la cual, a su vez, constará de tres partes —sin olvidar nunca que el conjunto de estos artículos no pretende ser nada más, ni nada menos, que una primera aproximación al tema y a todos sus ramales—. No mareemos más la perdiz, y metámonos ya en materia.

El ser se puede decir de muchas maneras; eso lo tenemos claro desde Aristóteles. No debemos olvidar tampoco la reflexión de «el ser en cuanto ser», dado que es uno de esos temillas sustanciales; sobre todo, a la hora de diferenciar esta reflexión de otras cavilaciones más prácticas (de esto se puede sacar petróleo para casi todo lo importante). En este sentido, una de las cosas más interesantes es aquella que descubrimos cuando nos damos cuenta de la polisemia del ser. Por ejemplo, la paloma que veo desde mi ventana es blanca y, a la vez, y sin detrimento de lo primero, es también paloma —y no cuervo u otra cosa—; luego, podemos decir que está en un determinado lugar a unos metros de mí, etcétera. La paloma es todas las cosas que hemos dicho; eso sí, lo es de diferente modo. Esto se puede matizar mucho, pero lo que está claro es que el lugar y el color no parecen necesarios para que esa ave que veo sea paloma, dado que podría ser gris y estar en otro sitio —teniendo que reconocer ya que lo primero no define a la paloma como paloma, pero sí como esa paloma singular—. Sin embargo, lo que también es cierto es que el hecho de ser paloma va unido a una serie de características que no son accidentales. La paloma consta de un pico, dos alas y unas determinaciones físicas muy concretas, que no son estáticas, y que han conducido a que estudiosos en zoología las lleven observando y analizando milenios, para delimitar su particular dinamismo en relación con el resto de las cosas y animales.

Suena un poco a chiste para que los eruditos se rían condescendientemente de los legos, pero lo cierto es que nadie debería salir a la calle —por no decir que no debería poner un pie fuera de la cama— sin tener estos temas claros; no entendiéndose que no sea de las primeras cosas que se les enseñen a los niños, poco después de aprender a hablar. De hecho, casi podríamos decir que debería ir mucho antes que el aprendizaje de las matemáticas, y justo antes de asimilar que la vaca hace «mu». Nacemos rodeados de cosas y, rápida e intuitivamente, aprendemos a distinguir las cosas de las personas; las disparidades básicas entre las cosas de comer y el resto; así como la diferencia entre nuestra madre y los demás (para, un poco después, entender que hay un señor especial ligado a nuestra madre: nuestro padre). Los recién nacidos no son conscientes de su competencia filosófica para la vida humana, pero ya actúan siguiendo estas leyes metafísicas. Por lo tanto, deberíamos, en cuanto sepan hablar un mínimo, irles introduciendo, poco a poco, en estos conocimientos que ya practican, pero que aún desconocen. Sin estas enseñanzas, les condenamos a la mímesis o a la angustia existencial. Antaño, muchos fueron conscientes de esto, limitando la educación de quienes eran los elegidos para trabajar con las manos; pero hacerlo por desidia o desconocimiento, cuando se tienen los medios para evitarlo, es uno de los dramas que acompañan a las familias propias de la sociedad más avanzada del planeta tierra.

Parece que nos hemos tomado la licencia para hacer una digresión, pero estas bases son cruciales para entender cualquier cuestión problemática en ética, y así poder traspasarla lo mejor posible al campo de la política. No podremos comprender nada respecto a la situación de las mujeres si no emprendemos antes una concienzuda reflexión sobre qué es el hombre en general. Y, por ejemplo, aplicando la ciencia del ser en cuanto a ser —a nivel de infantil—, una de las primeras cosas que tenemos claras es que, dentro del grupo de los hombres, existen dos subgrupos claramente diferenciados de individuos: los del sexo masculino y los del sexo femenino. Esto no es nada raro, en tanto que es algo que vemos que igualmente ocurre en los animales que nos rodean en la naturaleza (eso sí, tanto la vaca como el toro, al margen de sus diferencias, hacen «mu»). En este sentido, la raíz más básica de todo planteamiento feminista nace en estas cuestiones metafísicas. En el momento en el que se hace necesario en Grecia la pregunta por el ser y, a partir de ella, se plantean con rigor universal cuestiones fundamentales, como qué es la verdad, qué es el bien y qué es la justicia, también aparece otro problema capital: qué es el hombre. Con estas ideas, tenemos a mano comprender con seguridad si las mujeres pertenecen a esta categoría o no. Una de las características esenciales que definen a todo hombre es que habla, dado que nada en la tierra habla salvo él. Por lo tanto, las mujeres no son diferentes a los varones en lo esencial, porque también hablan. Ésta es una de esas verdades eternas e inmutables que hoy en día darían alergia al 90% de las masas, no tanto por su letra, sino, más bien, por su calidad de verdad.

Pero necesitamos algo más, aparte de la verdad; porque, claro, sólo con la verdad tenemos ciencia y una praxis técnica exitosa. Sin embargo, es preciso también estudiar la idea del bien, que es más complicada, pero no por ello imposible de delimitar. Si queremos no romper los limites de este artículo, no podemos ponernos a reflexionar sobre ética en profundidad —que es bastante más difícil que la metafísica, aunque no lo parezca—, pero lo bueno es que, gracias a Dios, aún queda un fondo de dicha reflexión en Occidente, y todos estaríamos de acuerdo —como poco—, y aunque sea por la vía negativa, en que no está bien, moralmente hablando, actuar egoístamente, mentir, robar o matar. Por lo tanto, deducimos que, siendo ciertamente verdad que tanto hombres como mujeres son humanos, ninguna teoría moralmente buena puede engañar respecto a esta idea, y mucho menos se puede aplicar teoría alguna que contradiga dicho conocimiento sobre la naturaleza humana, sin caer en un robo, un desajuste egoísta y, en el peor de los casos, un crimen palmario contra aquellos que son nuestros iguales (dicho más rápido: no sería algo justo). De la idea de verdad y de bien se destila la justicia (y vivir pujando porque prevalezcan la verdad, el bien y la justicia es la definición de vivir felizmente, así como la única manera de comprender el sentido de por qué el sufrimiento merece la pena), que es el principio de toda organización humana, desde una familia hasta un imperio; siendo las diferentes maneras de conjugar dicha tríada una muy buena manera de definir grosso modo los diferentes tipos de sociedades. Aquí estamos explicando la mejor manera de entender dichas ideas, que, por todo lo que vamos señalando, es la occidental, y que sirve de canon para cualquier civilización posible por su principio de relativismo. Como bien decía el profesor Maestre: «no consideramos nuestras ideas como buenas por el mero hecho de ser nuestras», sino que esto es algo que se demuestra a través de las razones que articulamos en el diálogo con los otros. Por eso no es accidental que el feminismo se geste y florezca dentro de los límites de la cristiandad.

Llegados a este punto, se hace necesario, antes de seguir hablando de derecho, recordar a aquellos que sean nuevos visitantes de esta nuestra página web un par de ideas sobre nuestro método, que ayudarán a que no crean prejuiciosamente tan fácil que los que escriben son unos dementes dogmáticos u otra encarnación maligna de la ‘ultra extrema derecha fascista’ a sumar como enemiga. Dicho muy rápido y mal, se podría decir que nuestro método es dialéctico, realista, objetivo e impuro; siendo el diálogo su base —sobra decir que «racional», dado que no se puede dialogar irracionalmente—. Por lo tanto, plantamos cara al dogmatismo, poniendo nuestras ideas en juego para que cualquiera las critique. Después, somos realistas, lo que implica que nos comprometemos a respetar las pruebas materiales que se nos ofrecen y que están al alcance de cualquiera. Por eso, estamos dispuestos a reconocer todos nuestros errores a la hora de juzgar los hechos; somos humanos, finitos y falibles, siendo esto algo que no creemos necesario recordar continuamente. Somos objetivos, en el sentido de que negamos la apelación a la subjetividad o al mero sentimiento como razón para defender una idea. El relativismo, que se deriva del subjetivismo, es contradictorio en sí mismo, además de engañoso, porque, al final, esconde un verdadero dogmatismo, con una retorcida manipulación, que hace creer a muchos que piensan de manera absolutamente libre e individualmente, cuando, de fondo, siguen una determinada teoría de manera acrítica. La única manera de defender la verdad sin caer en el dogmatismo —del tipo sincero, es decir, del que justifica basándose en la palabra de Dios, Kant, Hegel o Alá— es aceptar el choque de ideas a través de razones en el diálogo. Esto nos lleva a la otra característica clave de nuestro método, que no es otro que el clásico: la impureza. Nada en la vida es puro, diáfano, abstracto, absoluto o cerrado, salvo, como mucho, la esfera o el Triángulo Pepe —el más virtuoso de los triángulos—. Toda conversación es potencialmente ilimitada y, como nuestra vida no lo es, siempre se van a quedar los temas a medias. Ésta es la historia de la filosofía, por mucho que los excesivamente racionalistas, pretendiéndola cerrar, caigan en el idealismo (lo que genera interesantes trabajos, abocados todos ellos al fracaso). Por eso es mucho más sensato asumir esta coyuntura en nuestro sistema, la cual implica entender la imperfección, entre otras cosas. De ahí que se considere a la prudencia, desde los orígenes de la filosofía, como una gran virtud que nos ayuda a conllevar el drama de ser un ser vivo lo justo de consciente e inteligente como para serlo de su propia muerte —y de la del resto—.

Y, por dicha prudencia, reconoceremos una y mil veces lo conservadores que somos. De hecho, por definición, seríamos los verdaderos ultraconservadores, dado que pensamos considerando toda la historia de Occidente, rastreando ilimitadamente hacia el pasado más remoto —también espacialmente—, tratando de buscar ideas interesantes que recuperar; y, eso sí, mirando también hacia el futuro con la misma fuerza —el impulso de atender a la eternidad con el menor miedo posible—, sin olvidar que, en el fondo, todo es presente, todo es instante. Centremos el tema. Reconocer nuestro conservadurismo radical no implica, evidentemente, que dejemos que nos reduzcan de manera pueril a insultos que tan sólo significan «no opinas como yo, ergo eres malo» o, incluso, como un tipo de denominación concreta. El nazismo, el comunismo, etcétera, son movimientos políticos que simplificaron sus bases teóricas de manera oportunista. Un ejemplo de ello son Heidegger o Marx, los cuales son mucho más interesantes que los movimientos que se relacionan con ellos. Pero tampoco aceptaríamos que nos llamaseis heideggerianos o marxistas, porque, aun usando las partes interesantes de sus teorías si se diera el caso, no lo seríamos, ya que serían trozos reformulados junto a otros autores e integrados en nuestro sistema. El insulto auténtico es llamar a alguien ‘nosequeista’ y despacharlo de un carpetazo, sobre todo por la reducción soez de aplicarle una etiqueta superficial, buscando que la parroquia de turno lo desprecie acríticamente (por eso resulta tan ridículo cuando alguien se aplica a sí mismo una etiqueta en serio).

Nos estamos yendo demasiado por los ramales y, por mucho que tenga cierto sentido irse para este esbozo de explicación, hay que ir cortando. Muy resumidamente, podríamos decir que nuestro método consiste en dar razones de nuestras ideas, en busca de la verdad respecto a todo lo significativo en la vida, desde una perspectiva universal —ergo filosófica—, intentando aportar nuestro granito de arena e iluminar las cuestiones mediante la crítica —potenciada por nuestros estudios—, para separar el grano de la paja a grandes rasgos. Lo importante es intentar dilucidar si Bilbao está de Burgos a más o menos de 1000 quilómetros (la «K» es antipática y antiespañola; aquí, soy dogmático, lo reconozco…; y, en este sentido, la palabra de Dios es la palabra de Unamuno); y, una vez que estemos de acuerdo en que está a menos, veremos que la cifra se acerca a unos 100 en línea recta y 150 en coche. Podemos seguir hasta dilucidar que son ajustadamente 114 con la regla o 158 por carretera —esto nos parece baladí porque no solemos reparar en que existe un mapa, fruto del esfuerzo de innumerables generaciones—, pero ya entrar en los decimales no nos interesa. Esta cuestión más precisa será sólo necesaria para aquellos especialistas que quieran estudiar temas extremadamente concretos —los problemas de la frontera, las excepciones y las demás cuestiones minoritarias—, en los que, al final, se termina actuando caso a caso, y se acaba poniendo por convención el centro de Bilbao en una determinada plaza —cuando, en el fondo, todos sabemos que está en Madrid—. Una vez despejados de temas tan profundos con un poco de humor, la clave está en no terminar legislando de tal manera que se terminen construyendo carreteras y puentes con unas medidas palmariamente erradas por varios órdenes de magnitud. La filosofía es exageración —en eso estamos de acuerdo—, pero esa exageración está justamente dirigida a neutralizar y explicar las exageraciones que, cuales ruedas de molino, los sofistas pretenden defender, atendiendo a intereses espurios (y, por eso, la reducción al absurdo es lo máximo a lo que se puede aspirar a la hora de refutar).

Una vez presentados los cimientos, toca comentar un par de cosas importantes sobre derecho y sobre la paranoia psicótica típica del individuo moderno. Comenzando por el derecho, lo primero que tenemos que reconocer es que nuestros conocimientos al respecto son limitados. Esta circunstancia tiene una parte positiva, ya que no nos hacen falta grandes explicaciones, pues de lo que vamos a hablar son de trivialidades al alcance de cualquiera mínimamente informado; es decir, diremos un par de notas sencillas, pero no por ello menos importantes. La primera de todas es la idea de la presunción de inocencia. Este principio básico del derecho defiende que todos, en un principio, somos inocentes, y que quien nos acuse tiene que demostrar, a través de pruebas, que somos culpables sin lugar a dudas. Dicho con otras palabras: el denunciante tiene la carga de la prueba. Otra noción extremadamente importante es que, en derecho, se deben juzgar hechos, no ideas ni personas. Vamos a explicar esto rápidamente. Dado que el denunciante debe demostrar que ha sido víctima de un delito, para eso necesita apoyarse en pruebas contundentes, visibles para cualquier ojo. En este sentido, una idea no deja pruebas, e incluso una idea escrita que pudiera haber quedado fijada físicamente tampoco podría juzgarse, pues iría en contra del derecho a la libertad de expresión (fundamental en democracia para asegurar la existencia del pluralismo político). El otro caso sería juzgar a personas por el mero hecho de ser de una determinada manera. Esto, que podríamos llamar «derecho de autor», es peligrosísimo, porque parte de un prejuicio ante un determinado grupo de personas. Es fácil pensar en tratamientos racistas o machistas en la historia de la humanidad que han tenido este sesgo; sin embargo, lo importante son los hechos objetivos y las acciones de la persona, dando igual que esa persona sea gitana, mujer o judía. Todos los hombres, bajo un Estado de derecho, deben ser juzgados por lo hecho, al margen de quiénes sean. En este sentido, está claro que tendríamos que hablar sobre los aforados, el Rey, los miembros de las fuerzas del orden del Estado, los casos donde la víctima es objetivamente débil —como los niños o los minusválidos—, etcétera. Estos asuntos habría que modularlos por cuestiones prácticas o de piedad. Evidentemente, los miembros del gobierno deben protegerse, para evitar que cualquiera pueda inferir en sus funciones; los miembros de las fuerzas del orden, al ser los ejecutores del monopolio de la violencia y garantes de los derechos, también; y, después, está claro que un niño o un oligofrénico son vulnerables, al margen de su voluntad, y deben ser defendidos para ahuyentar a los que se quieran beneficiar espúriamente de su condición (de ahí que sea tan importante que los poderes en un Estado estén bien contrapesados y regulados).

Por lo tanto, es imprescindible para el Estado de derecho la presunción de inocencia y la igualdad ante la ley, teniendo que fundamentar el denunciante su acusación mediante pruebas que demuestren los hechos delictivos. Y la pregunta del millón sería si un testimonio ocular puede ser una prueba… Pero ¿acaso no es es esto trivial, dada la capacidad de mentir del individuo? Toda acusación o testimonio debe demostrarse con pruebas materiales hasta que se extinga toda duda sobre la culpabilidad del acusado —debiendo también tener en cuenta que, aun pretendiendo decir la verdad, un testimonio puede ser erróneo, como bien explica el profesor Duarte en este artículo: “La creatividad ¿abductiva? de la memoria” (2019)—. En este sentido, es muy ilustrativa la película “12 hombres sin piedad” (1957), de Sidney Lumet (no nos cansaremos de recomendar ‘La Tesis’, y no nos referimos a “Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente” [1813], sino a la otra: “La abducción: una aproximación dialógica” [2016]). Esta obra maestra del cine universal ilustra muy bien cómo los prejuicios pueden terminar condenando a un inocente si no somos exigentes ante la necesidad de poseer pruebas contundentes que no dejen espacio para la duda. Sin habernos olvidado de que el tema que nos trae es el feminismo, podemos afirmar, ciertamente, que esta película sería radicalmente feminista, dado que es un alegato en contra del prejuicio irracional, que, en este caso concreto, afecta a un pobre, pero que, perfectamente, podría haber sido una mujer si la película hubiera estado ambientada, por ejemplo, en 1857.

Llegados a este punto, estaría muy bien aspirar a la omnisciencia y a la omnipotencia, para poder entender con claridad documentos tan interesantes, a la par que importantes, como la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal o, teniendo en cuenta la cuestión que nos ocupa, la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, y otros documentos jurídicos, como la Guía de criterios de actuación judicial frente a la violencia de género.

Reconociendo nuestras limitaciones, mencionaremos un par de cosillas importantes de dicha ley, que pueden ser entendidas por cualquiera, y lo haremos atendiendo a la exposición de motivos de la mencionada ley de 2004, muy bien resumidos en su Artículo 1 del título preliminar: Objeto de la Ley. El problema, de entrada, es que se parte de un presupuesto errado, por no decir directamente absurdo, que es el de que existe una dominación sistemática de uno de los sexos —el femenino— por parte del otro —el masculino—. Esto tiene dos partes: la primera es que no es cierto que, en 2004, exista dicha dominación sistemática en España; y la segunda es que, aun suponiendo que se diera en algún respecto, no justificaría una ley como ésta. Pensemos que, por ejemplo, partiendo del presupuesto de que los empresarios ejercen una violencia sistemática hacia los trabajadores, se hiciera una ‘Ley integral de violencia capitalista’, que, entre otras cosas, provocara que, ante un conflicto entre un trabajador y un empresario, se discriminara positivamente al trabajador o… Podríamos exagerarlo aún más. Si partiéramos del presupuesto de que los gitanos sufren una violencia sistemática por parte de los payos, se podría crear una ‘Ley integral de violencia paya’, que implicara, por ejemplo, que, en una pelea en un bar, ante las mismas agresiones, se castigara más al payo, por el mero hecho de no ser gitano; dado que se presupone que, por dicha situación, está en una posición de ventaja injusta y de dominio sobre el gitano. Estos presupuestos son tremendamente injustos —nadie es responsable de cómo ni dónde ha nacido— y, lo peor de todo, parten de considerar como débil por defecto a una de las partes, en base a razones racistas, clasistas o, en el caso que nos ocupa, sexistas. (Y la pregunta sería, teniendo lo anterior en cuenta, cómo es que no se ha tirado para atrás por inconstitucional.)

Una mujer puede, de media, ser un tanto más débil —a nivel físico, se entiende— que un hombre, pero esto es una generalidad que no aplica a todos los casos singulares, y, lo más grave, que, a la hora de ejercer la violencia, no es determinante, dado que todos, hombres y mujeres, tenemos las espaldas muy anchas y dormimos por las noches. Y es cierto que los varones suelen tender a una violencia más física y directa —eso es irrefutable—, pero eso no quiere decir que todos obren así, o que una mujer concreta no pueda matar a su marido de un sartenazo o envenenándole. La justicia no puede ser sexista y debe juzgarnos a todos por igual, atendiendo a los hechos objetivos probados en cada caso particular, sin prejuicio alguno; y las excepciones a esto, como con los niños, deben estar claramente justificadas (de hecho, si lo meditamos detenidamente, comprenderemos que considerar como vulnerables a estos últimos tiene bastante más sentido). El Estado y sus poderes no tienen la culpa de que sus ciudadanos elijan mal a sus parejas; en cambio, sí que debe defender a los niños, dado que ellos no son responsables de quiénes han sido sus padres (esto es evidente si partimos de una buena metafísica como la introducida al principio de este artículo).

Pero vamos a ir más allá, porque parece que las 55 mujeres matadas en 2019 en España a manos de sus parejas, hombres (porque se entiende que las asesinadas en las parejas lesbianas no cuentan), son muchísimas, y merecen toda nuestra preocupación, apoyo económico, así como la consiguiente consideración prejuiciosa de los hombres por el mero hecho de nacer hombres. ¿Pero es este número alto en proporción? Para ponerlo en contexto, se suicidaron en el mismo año 3.539 personas, fueron asesinadas 332, 1.098 fallecieron por accidentes de tráfico y 695 murieron en accidentes laborales. (No tengo el dato de 2019, pero sí de 2017, donde murieron 101 esperando un trasplante. Y otro dato que no es del 2019, pero que sí es también interesante, es que, en 2016, murieron 37.000 por el alcohol.) Todos estos datos hay que ponerlos en relación con 47.329.981 personas, con 359.770 nacimientos y con unos 285.554 inmigrantes. Seguro que por la dislexia algún número me ha bailado, pero lo que está claro es que Bilbao no está a más de 1000 quilómetros de Burgos, y que la paranoia con la violencia que ejercen los hombres contra las mujeres en España no está justificada. Antes de eso, podríamos meditar y legislar —en el caso de que tuviera sentido— sobre el suicidio, los accidentes laborales, la donación de órganos o el alcoholismo. Buscando datos ‘divertidos’, en 2018 constatamos que 95.917 mujeres tuvieron que sufrir un aborto… Quizá deberíamos hablar en profundidad sobre este tema, más allá de las memeces de los eslóganes del «decir sí a la vida» o el «hago lo que quiero con mi cuerpo». Resumiendo, con las estadísticas en la mano, no tiene ni pies ni cabeza que se le dé tantísima importancia a este tema en la sociedad actual, teniendo tantos otros iguales o más graves de los que apenas se dice nada.

Con todo, ahondemos más en esto y consideremos que deberíamos de reducir todas las muertes violentas a cero, porque una vida perdida nos resulta insoportable. Pues me temo que eso es imposible. No se puede pretender la seguridad total sin caer en un estado policial y sin llenar las cárceles de inocentes —y, para colmo, sin llegar nunca a cero—. Estas pretensiones tornarían de utópicas a distópicas en el caso de llegar a realizarse. Recordemos que «el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones» y que «lo perfecto es enemigo de lo bueno». Además, asumiendo la natural e histórica condición humana, es preferible luchar por un mundo lo más seguro posible, en la medida de lo posible, y donde se prefiera que queden 1000 violadores sueltos, para asegurar que sean muy pocos los inocentes que acaben erróneamente condenados. Está mal ser víctima de un delito, pero está peor ir a la cárcel por un delito que no has cometido y cargar de por vida injustamente con el estigma del delincuente.

Para terminar con este bloque, y conllevando el hecho de que nos estamos alargando un poco —nos esforzamos porque merezca la pena—, está el tema de los juicios paralelos con desconocidos: una cuestión que tiene que ver con lo legal, pero sin serlo. Aquí estamos hablando de la maldad que implica dar por culpable socialmente a alguien que aún no ha sido formalmente condenado. Ésta es una actitud bárbara, que puede provocar consecuencias semejantes a condenar a un inocente, con el agravante de hacerlo sin las garantías que tiene el sistema judicial para prevenirlo. Es un fenómeno histérico, caótico y masivo que, de la noche a la mañana, puede destrozar la vida de cualquiera, con una falsa acusación basada en habladurías y prejuicios. Es un retroceso primitivo e irracional que hay que frenar con todas nuestras fuerzas, por mucho que las masas nos empujen emocionalmente a ello.

Tenemos la metafísica, un método y cuatro nociones civilizadas sobre cómo debe ser el derecho. Ahora toca comentar un par de cosillas, en base a lo ya visto, sobre el falso problema de la identidad para todos los que vinimos después de la Modernidad. Esta cuestión, llegado el momento, y al igual que lo anteriormente dicho, nos servirá de referencia, a lo largo de futuros artículos, para atacar ciertos equívocos habituales de la sociedad del siglo XXI. Porque lo primero que hay que constatar es que nuestra identidad, en origen, no es nada problemática. Uno nace de una determinada manera, en una familia concreta, en un país y en una época; todas estas coyunturas, ajenas a nuestra voluntad, nos definen y condicionan desde nuestra más tierna niñez. En este sentido, uno es hombre o mujer, más o menos bajo o alto, negro, blanco, chino, etcétera. Físicamente, tal y como nacemos, así somos en un primer momento (lo que, con un poco de suerte, implicará ser normales y no arrastrar enfermedades congénitas). Después, venimos al mundo en un preciso lugar, que nos dará una familia, un idioma, una religión, una clase y una patria, junto con ese conjunto de ‘nosequés’ sutiles de cada casa y comunidad. Cumplimos los 8 sin apenas haber decidido nada, y nos plantamos en los 12 años sin haber tomado más que un par de decisiones, como hacer o no hacer la comunión (y para de contar). Nuestra identidad nos viene dada y no es problemática, hasta el punto de que no somos casi conscientes de ella. Tardaremos unos años más —algunos en torno a los 14, otros alrededor de los 16, hay a quien le ocurre con 21 o 30— en dejar de ser niños y empezar a tomar las riendas de lo que hacemos, comenzando en ese momento a perfilar, a través de ellas, matices de lo que somos. Y, otra vez, si uno ha nacido en un lugar relativamente cómodo, con buena salud y ha recibido una educación medio decente, rápidamente se dará cuenta de que los problemas no están en uno mismo, sino en lo que puede hacer uno mismo con su entorno; y solamente si toma el camino de la intelectualidad, podrá seguir la máxima de «Conócete a ti mismo», ahondando en la historia y en los fundamentos de la civilización que le han constituido. Uno, cuanto más va conociendo en general, más se va conociendo; y uno también mejora haciendo lo que puede, en la medida de lo posible, y siendo cada día más consciente de los límites de su libertad.

Igual que el ser se dice de muchas maneras, Manolito Fernández también: es, a la vez, hombre, español, hijo de clase media acomodada, educado en colegio público, ateo, murciano, hijo de padre periodista y madre enfermera, trabajador en un bufete de abogados, casado con una bibliotecaria madrileña y católica, y padre de dos hijos. Ésa es la identidad de Manolito; y, con un poco de suerte, su vida no le lleve a matizarla demasiado, viviendo medianamente feliz, como un currito más, y gozando de una libertad justita, pero cómoda. El problema viene cuando, ya sea por una mala educación, por problemas familiares en la juventud o porque te ha tocado vivir en una sociedad en decadencia, los mimbres primarios que forman quién eres, o no están, o están fatal; lo que produce que la persona sea injusta a la hora de juzgarse, no tenga con qué, y pueda, o bien ser carne de cañón de cualquier gurú, o bien desarrollar psicosis respecto a quién es. El caso más habitual de estos problemas es aquel niño que, naciendo en una familia cuyos padres están ausentes, recibe una educación vulgar. Este joven pivotará entre crisis existenciales, terminando habitualmente por creerse cualquier engaño que le sirva para sentirse parte de algo y dar sentido a su vida, hasta finalmente abrazar el pragmatismo, dedicándose al dinero y al placer.

El origen de esto está en la concepción moderna del individuo que se autodefine, despreciando la tradición y sus instituciones, y que es tentado por la promesa de una libertad absoluta imposible. Al final, se ve engañado, teniendo que asumir el adanismo y el sentido caprichoso que da a la vida un determinado déspota a través de mucha propaganda. Hablar del germen de esto implicaría repasar la historia de Occidente desde Descartes o desde el surgimiento del protestantismo —pudiendo encontrar antecedentes de este riesgo desde Platón y Aristóteles con la cuestión del cuerpo y el alma—. La clave del asunto está en que, una vez condenado el sentido tradicional, se hipertrofia una individualidad, cada vez más vacía de sentido, que termina provocando mucho sufrimiento, y que conduce a que el paisanaje esté dispuesto a agarrarse a cualquier cosa —como el nacionalismo, las sectas, etcétera—, porque a una buena parte de ellos el pragmatismo puro y duro de la oda al placer, al trabajo y al consumo no les llena como humanos. Y, en este contexto, se entendería que para muchos el ser feminista se convierta en algo vital cual religión, con toda su liturgia, sus fiestas, etcétera. Ser feminista da sentido a la vida, como lo puede dar seguir la teoría queer o sentirse del ‘género no binario’. Por mucho que parezca que lo importante es sentir, el fondo es ser —o no ser—; y, para eso, tienes que ser en una determinada institución. Por esa razón es tan importante la propaganda, cambiar la legislación y obligar al resto a aceptar estas irracionalidades. Uno no es independientemente, sino que uno es en una determinada tradición, y si ésa está en decadencia o se repudia, la gente buscará una nueva; de ahí que siempre vaya a haber oportunistas, esperando a ser los nuevos guías espirituales —con la gracia de que te guían a ser ‘tú mismo’ y, con tu aquiescencia, terminas siendo uno más, como el resto de la masa, tan pragmatista angloamericano como cualquiera, y con la angustia existencial cubierta por los productos y servicios de tu nicho de mercado—.

En conclusión, termina aquí la primera parte de la introducción propiamente dicha, sintiendo la excesiva extensión. Procuraremos sintetizar mejor en el siguiente capítulo.

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