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Un par de ideas sobre lo fascista, lo comunista, lo progresista y lo liberal para evitar la propaganda: la mal llamada ‘izquierda’ y ‘derecha’ a la altura de los años 20 del siglo XXI

La gran mayoría de nuestros artículos, desde que son concebidos hasta que se terminan de escribir y de repasar, suelen tener un ciclo de trabajo de unos dos años. Como es comprensible, se van desarrollando en paralelo y evolucionan, pasando por diferentes fases de estudio y escritura, y quedando algunas veces congelados, a la espera de nueva inspiración, o sirviendo como base para otros escritos. Por lo demás, salvo que haya una razón de peso, como unas elecciones nacionales o una pandemia global, o… un pretexto suculento, como una buena exposición o simposio, procuramos tomar una distancia contemporánea respecto a la actualidad, como mínimo, de un año, procurando empujar ese límite a 10, para asegurar una buena perspectiva y para poder comprender mejor la relevancia de la cuestión a tratar. Este caso, que lleva cociéndose unos cinco años, versa sobre una mala costumbre que se viene explotando desde hace más de 80 años; aunque cabe destacar que, desde finales de la primera década del siglo XXI —si bien algunos dirán que ocurre desde 2004—, se está produciendo un repunte claro de este tipo de prácticas, que se han exacerbado, a partir de 2015, hasta llegar al punto que venimos aguantando durante estos tres últimos años. Cualquiera que se haya movido un poco, y atrevido a pensar por sí mismo con un mínimo de radicalidad en las dos últimas décadas, lo habrá sufrido. Muchos de nosotros hemos sido tachados tanto de fascistas como de comunistas, pasando por el socorrido «anarquista» o el exagerado «terrorista». Lo que está claro es que ser de la ‘cáscara amarga’ o la ‘oveja negra’, según familia o situación, puede significar ser ‘facha’, ‘rojo’, ‘libertino’ o lector de Schopenhauer. De esta coyuntura vamos hoy a dar un par de ideas, que servirán para desbrozar la parte ‘sociológica’ del asunto —recordemos que, parafraseando al profesor Maestre, este saber es el que estudia, si la sociedad fuera un barreño caliente, la espuma que flota—, para tener dicho jardín lo más limpio posible y poder meterles mano de lleno, en otros artículos, a cuestiones que versen sobre las diferentes ideas, doctrinas, teorías y etapas históricas que se suelen prostituir para hacer propaganda. Comencemos.

Lo primero que deberíamos comprender con claridad y distinción es que las nociones topológicas de ‘derecha’ e ‘izquierda’ surgen a finales del siglo XVIII, en el marco de la Revolución francesa, para separar, a la hora de votar, a los que estaban a favor de mantener el poder real —los de la derecha— de los que estaban en contra —los que se situaron a la izquierda—. Esta distinción entre los partidarios del Antiguo Régimen, así como de la soberanía real, y los defensores del naciente régimen moderno afrancesado, que defendía la soberanía popular, es el verdadero contexto donde se reconocía una diferencia sustancial entre ambas nociones. Desde aquella época, hace más de 200 años, estas nociones han ido mutando y ganando en matices. El primero y más significativo de ellos es el que ahonda en las diferencias efectivas entre dichas nociones; ése que se fija cuando empieza a estar claro que el final de las monarquías clásicas, ligadas al estilo de vida medieval, es algo irremediable en un contexto cada vez más industrializado. De este modo, mientras que los partidarios monárquicos de la derecha empiezan a modular sus posiciones hacia una defensa de la nueva clase burguesa, buscando asegurar los derechos y libertades necesarios para el desenvolvimiento de la economía, los defensores de la soberanía popular se empiezan a dar cuenta de la nueva problemática de los ciudadanos libres que forman la clase trabajadora, que, en este punto, empieza a ser explotada sin paliativos, a la par que sufre las desamortizaciones de las tierras comunales y las propiedades de la Iglesia. Es en este momento cuando las primitivas izquierdas y derechas se dividen orgánicamente: por un lado, la izquierda queda conformada por aquellos que defienden un sistema democrático sensible a la situación de los trabajadores, al tiempo que fomentan el poder colectivo; y, por el otro, la derecha queda constituida al amparo de los defensores de un sistema democrático más enfocado a mantener el predominio de la libertad individual, que es precisamente aquella que favorece a la clase burguesa. A su vez, así como en uno de los extremos hablaríamos de lo que sería, coherentemente, la antigua derecha monárquica y tradicionalista —frente a lo liberal—, que ahora se conocería como la extrema derecha, en el otro encontraríamos aquellos movimientos que empezaban a pensar en otras formas de gobierno, más allá de la pujante democracia liberal y sus problemáticas, fomentando, de este modo, el surgimiento de las teorías anarquistas y socialistas. Ya sea mirando hacia el pasado o imaginándose el futuro, queda muy bien delimitado que tanto la extrema izquierda como la extrema derecha rechazan el marco de las democracias liberales, dentro de las cuales quedan fijadas, en cambio, la izquierda y la derecha.

Esta situación va a ir avanzando poco a poco hasta el último giro de los acontecimientos, que se produce cuando, a principios del siglo XX, nace, en el seno del socialismo, una nueva variante de éste, que transforma el sentido universal originario de la lucha obrera, sustituyéndolo por una nueva noción heredera del protestantismo, del bonapartismo y del peor romanticismo: el nacionalismo —que es incompatible con el socialismo y con la extrema izquierda, por ir en contra de la igualdad de todos los trabajadores—. Este nuevo movimiento, alimentado por las esperanzas de revolución despertadas en la Rusia de 1917, no pierde uno de los elementos distintivos de la extrema izquierda, a saber, aquel que consiste en culpar y atacar al sistema propio de las democracias liberales, y que es compartido también por la ya agónica extrema derecha. Sin embargo, en vez de quedarse ahí, reinterpreta de esta última, además, cierto conservadurismo, a través de una visión mitificada —casi futurista— de la historia, a la par que desquicia, mediante la hipertrofia, la noción de estado moderna decimonónica —lo cual hace a este nuevo movimiento radicalmente incompatible con el de los monárquicos tradicionalistas, es decir, con la extrema derecha—. Este experimento, al que bien se podría llamar «ultraderecha» —pero que también habría razones para llamar «ultraizquierda», dado que los extremos quizá se toquen; en cualquiera de los casos, esta disquisición escapa a los límites de este artículo—, goza de un éxito históricamente minúsculo, ya que no consigue consolidarse ni en su forma original, a saber, como el fascismo de Benito Mussolini, que se extendió durante 22 años, ni en su modulación nacionalsocialista, la de Adolf Hitler, que duró 12. Aunque hay que destacar que, al igual que ocurrió con el bonapartismo, que pervivió 16 años, esto también ha servido como campo de pruebas para ensayar nuevas formas de hacer política, que, más adelante, serían absorbidas por otros; como, por ejemplo, y sin ir más lejos, su aplicación a los desarrollos de las técnicas propagandísticas, que, aun estando ya en el primer comunismo, se terminan de depurar con los fascistas y los nacionalsocialistas; refinamientos que, rápidamente, fueron asimilados tanto por las democracias liberales como por todos los socialistas y demás regímenes.

Llegados a este punto, el cual pivota entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el final de la Guerra Fría —sí, estamos pensando en Mayo del 68—, y estando ya definitivamente extinta la extrema derecha —los monárquicos tradicionalistas—, así como habiendo terminado los experimentos de ultraderecha derrotados —los fascistas y los nazis— y ante la debacle de la extrema izquierda del socialismo real, sólo quedaban aquellas perspectivas dentro del estrecho marco de las democracias liberales. La cuestión es que, ante el claro triunfo del progreso científico y tecnológico, la clase trabajadora se va a ir conformando en unas clases medias cada vez más indistinguibles de las clases burguesas; siendo cada vez menos sencillo distinguir quién se aprovecha de quién o quién tiene el poder. La pirámide de explotación se estratifica hasta el punto de que se hace imposible la noción socialista de «conciencia de clase»: nos encontramos ante el triunfo del hombre masa, del cientificismo progresista y del modelo demócrata liberal. A raíz de todo esto, tanto la izquierda como la derecha se ven obligadas a ir coincidiendo, cada día más, en las políticas de fondo; que no pueden escapar de profundizar en el liberalismo, la democracia y el progresismo. No sin razones, claro está; y es que resulta cristalino que, desde el siglo XVII, el camino de las democracias, cada vez más democráticas, más liberales y más centradas en el progreso, es el que ha generado más riqueza bruta y proporcionado más poder a las potencias que tomaban este destino. Por eso, ya a principios del siglo XX, autores especialmente perspicaces, entre los que cabe destacar a Ortega, veían, a la altura de 1937, que la distinción entre izquierda y derecha había dejado de tener sentido. Al vaciarse estas nociones, pero gozando de un nutrido fondo mitológico —siempre bien alimentado por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial— , su uso empieza a quedar reducido a propaganda, así como a un mero aglutinante de masas demagógico, que explota el sentimiento de esperanza entre los más pobres —y de generosidad y bondad entre los ricos— o que se utiliza como un descalificativo, vacío de contenido, que cumple el mismo objetivo, pero esta vez usando el miedo ante un supuesto enemigo que encarna el mal absoluto (como ocurrió con los ‘fascistas’ de la CEDA).

Hoy, tanto demócratas y republicanos en Estados Unidos como populares y socialistas, podemitas y voxeros —Ciudadanos se acabó con la partida de Albert Rivera y lo poco que quedaba se ha evaporado con la salida de Toni Cantó— en España, son todos demócratas liberales y progresistas; pues tienen las manos atadas ante la tendencia de los tiempos que corren, que no es otra que la que incide en estas corrientes con más profundidad. Es cierto que podría parecer que vivimos una ligera fiebre, el llamado ‘identitarismo’ —aunque tendría más sentido llamarlo tribalismo—, que nos trae ciertos aromas a viejo nacionalismo; pero, a diferencia de éste, y a diferencia también de la coyuntura que dio lugar a la ultraderecha, hoy vivimos en un sistema mucho más estable, con múltiples vías de retroalimentación y división. El pragmatismo angloamericano que palpita dentro de nuestras democracias liberales es, a la vez, la base de estos nuevos tribalismos urbanitas: nacen dentro del sistema y, por lo tanto, salvo que nos tengamos que enfrentar a una crisis bélica y/o económica que rompa la baraja, morirán fagocitados por él. Luego aparecerá una nueva moda que seguirá manteniendo a la gente entretenida, sin tiempo para meditar sobre su vacío existencial, y muy lejos de pensar seriamente la situación. Lo vimos con los ‘jipis’ o los ‘punkis’: todo movimiento que nace en el sistema, y vive del sistema, está abocado a morir dentro del sistema de manera infecunda; y, como el susodicho sistema va camino de ser total —porque el modelo islamista o el chino no parecen ser una buena solución—, rumbo de convertirse en la forma final del totalitarismo, llegará un punto donde casi parecerá más probable una invasión alienígena que pensar una crítica al margen de la racionalidad democrática liberal hegemónica.

Poco nos queda por hacer, excepto poner de manifiesto esta situación, para evitar que nos engañen, o, peor aún, que acabemos reproduciendo los engaños. Salvo milagro debidamente justificado, todo partido político o movimiento que no asuma su irremediable liberalismo y el de sus compañeros está haciendo demagogia barata. Y, por lo demás, sólo queda atender a propuestas concretas sobre diferentes políticas de cara a mejorar la eficiencia del sistema, mantener la seguridad y asegurar la supervivencia del país (geoestratégicamente hablando, claro). Como mucho, los nostálgicos del socialismo podrían intentar votar a aquellos que ralentizaran la paulatina disolución del Estado del bienestar —la cual, por lo demás, sin la URSS, es una muerte anunciada—, manteniendo una posición crítica, prudente y fría con el liberalismo angloamericano; pero este partido o no existe o no tiene representación. Por lo tanto, queda la abstención, como crítica ante el populismo creciente de todos los partidos, o votar al que nos trate como menos tontos, exagere lo menos posible y suelte los menos improperios por metro cúbico de discurso… —¿esto sería el PP?—. De cualquier modo, ya hay que tener estómago para meter la papeleta en la urna. Pero, sí, ciertamente, parafraseando a un viejo maestro: igualitarismos abstractos, los justos; ergo, ninguno. Aquí no hay simetría: es evidente que los que más han abusado, y abusan a día de hoy, de la peor retórica son el partido de Iglesias y Errejón; arrastrando, más allá de sus límites tradicionales, a los socialistas; lo cual ha creado un descontento que ha dado alas a los podemitas del ‘conservadurismo pop’: los niños de Abascal; que, por ahora, en el arte de sacar las cosas de quicio, haciendo honor a la verdad, quedan muy lejos de las formaciones moradas. En esta piara, en estas cuadras, en este establo cada día más sucio…, esos ‘liberalconsevadores’ de ‘centro derecha’, amigos de Azaña, buenos gestores… quizá sean la opción más coherente para los religiosos de la democracia que consideran un pecado mortal no votar. Al final, todos somos, o aspiramos a ser, burgueses acomodados y felizmente engordados, ¿no? Al menos, seamos coherentes y votemos al Partido Popular, que, además, tiene el nombre muy bien puesto.

Para terminar, está tan claro y cristalino como el azul radiante del cielo en una mañana de verano que la prudencia, la voluntad de verdad y la determinación de tomar una postura crítica nunca gozaron de demasiado reconocimiento; y, hoy en día, ya sea por Internet, a causa de los móviles, a raíz del capitalismo o debido a la decadencia de Occidente, vamos camino de que sean un genuino canto al sol. Tomar la posición de evitar las modas, los lugares comunes, la demagogia maniquea y las reducciones simplistas implica arriesgarse a la marginación o, peor, a que te apliquen la etiqueta negativa favorita de quien te juzga. La barbarie del especialista se está dando últimamente bajo la forma de la barbarie del ideólogo, en el peor sentido de la palabra —el hegeliano—, el cual se atrinchera detrás de una etiqueta. Nadie quiere hablar en profundidad de temas concretos, con sus matices y grises; en cambio, todos quieren formar partido de un paquete ideológico que les ayude a medrar a golpe de lemas y frases hechas; y los que, de entrada, no están en esta dinámica, a poco que se descuiden, terminarán entrando; dado que, como es bien sabido, de las malas compañías se pega todo menos la hermosura. La totalidad del mundo se presenta como liberal —o socialdemócrata—, progresista, de ‘izquierdas’ —o comunista o de ‘izquierda transformadora’— o de ‘derechas’ —o de ‘centro derecha’—; como del PP, de Podemos, de Ciudadanos, de Vox o del PSOE…;  como regido por la filosofía de Bueno, de Wittgenstein, de Marx, de Rorty o de Schmitt; como influenciado por la escuela austríaca o la de Fráncfort; como luchando por unos fines tremendamente particulares, del tipo la mera ‘eutaxia’ de España, la búsqueda de una democracia formalmente perfecta o delirios como el nacionalista, el animalista o el queer. Vivimos en la era de las etiquetas y las palabras fetiches, las cuales siempre ocultan la denostada noción de verdad o de bondad, huyendo del compromiso que implica hacer un juicio honesto, a saber: dar razones que lo respalden. En vez de eso, se apela directamente a una nebulosa de lugares comunes e ideas vacuas, para despertar meras pasiones que aturullan el juicio. Si alguien dijera que Manolito es malo y mentiroso, todo el mundo arquearía una ceja y lo interpretaría como una aseveración injuriosa simplista, exigiendo inmediatamente que se diera una justificación. En cambio, si ese mismo alguien dice que Manolito es un fascista ultraderechista, un socialcomunista o un neoliberal, sonará un estruendoso aplauso —o muchos ‘me gustas’, ‘retuits’, comentarios positivos y bromas cómplices— que acallará a la minoría disidente que critica al rey desnudo. Y lo más triste de todo es que resulta muy difícil pensar, tal y como están las cosas, cómo afrontar la situación…, quedándonos sólo la recomendación del sabio: «Ante todo, mucha calma y capear el temporal». En resumen: hay que aguantar.

«Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte. Puede producir brillantes individualidades aisladas, rasgos de pasión, de ingenio y hasta de género, y serán como relámpagos que acrecentará más y más la lobreguez de la noche». Marcelino Menéndez Pelayo.

3 comentarios sobre “Un par de ideas sobre lo fascista, lo comunista, lo progresista y lo liberal para evitar la propaganda: la mal llamada ‘izquierda’ y ‘derecha’ a la altura de los años 20 del siglo XXI Deja un comentario

  1. 1. Fascismo. No significa ahora casi nada salvo una descalificación genérica de lo que podríamos llamar populismo de izquierdas, es decir y por decirlo fácil, de Podemos.
    2. Comunismo. Pues no, no me creo que hayan aparecido de repente mogollón de comunistas. Lo que sí han aparecido son algunas personas que dicen que lo son. Por joder, supongo.
    3. Progresistas, liberales, izquierda, derecha. La vieja historia de la Yenka. Que si izquierda derecha, que si conservadores progresistas, que si progresistas liberales, que si azules y rojos.
    En resumen: Que la mayoría sigue formando dos grupos al igual que, la mayoría, tiene dos piernas. Y el que sólo tiene una pierna o no le mola la Yenka, está j*****.

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    • Ciertamente, salvo por pequeños matices, estamos, en general, de acuerdo.
      Por lo demás, y respecto a eso de que «la mayoría sigue formando dos grupos»… La verdad es que parece mayoritario, pero no lo es. La cuestión es que estos son los que más gritan, y los medios de comunicación están a sacarle rendimiento a la fiesta (lo que favorece que resuene mucho).
      Yo calculo que, aproximadamente, los que están en el circo serán como un cuarto de la población total, siendo el 5% los ‘Enrique y Ana’, y el 95% restante los niños que están en el público —los cuales, más allá de dar palmas y comprar la entrada, cuando salen del teatro, están a hacer dinero—. De los tres cuartos restantes…, el primero pasa y hace dinero; y el segundo afirma una posición, quizá compre la entrada —aunque no pretenda asistir—, mientras, verdaderamente, también pasa y hace dinero. Y, dentro del último cuarto…, a un 95% parece que les importa, pero, al final, pasan y se dedican a hacer dinero; siendo el 5% restante a los que realmente les importa y están dispuestos a esforzarse algo, ya sea por comprender o trabajar en mejorar —el problema es que muchos están en una situación comprometida o, directamente, dependen de la prosecución de lo que hay para ganar dinero—. Al final, lo dicho, y por ir resumiendo: hay mucho, muchísimo burgués; lo cual es el origen de nuestra salvación y, a la vez, provoca una terrible visión y un desesperanzador futuro. En fin, hay que entrenar la paciencia…: no reír, no llorar e intentar comprender.
      P.D.: Dejo el enlace al vídeo de la canción de la Yenka, por si pasa por estos lares algún despistado.

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