Feminismo en el siglo XXI. Quinta parte. Un repaso a los orígenes del feminismo: Antigüedad, Edad Media y Modernidad
Volvemos con fuerzas renovadas para afrontar esta serie de artículos sobre feminismo, entrando de lleno en su historia. Pero, antes de empezar, hay que matizar tres pequeñas cuestiones. La primera es que abarcar la historia de cualquier cosa, desde la Antigüedad hasta la Modernidad, no puede sino ser un trabajo ilimitado. Después de mucho meditar, hemos decidido centrarnos en hacer un artículo de picoteo, que sirva para dar una visión general; sirviendo también como un buen mapa para futuros escritos. La razón de esto es que, aun separándolo en tres partes, no iban a dejar de ser bosquejos un poco más profundos; y, atendiendo al hecho histórico de que el feminismo no toma una forma compacta hasta el siglo XVII, hemos creído oportuno centrarnos en un único artículo muy resumido, que englobe todo momento anterior a la Revolución francesa. El segundo tema es que hay que atender a la dificultad del estudio histórico en general; pues, incluso evitando caer en el relativismo subjetivista, propio de nuestro tiempo, es preciso dar cuenta de que la base para hablar de lo acaecido en el 2300 a.C. es la interpretación racional del sentido de los restos arqueológicos, a partir del bagaje intelectual universal —lo cual implica un gran riesgo de error y un continuo depuramiento—. El último punto que conviene considerar, antes de saltar 5.000 años al pasado, es nuestra crítica radical al progresismo y al monismo. Los desarrollos históricos son extremadamente complicados y, aun abstrayéndolos para su análisis, siempre debemos considerar diferentes hilos, a través de muchos imperios y corrientes; lo que implica reconocer el hecho de que ocurren continuamente retrocesos y progresos en distintas materias en la humanidad. Y, aunque se puedan reconocer momentos de plenitud general y un cierto progreso en Occidente —sobre todo técnico—, esto siempre deberá ponderarse con los grises y oscuros inevitables en toda sociedad humana. Hechas las apreciaciones pertinentes, comencemos.
Antigüedad: la ley del más fuerte, el nacimiento de la filosofía y la mujer en busca de autonomía (3500 a.C.-476 d.C.)
Como es bien conocido, antes de la invención de la escritura por parte de los sumerios, nos encontramos con la prehistoria; sobre la que, más allá de la complicación que implica estudiar sociedades donde no se escribía, se puede uno aventurar a decir que no tiene ninguna pinta de que tuviera demasiada piedad con los más débiles. Dentro de una horda de seres humanos, a medio camino de los animales, donde el macho alfa no distingue a sus propias hijas del resto del grupo, resulta incluso ridículo pensar en algo así como «una defensa ante las injusticias contra las mujeres» —a saber, lo que nosotros llamamos «feminismo»—, más allá de un mero interés supervivencial. Es cierto que, quizá, cuando los grupos humanos dejaron el nomadismo, gracias a la agricultura y la ganadería, formaron las primeras aldeas y se empezaron a desarrollar las familias, la ventaja bruta de los varones se viera compensada con su mayor mortandad; viviéndose entonces momentos de estabilidad, donde estas comunidades se pudieron haber establecido durante miles de años a través del gobierno de las mujeres y de los ancianos. (Esto me recuerda a un escrito muy bueno de Ortega llamado “El origen deportivo del Estado” [1924].) Pero lo que está claro es que, llegado el momento en el que esas comunidades crecieron más allá de sus límites, empezaron a entrar en conflicto y guerrear con sus vecinos; lo cual volvió a dar una importancia capital al dominio por la fuerza y, por lo tanto, una vuelta al mando masculino. También es importante destacar que, en el marco de estas guerras continuas, las mujeres que formaban parte de los pueblos derrotados pasaron a ser botines de guerra. Todo esto favoreció que, en la mayoría de los lugares de la Antigüedad cercana, las mujeres se encontraran en una situación de subordinación respecto a los varones.
Hemos visto que no tiene demasiado sentido para este análisis mirar a la prehistoria. Por dicha razón, vamos a saltar a los sumerios (3500-2000 a.C.), y al inicio de la historia propiamente hablando, con su mayor aporte a la humanidad: la escritura —también les debemos la hora de 60 minutos y el sistema sexagesimal en general—. De ellos hay que destacar, sirviendo como muestra de lo anterior, que eran gobernados por consejos de ancianos, que designaban generales para la guerra. Pero los enfrentamientos entre ciudades se empezaron a hacer más habituales y, poco a poco, fueron ganando poder dichos guerreros, convirtiéndose ya, en el 2900 a.C., en reyes vitalicios. En este contexto, que, para el urbanita medio del siglo XXI, podría sonar terrorífico, ya podemos destacar la presencia de una especie de reina, llamada Enheduanna, nacida en torno al 2300 a. C., que, además, se la cree también artífice de una gran obra literaria. Esto no nos debe extrañar, dado que siempre ha habido, en mayor o menor medida, algunos hombres libres de toda condición: desde los mismos reyes hasta los aristócratas, sin olvidar a los simplemente ricos y poderosos; siendo algo habitual encontrar dentro de este grupo a algunas mujeres. Y, en esta línea, nos encontramos con Egipto (3200-30 a.C.), donde hubo más de una reina faraón: desde Nitocris, pasando por Hatshepsut —que reinó de 1490 a 1468 a.C.—, hasta la famosa Cleopatra VII, que, suicidándose, acabaría con su imperio. También cabría destacar a otras mujeres de gran relevancia, como Nefertiti. El tema de fondo es si la posibilidad de que una mujer fuera considerada con justicia respecto a su homólogo podía ser extensible a toda la población; y lo cierto es que esto no ocurrirá de manera plena hasta mucho tiempo después.
Con todo, hay que resaltar que, dentro de la sociedad egipcia, existía cierta igualdad ante la ley entre los sexos; siendo ésta relativamente tolerante respecto a la variedad de oficios a los que podía acceder una mujer —sobre todo en comparación con cómo sería en Grecia o Roma—, incluidos puestos de importancia en la administración, pero también en lo referente a disponer de su propia herencia. De hecho, el egipcio resulta ser un muy buen ejemplo de un compendio de ideas muy variadas, donde conviven algunas tremendamente refinadas con otras arcaicas. Otra muestra de esta heterogeneidad la encontramos en los asirios (2000-627 a.C.), que combinaban la poligamia y los harenes con la existencia de poderosas reinas, como Semíramis. Igual que tenían fama de ser crueles y despiadados, no hay que obviar que, a la vez, fueron capaces de crear la primera gran biblioteca en Nínive durante el reinado del gran Asurbanipal. En esta línea, tampoco podemos olvidarnos de China y de su prolongada historia, que, con idas y venidas, podríamos decir que se remonta desde el 2200 a.C. hasta la actualidad; siendo, por un lado, un pueblo tremendamente avanzado; y, por el otro, muy poco considerado con el individuo en general, y con las mujeres en particular. En este sentido, las damas en China nunca han vivido bien, salvo en contadas excepciones; ejemplos de esto son prácticas como la del vendado de pies, que condenaba a las mujeres a una debilidad y a una sumisión absolutas. Ciertamente, encontramos indicios que nos vienen a ilustrar respecto a que, en la dinastía Tang (618-907 d.C.), esta situación mejoró, para después volver a empeorar con la Song. La sombra de Confucio es muy larga y útil; en cambio, Lao-Tse no era más que un loco.
No podemos hablar de China y no hablar del otro gran imperio asiático: el indio (2500 a.C.-1849 d.C.). Nos encontramos también ante varios miles de años, que han forjado una cultura y una tradición literaria en sánscrito portentosas; lo cual no quiere decir que todos estos refinamientos no llevasen a una sociedad basada en castas y en la que aún hoy en día existen matrimonios concertados, sin olvidar los abortos selectivos de niñas —como también ocurre en China—. Repasando los imperios más longevos de la historia, que arrancan su camino en la Antigüedad y que se han mantenido coherentes desde entonces, no siendo nunca conquistados, nos queda uno muy importante: los judíos (1850 a.C.-). Ellos nos han dado uno de los libros más influyentes de la historia, la Biblia; y a uno de los filósofos más grandes, Benito Espinosa —con mención aparte también a Arendt y a Luxemburgo—. Aunque parece ser que en la antigüedad más remota la situación habría sido distinta, este pueblo mantiene, a día de hoy, dentro de su hermética tradición, una situación donde la mujer está en desventaja respecto al varón: desde la costumbre de que ellas trabajen, mientras ellos se dedican al estudio, hasta el tema de taparse la cabeza o rapársela llegadas al matrimonio —costumbre que se asemeja mucho al velo musulmán—. Hay que recordar que los judíos protestantes están más cerca de los seguidores de Lutero que de otra cosa y, por lo tanto, estrictamente hablando, ya no son propiamente judíos, sino que se encuentran pragmáticamente colonizados.
Para terminar con la historia prehelénica, tendríamos que hablar de los babilonios (1792-539 a.C.), los fenicios (1100-332 a.C.) y los celtas (600 a.C.-61 d.C.); de los cuales es realmente difícil encontrar información, más allá de los estudios sesudos y de los libros académicos, que aparcamos de momento, dejándolos para futuras investigaciones. Y, sin negar su importancia —donde destacamos las primeras leyes escritas a la vista de todos y la invención del alfabeto, por parte de los primeros y de los segundos respectivamente—, únicamente hemos sacado en claro algo de los terceros. Al parecer, los celtas son, junto con los egipcios, como vimos, uno de los mejores pueblos de la Antigüedad, y en los que, si te tocaba nacer mujer, y no tenías una posición muy elevada, contabas con más posibilidades de vivir bien. Lo primero que sorprende es que las mujeres celtas lucharan al lado de los hombres; además, tenían sus propias posesiones y capacidad para acceder a los altos cargos de autoridad, como ser druidas. A este respecto, resulta especialmente interesante el caso de la reina guerrera Boadicea, que luchó sin descanso contra los romanos, y que prefirió suicidarse con veneno antes de que la atraparan.
Y, por fin, llegamos a Grecia, la cuna de la civilización, y la raíz directa de lo que serían Roma y la Cristiandad. También, claro está, el germen de Occidente, que es lo mismo que hablar de nuestro origen, y de la única opción razonable más allá del Islam y de China. La historia de Grecia empieza, mitológicamente, con Homero e, históricamente, con los minoicos (3000-1450 a.C.), a los cuales debemos, como poco, la adoración de los toros y…, realmente, poco más se puede decir, dado que no hemos sido capaces de descifrar su lengua, el llamado Lineal A. Después, nos encontraríamos con los micénicos (1600-1100 a.C.), de los cuales sabemos algo por los restos arqueológicos, los escasos escritos en Lineal B y los mitos homéricos. Estas dos sociedades fueron acompañadas de una prolongada decadencia, la llamada «Edad Oscura griega», que va desde la caída de los micénicos hasta el desarrollo de las primeras polis griegas en torno al 800 a.C. —lo que coincide también con el trabajo de Homero y con las primeras letras en griego—. Estamos hablando de 300 años en un momento y lugar donde la escritura estaba en pañales, provocando un profundo declive y una pérdida de conocimiento —recordemos que nos habíamos olvidado del Mecanismo de Anticitera en el 200 a.C. y la reminiscencia no llegó hasta el siglo XIV—. Sabemos que, a través del derecho de guerra, éstas eran sociedades donde tradicionalmente existían esclavos, lo cual no es un buen indicio a la hora de pensar sobre la situación de las mujeres —aunque, teniendo en cuenta que aún no había surgido el pensamiento crítico, esto no quiere decir nada, pues, por ejemplo, también los egipcios tenían esclavos—. Otra cosa sería juzgar el lugar y el sentido de la mujer en los mitos homéricos; y, tras un análisis superficial, apreciamos que parecen estar en consonancia con la situación de subordinación de la mujer en Grecia. Con todo, reservamos para futuros artículos un análisis en profundidad de dichas obras; dado que, como es lógico, hay mucho que cortar en la gran obra fundacional de Occidente. Sólo diremos que Atenea es la diosa de la guerra, de la civilización, de la sabiduría, de la estrategia en combate, de las ciencias, de la justicia y de la habilidad creativa; representando el valor, iluminado por la prudencia. Es la única de los 12 olímpicos que escapó de la frente de Zeus —adulta y ya completamente armada—, después de que éste devorara a su madre embarazada —porque temía que el hijo que portaba le destronase—; tras lo cual Atenea «llamó al ancho cielo con su claro grito de guerra. Y Urano tembló al oírlo, y la Madre Gea…». Y nunca fue derrotada; ni siquiera el dios de la guerra, Ares, pudo con ella. Por algo el Partenón está consagrado a ella, y su culto era de los más extendidos.
Centrando el tema, podríamos decir que el mundo griego clásico, ése que ya compartía una lengua y cultura comunes —aunque luego se compusiera por un grupo de ciudades-estado en continuo conflicto, cada una con su gobierno y leyes—, respira desde el año 800 a.C. hasta el 146 a.C. Y, dentro de este marco, destacan dos ciudades: Atenas y Esparta. Mientras que la primera es conocida por su florecimiento intelectual y político, la segunda es famosa por su poderío militar. Resulta otra vez interesante comprobar que el mundo ateniense reservaba su refinamiento para los pocos que eran varones libres; y, en cambio, Esparta daba pragmáticamente a sus mujeres más importancia, dado que ellas también tenían el deber de ser fuertes y de estar entrenadas —incluso gozaban de cierta autonomía e igualdad ante la ley—. Es curioso comprobar cómo los conflictos teóricos y las tensiones prácticas se van encadenando, con diferentes modulaciones, a lo largo de toda la historia. En cualquiera de los casos, el mundo griego fue un mundo marcado por la guerra y el conflicto de todas las sociedades mediterráneas. Es cierto que predominó el dominio masculino, pero también lo es que desde éste, así como a través de la reflexión dentro de esta coyuntura, surgirán la filosofía y la pregunta por el ser de las cosas. Esta circunstancia es la que permite que se dé la primera posibilidad para una crítica universal, que hará posible juzgar con radicalidad el lugar del hombre en el mundo, y que, por tanto, nos llevará a pensar, al mismo tiempo, la cuestión de las mujeres —como ya indicamos en los primeros artículos—, así como a sentar las bases para una justicia duradera. En este sentido, el que destaca es Platón, que, en un esfuerzo de coherencia intelectual, da las primeras notas sobre el sinsentido que es considerar a las mujeres inferiores por naturaleza; dado que, de hecho, esa misma naturaleza es la que les permite, a través de la educación, alcanzar las capacidades intelectuales de sus compañeros masculinos. Por este camino, llegamos a Alejandro Magno, que forja el primer gran imperio occidental en su reinado —que se extiende desde el 336 a.C. al 323 a.C.—, el cual dura hasta que es romanizado en torno al 146 a.C. Se podría decir mucho de la relación de Alejandro con las mujeres —especialmente con su madre, Olimpia— y de la influencia de Aristóteles en su vida y obra…, pero eso alargaría este trabajo en exceso, y, en este caso, resulta más ilustrativo saltar a Roma (753 a.C.-1453 d.C.).
El Imperio romano, más allá de la mitología, arranca verdaderamente en el 509 a.C., cuando se expulsa al último rey etrusco, y empiezan a expandirse guerreando por la península itálica. Y, así, se mantiene en crecimiento hasta el año 117 a.C., para después caer en Occidente en el 476 d.C., marcando el final de la Antigüedad. Termina definitivamente en 1453, como un aviso de que la Edad Media llega a su fin y pasa el testigo al Imperio español. Por lo demás, los avances de Roma, en principio, no fueron significativos respecto a la situación de la mujer: heredaron de Atenas la costumbre de no dotarlas de ciudadanía y, por lo tanto, sus derechos estaban, en general, muy limitados. Con todo, por lo menos las mujeres de familias ricas gozaron de bastante autonomía —por ejemplo, mientras Julio César estuvo fuera de Roma, su esposa Calpurnia fue responsable de sus tierras—; lo cual es un mínimo que compartían con otras sociedades. También tenían ciertas prerrogativas como sacerdotisas; lo cual tampoco era demasiado raro. Teniendo en cuenta lo amplio que fue este imperio en el tiempo, se pueden constatar mejorías dentro de su situación legal, ya que podían llegar a poseer tierras, redactar sus propios testamentos y comparecer en los tribunales para el periodo del Principado (27 a.C.-235 d.C.). Esta situación se daba cuando un pater familias moría sin testamento, y se repartía la herencia entre sus hijos, al margen de su sexo. En este caso, quedaban bajo una tutela legal sin demasiado peso, que fue perdiendo fuerza hasta que, ya en el siglo II d. C., el jurista Cayo dijo que no veía razones para que continuara. También es de recibo destacar que el derecho romano no permitía ningún tipo de violencia dentro del matrimonio, y cosas como golpear a una esposa se consideraban suficiente razón para el divorcio o para emprender una acción legal contra el marido. Por dar una pincelada más sobre la vida práctica doméstica, a diferencia de los griegos y de otros pueblos —como muchos semíticos o asiáticos—, las mujeres romanas no estaban encerradas en casa, y podían hacer vida en la ciudad sin ningún problema; pudiendo acceder a los espectáculos púbicos y presenciar los debates en los foros. Para terminar con este par de notas sobre Roma, que, al final, sí parecen mostrarnos una mejoría de la situación de la mujer respecto a Grecia, cabe destacar la figura de Teodora, que fue una emperatriz del Imperio romano de Oriente, entre 500 y 548, ya después de Cristo, en régimen de co-gobierno con su marido, Justiniano I, consiguiendo ambos recuperar gran parte de los territorios perdidos de Occidente.
Edad Media: voces aisladas y avances cristianos (476-1492)
Llegamos a ese periodo de retroceso y oscurantismo, donde la mujer fue subyugada con crueldad inhumana y sometida en todo lugar… Pero, eso sí, hay mucho que matizar. Lo primero que constatamos es que el Imperio romano de Occidente cae, dejando una cultura desde la que todo hombre libre, incluida la mujer, disfrutaba de una vida mucho más segura y cómoda que la del resto de las sociedades del mismo tiempo. Deja tras de sí un conglomerado de pueblos, más o menos romanizados, que prosiguen en la historia dominados por invasores bárbaros; que, poco a poco, van asumiendo la civilización que implica la herencia latina, dada su clara superioridad. Éste es un proceso largo, que, por lo menos, dura desde el año 476 hasta el siglo VIII —el periodo oscuro de la baja Edad Media—, y es el momento a partir del cual empiezan a cristalizar las naciones canónicas, de las cuales somos directamente herederos. Desde el principio, si la Edad Media se caracteriza por algo, es por el retorno a un modelo guerrero en Europa occidental, tras el caos que generó la descomposición de Roma, y siempre bajo la presión del mundo islámico, que implica un nuevo paradigma social que empieza a arrasar —y, como ya hemos comentado, las coyunturas bélicas son muy negativas para la situación de la mujer—. Por esta razón, la Cristiandad, simbolizada desde el poder del Papa, sirve como nuevo punto de unión y defensa frente al invasor oriental, así como principio de orden logístico y moral.
Un ejemplo de la herencia romana, en mixtura con la cultura germánica, muy bueno es el escrito llamado “Liber Iudiciorum”, del año 654; donde, en el libro quinto, título III, “De las donaciones de los patronos”, dice así:
«Si alguien donare armas o concediere algo al que tiene bajo su patrocinio, que permanezcan en poder de aquél a quien han sido dadas. Asimismo, si alguien eligiere otro patrono, que le sea permitido encomendarse a quien quisiere, ya que eso no se puede prohibir a un hombre libre, porque está en su derecho de hacerlo, pero que lo devuelva todo al patrono que ha abandonado. La misma norma se ha de observar en cuanto a los hijos del patrono o a los hijos de quien estuvo bajo patrocinio. De manera que, si tanto aquel que estuvo bajo patrocinio como sus hijos quisieren servir a los hijos del patrono, posean lo que se les dio; pero, si creyeren que han de abandonar los hijos o los nietos del patrono contra la voluntad de aquéllos, que devuelvan todas las cosas que fueron dadas a sus padres por el patrono. Asimismo, cualquiera que, estando bajo patrocinio, haya adquirido algo a las órdenes de su patrono la mitad de todo ha de quedar en poder del patrono o de sus hijos; y la otra mitad que la obtenga el bucelario que la adquirió. Y si el cliente deja sólo una hija y no tiene ningún hijo, ordenamos que ésta permanezca bajo la potestad del patrono, pero de tal manera que éste le procure una persona de la misma condición con quien pueda maridar, y todo lo que había sido dado a su padre o a su madre le pertenecerá. Pero, si ella escogiere a una persona inferior contra la voluntad del patrono, todo lo que hubiere sido dado al padre por el patrono o por los padres del patrono, que sea restituido al patrono o a sus herederos».
En el extracto anterior, podemos observar tres cosas. La primera es que se respeta la libertad del hombre respecto al patrono para dejarle y elegir a otro. Lo segundo es que puede quedarse con la mitad de las riquezas que ha conseguido bajo su mando. Y lo tercero es que, de tener una hija, ésta puede elegir con quién se casa, pagando, eso sí, el precio de perder sus riquezas. Éste es un ejemplo muy claro de las tensiones dentro de este primer código de leyes. Por un lado, destacan posiciones muy civilizadas; y, por otro, leyes palmariamente injustas, junto con castigos salvajes. Resulta interesante leer cómo se caracteriza a las personas físicas como las que han nacido y vivido, al menos, diez días, así como recibido el bautismo —con esta distinción, nuestro problema con el aborto se arreglaría de un plumazo—; destacando que los padres no podían vender o donar a sus hijos, ni tampoco privarles de la vida, aunque sí se contemplaba, en casos extremos de deshonestidad, que pudieran matar a las hijas. Respecto al matrimonio, estaba permitido el divorcio en caso de adulterio —eso sí, mientras que la adúltera era condenada a muerte; el adúltero, en cambio, estaba destinado a la esclavitud—, y los bienes eran gananciales, salvo en caso de herencia, que era privativa del cónyuge que la recibía, dividiéndose los bienes si alguno de ellos fallecía. Otro ejemplo curioso es la manera en la que se concebían los insultos u ofensas, que se castigaban con latigazos o multas, dependiendo de la gravedad, tanto si iban dirigidas a un hombre como a una mujer. Y, ya para terminar, hay que destacar que la sanción en caso de violación era ser entregado como esclavo, junto con todos tus bienes, a la víctima de la violación; además de que la pena incluía también doscientos latigazos en público. Tenemos que proseguir; pero, para cualquiera que quiera estudiar esta interesantísima pieza histórica, la tiene libre el BOE.
Como hemos ido viendo, la gran mayoría de los avances respecto a la condición de las mujeres, salvo alguna nota platónica al pie, han sido, más bien, de carácter coyuntural; ya fuera porque la tradición así lo estipulaba, o por el simple hecho de ser rico. En Grecia, se abre la oportunidad de pensar más allá de la mera tradición y, en Roma, se producen algunos progresos. Mientras tanto, el cristianismo se va asentando, junto con su moral y concepción del hombre. Todo esto es recogido poco a poco por los pueblos germánicos, que terminan de romanizarse; y, a partir del 700, se consolida la Cristiandad, repartida a lo largo de varios imperios y reinos, con tensiones internas, pero con una razón de peso para mantenerse unidos: la amenaza del Islam —lo cual recuerda a la situación de las polis griegas; pues, como bien sabemos, todo se repite—. Y, antes de dar un par de notas sobre este nuevo modelo imperial, hay que destacar el clima de la cultura latina, que va favoreciendo que haya un mayor número de reinas, cada vez más cultas, y que experimentan un acrecentamiento paulatino de su poder y autoridad: desde santa Isabel de Hungría (1207-1231) hasta María Teresa I de Austria (1717-1780), pasando por María I de Escocia (1542-1567), Cristina de Suecia (1626-1654) y María Teresa I de Austria (1717-1780). Sin olvidar a algunas nobles, como Catalina de Médici (1519-1589) o Madame Pompadour (1721-1764), y a otras intelectuales, como Christine de Pizan (1364-1430) o santa Catalina de Siena (1347-1380). Todas ellas merecerían un artículo completo y, por dicha razón, qué menos que queden nombradas; no sin antes destacar esa maravillosa pintura de Pierre Louis Dumesnil, donde se inmortaliza a Cristina de Suecia disertando junto a Descartes.
Hablemos ahora del Islam (570-). Podríamos decir que es una nueva revisión de la herencia judía, que la sintetiza y simplifica de cara a optimizar un imperio lo suficientemente compacto como para extenderse por el planeta entero. No hace falta decir que eso ha favorecido su supervivencia y su moderado éxito en la historia, pero a cambio de un fundamentalismo muy incisivo y de la subordinación de todos los órdenes de la vida bajo los límites del Corán. Y, por desgracia, esos márgenes son muy estrechos; por no decir que muchas veces son directamente contrarios a las bases filosóficas de Occidente. Un ejemplo muy bueno de esto lo encontramos en la vida y obra de Averroes. Esta coyuntura no deja bien parado a quien es refractario a la sumisión y, por añadidura, aún menos a las mujeres. Elegir implica renunciar; siendo ésta una de las muchas encrucijadas de la vida humana. Esto se traduce, en este caso, en que hay sociedades que son de base antagónicas entre sí; incluso, yendo más allá, el Islam no sólo sería incompatible con la Cristiandad, sino que también lo sería con cualquier reforma del mismo. Por lo tanto, es un deber de cada uno examinar el problema con cuidado, para determinar si nos encontramos ante algo aceptable o no. En cualquiera de los casos, nosotros hemos repetido en innumerables ocasiones nuestra postura, la cual llega, a través de la crítica, a la misma conclusión a la que llegaron nuestros ancestros cristianos más lejanos.
¿Pero qué sería España sin el Islam? Pues, posiblemente, algo muy distinto o, sencillamente, nada; dado que el sentido que animó a los visigodos hispánicos a refundirse definitivamente con los romanos fue el de defenderse de las invasiones moras. Debido a que el Imperio islámico se expandía con la fuerza y la determinación de extenderse universalmente, la única manera de frenarlo era refundirse como un nuevo imperio, que fuera cristiano e igualmente poderoso y ecuménico. Por eso, a partir de don Pelayo y del inicio de la Reconquista, se dejan atrás los nombres godos y se inicia la numeración de los reyes. España nunca ha sido nada más —ni nada menos— que el proyecto de generar un imperio cristiano universalmente ilimitado y contrario al Islam; lo cual implicaba movilizar un nivel de fuerza, generosidad e inteligencia con una valentía y exigencia muy altas, dado que no valía la mera sumisión de los gobernados, y era imprescindible mantenerse en estricta coherencia con la moral cristiana. Ésta fue una empresa demasiado ambiciosa (pero ya se sabe que a toro pasado…); si bien, con todo, mereció la pena, pues sirvió, y aún penosamente sirve, de contención ante todo lo que corrompe la dignidad humana. Vamos ahora con un par de notas sobre el Imperio español (718-), aunque, de hecho, ya las hemos dado; y…, teniendo en cuenta que no queremos extendernos más allá de lo saludable, ni queremos abarcar más de lo que podemos apretar, en este punto vamos a darle la palabra a un pensador, de los pocos que se dan en nuestro tiempo: el profesor Daniel Jiménez. Os recomendamos tres artículos muy interesantes de su blog, Hombres, género y debate crítico, que dan una visión ponderada de la situación de las mujeres en la Europa medieval: La violencia doméstica en Castilla durante la Baja Edad Media, La violencia doméstica en la Edad Media y Moderna y, para los más interesados, Formas de poder femenino y el mito de la dominación masculina en las sociedades campesinas (I), (II) y (III).
Como ya hemos comentado otras veces, un escrito es una entidad que, en buena medida, consta de vida: crece, se desarrolla…, pero también puede llegar a malformarse, hipertrofiarse e incluso morir —pudiendo quedar como un niño simplemente feo, deforme u oligofrénico—. Se puede conocer perfectamente qué se quiere escribir y, dominando a la perfección cómo se empieza, nadie sabe exactamente cómo va a acabar. En este sentido, este texto está empezando a perder el pulso; lo cual es un mal síntoma. Nuestra intención fundamental era mostrar un esquema general de la historia, poniendo el acento en la situación de la mujer, para destacar la demagogia del discurso maniqueo dominante. Existen diferentes hilos de acciones, sociedades e imperios, que evolucionan por caminos variopintos, sin dejar de influirse, pero abriendo la posibilidad a idas y venidas. Y creemos que, llegados a este punto, hemos conseguido nuestro objetivo para con este escrito. Por ello, vamos a terminar dando un par de pinceladas más sobre la Edad Media y la Modernidad, las cuales esperamos que no sean tan desconocidas como la Edad Antigua; dejando así abierta la posibilidad para, en un futuro, desarrollar puntos que aquí quedarán meramente apuntados.
Evidentemente, hay más de una mujer, dentro del imperio en el que «nunca se pone el sol», que merece ser mencionada. Reinas tenemos muchas y eminentes, como Urraca I de León (1081-1126) —llamada ‘la Temeraria’— o Juana I de Castilla (1479-1555) —‘la Loca’—, sin olvidar tampoco a Berenguela de Castilla (1180-1246) y a Isabel la Católica (1451-1504) —el gobernante más grande que ha dado la piel de toro—. También encontramos nobles, como María Pacheco (1497-1531) —conocida de muchas maneras, algunas de ellas muy sugerentes, como ‘Leona de Castilla’ o ‘Centella de Fuego’, y que es la protagonista de este dramático cuadro de Vicente Borrás y Mompó— o María Pita (1565-1643) —nuestra pequeña Boadicea, correctamente representada por Arturo Fernández Cersa—. A su vez, hay intelectuales de talla internacional, como Santa Teresa de Jesús (1515-1582) o Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695). Muchas de estas mujeres no sólo mandaban o escribían, aprovechando su estatus de nacimiento, sino que también eran reconocidas como una autoridad por méritos propios; llegando muchas de ellas a formar foros y coloquios donde se discutía sobre teología, literatura o filosofía —sentando esto un precedente de lo que serían después los influyentes salones preciosistas franceses—.
Ciertamente, nos quedaría hablar del resto de la Cristiandad, que ya en la Edad Media constó de grandes reinos y de otro gran Imperio. Empezando por lo que más rabia nos da no poder desarrollar, nos encontraríamos con la historia del Sacro Imperio Romano Germánico (742-1789). Ya comentamos la importancia de María Teresa I de Austria; y, repasando los archivos, podemos encontrar una gran cantidad de emperatrices —que, aunque teóricamente no podían gobernar, gobernaron de facto; lo cual las engrandece aún más—, y otras muchas consortes o nobles, que tuvieron largas regencias o clara influencia en el gobierno de sus maridos, como Beatriz de Bar (1017-1076), Matilde de Suabia (998-1030), Adelaida de Anjou (947-1026) o Margarita III de Flandes (1350-1405); destacando, entre ellas, Beatriz de Borgoña (1140-1184) —mujer del emperador Federico Barbarroja, de la cual se dice que influyó muchísimo en el gobierno de su marido, que coincidió con el momento de apogeo del Imperio—. También se merecen una mención Adela de Lovaina (1101-1105), Margarita de Brabante (1276-1311) y María de Brabante (1254-1321). A su vez, destacan algunas intelectuales, como la famosísima Hildegarda de Bingen (1098-1179), y ciertas guerreras, como Juana de Arco (1412-1431). Ésta última destaca especialmente, dado que empezó siendo una campesina iletrada y ha acabado pasando a la historia como la más famosa mujer guerrera —aunque su final literal fue morir condenada injustamente en la hoguera a mano de los ingleses—. La Doncella de Orleans fue declarada símbolo nacional de Francia, por decisión de Napoleón, ya en el siglo XIX; y la extensa colección de pinturas sobre la misma es francamente interesante. Entre todas ellas, cabe destacar: “Juana de Arco escuchando las voces”, de Eugène Thirion; el famosísimo grabado de Albert Lynch; la pintura de la captura de Juana, de Lenepveu; ésta anónima, realmente sutil; la versión de Millais; y la desconocida “La entrada de Juana de Arco en Orleans”, de Jean-Jacques Scherrer.
Nos quedaría decir algo sobre los nórdicos (800-) y los anglosajones (1066-). Al parecer, las mujeres nórdicas constaban de cierta autonomía, reconocimiento y responsabilidad, por encima de la media general. Y, acerca de los anglosajones —los cuales toman forma a partir de Guillermo el Conquistador (1028-1087)—, diremos que estuvieron en la media hasta la llegada del protestantismo, que no ayudó a mejorar el estatus de las mujeres —entre otras cosas, porque tampoco mejoraba el de los varones—. Son famosas las crónicas de quema de brujas, bajo la histeria colectiva —lo cual ocurrió también en el Sacro Imperio Romano Germánico, sucediendo precisamente a partir del cisma de 1517—, y la tradición de la venta de mujeres; aunque esto último más bien lo encontramos a partir del siglo XVIII —lo cual lo hace especialmente doloroso—.
Repasando el resto del mundo, habría que hacer una mención al Imperio japonés (169-1945), que refina la cultura china, aunque, a la vez, hereda su tradición de no valorar adecuadamente a las mujeres. Es cierto que algunas cosas, como el vendado de pies, estaban prohibidas; pero eso no les impedía considerar a las ricas como mujeres ornamentales. Por otro lado, parece ser que hubo alguna samurái, las llamadas onna bugeisha, que compensaban su debilidad física con el uso de la naginata —una katana unida a un palo largo, especialmente útil para mantener las distancias y aplacar a alguien más grande que su portador— y del arco. Al parecer, muchas de las escuelas centradas en el uso de la naginata fueron creadas y mantenidas por mujeres a partir del periodo Edo (1603-1868). Existe más de un nombre significativo, como la emperatriz consorte Jingū (169-269) —que ejerció su liderazgo de facto— o las samuráis Tomoe Gozen (1157-1184) y Nakano Takeko (1847-1868). Aun con estas apreciaciones, la sociedad japonesa es heredera del confucianismo y de una tradición que relega a la mujer; pudiendo constatar esta influencia todavía hoy en día. De cualquier manera, habría que analizar con cuidado la situación de caos y decadencia que estalló una vez perdida la Segunda Guerra Mundial, que, cual último clavo en la tumba, provocó la definitiva colonización occidental; produciendo una degeneración de la moral tradicional, que se está pudriendo y que puede acabar en la nada. El modelo pragmatista anglosajón es relativamente tolerable desde Occidente, porque nos queda cerca de casa y lleva implantándose a lo largo de 400 años; pero, aplicado con descuido de un día para otro sobre una sociedad tan diferente como la japonesa, puede provocar que salten las costuras y que la situación empeore en muchos aspectos —en este sentido, aquí habría que analizar con cuidado muchos temas, debiendo ser probablemente el primero la situación de las niñas y adolescentes—. La idea de una sociedad en crisis nos lleva, por fin, al inicio de la Modernidad, donde, ni mucho menos, todo fue progreso.
Modernidad: avances teóricos, retrocesos prácticos (1492-1789)
Cae definitivamente el Imperio romano, sus élites emigran a Italia —lo que anima el Renacimiento—, nos topamos con América y, poco después, la Cristiandad se fractura a causa del protestantismo (lo cual es mucha casualidad; pero no vamos a despistarnos más en este artículo). La Iglesia confirma su estado de decadencia e incapacidad para controlar la situación, y el Imperio español intenta poner orden, sin éxito. Ya en el siglo XVI nos encontramos con muchas oportunidades, así como con un florecimiento intelectual y técnico; seguidos, eso sí, de todos los problemas ya mencionados, es decir, de inestabilidad y guerra. Quedándonos con lo positivo, la escolástica toca techo con Francisco Suárez, y la Escuela de Salamanca brilla. También se desarrolla con profundidad el iusnaturalismo, que conlleva, muy resumidamente, y de cara a lo que en este artículo nos importa, una concepción de la unidad de las almas refinada, terrenal y que no excluye a las mujeres. Por otro lado, nos encontramos con Lutero y Descartes. La libertad de conciencia, junto al cartesianismo, ayuda a desarrollar el pensamiento más allá de los límites medievales; lo cual potencia la ciencia y la consideración de que los hombres son iguales (eso sí, sólo los varones libres). Un detalle interesante a destacar es que, en este momento, también arranca el moderno negocio de la venta de negros africanos. Por tanto, llegamos al siglo XVII con luces y sombras. Nos encontramos con el Siglo de Oro, en el que destaca el primer pensador eminentemente feminista: Poullain de La Barre.
En este punto, y dado que no queremos abusar más de vuestra paciencia, os vamos a dejar este análisis, el cual profundiza en la coyuntura feminista a partir de este momento y hasta la Revolución francesa —os lo prestamos bajo las mismas condiciones de prudencia que en el artículo anterior—. En ese trabajo, comprobaréis la importancia del siglo XVIII y del periodo prerrevolucionario en la cristalización del feminismo tal y como lo conocemos —dentro de los interesados en conocer, claro—. Figuras como Nicolas de Condorcet y Olympe de Gouges son fundamentales. Pero también habría que destacar a grandes personajes, como Madame Geoffrin o Marie Lavoisier —os suena, con razón, de algo—. Habría que hablar, y mucho, de Rousseau, Voltaire y Hume; no obstante, si leéis el escrito anteriormente recomendado, podréis satisfacer un tercio de vuestra curiosidad a este respecto. Por ir a por el más grande de los filósofos de la época, no es ninguna sorpresa para nadie, a estas alturas, recordar que Kant no era especialmente defensor de las mujeres en un tiempo donde ya era hora de serlo. Otra cosa interesante del Siglo de las Luces es que nos encontramos en el momento álgido del tráfico de esclavos y de la paulatina desaparición de las tierras comunales.
No podemos despedir este tortuoso artículo sin mencionar a Mary Wollstonecraft, Marie Walewska, Madame du Barry y María Antonieta de Austria; conocida ésta última por aquella frase célebre de «es en la desgracia donde más se siente lo que uno es». Tampoco podemos dejarnos en el tintero a grandes pensadores feministas españoles, como fray Benito de Feijoo, y a muchos otros dignos de analizar, como Gregirio Mayans o Francisco Cabarrús —destacando más, si cabe, su hija: Teresa Cabarrús—. Ciertamente, nos estamos olvidando del Imperio ruso (1638-), que se mantiene sin hacer ruido hasta que, a partir de Catalina la Grande (1729-1796), toma relevancia universal; asentándose ya en el siglo XIX. Resumiendo: desde la más lejana Antigüedad hasta la Revolución francesa, la situación de las mujeres fue mejorando y empeorando en sucesivas etapas, dependiendo de las coyunturas geoestratégicas y sociales de cada momento. Aunque se puede observar que se dan las primeras notas feministas en Grecia, la situación no mejora hasta el establecimiento del Imperio romano. De hecho, más claramente, comienza a hacerlo con la Cristiandad, pues es ahí cuando empieza a haber una mejoría constante, que cesa con el surgimiento del protestantismo, donde se produce una crisis que provoca un atraso en la concepción del hombre, incluyendo a las mujeres, a la vez que el clima intelectual favorecía las bases para la reflexión feminista. El resultado conlleva el empeoramiento de las condiciones de vida de la mujer media moderna, en comparación con la medieval, al disolver la estructura tradicional que la defendía de abusos, y al dejarla fuera del nuevo estado; situación homóloga al desarrollo de la esclavitud y, en general, a la calidad de vida de los trabajadores manuales. El momento crítico, como con tantas cosas, lo veremos en el siglo XIX, que trataremos con más detenimiento en el siguiente artículo; el cual deseamos conseguir finalizar de una manera más sintética.
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