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La familia Brontë (1777-1861)

Resulta complicado, por no decir ridículo o pretencioso, resumir la vida de una familia, tan peculiar como la de los Brontë, en un espacio acotado como del que dispongo aquí. Y, por eso, no pretendo ni hacer el intento. Baste este pequeño artículo como mera muestra de aquello que rodeó a Charlotte, Emily y Anne, para tratar de entender mejor el universo de sus libros; pero sin poder llegar a ser mucho más que eso. De hecho, acercarse a la familia Brontë no resulta tarea fácil o, muy al contrario, puede quizá que sea de lo más sencillo; y es que, si bien hay mucho escrito y han corrido no pocos ríos de tinta por unas y otras cuestiones, esto hace el camino algo arduo, aunque, en igual medida, también emocionante. Una vez uno entra a investigar, cuesta frenar el ansia de seguir leyendo aquí y allá. Sin embargo, las circunstancias externas —y, en esta ocasión, quizá en particular, también las internas— han dificultado que este acercamiento haya sido tan exhaustivo como le habría gustado a quien escribe estas líneas. Sea como fuere, uno debe asumir con cierto estoicismo, y sin tratar de que le afecte en exceso, que suele haber un gran abismo entre lo que uno imagina y lo que luego acaba siendo. Tras esta digresión, he de señalar que los libros que me han servido para acercarme a una vida tan apasionante como la que hoy nos ocupa han sido: “Vida de Charlotte Brontë” (1857), de Elizabeth Gaskell; “El gabinete de las hermanas Brontë: Nueve objetos que marcaron sus vidas” (2015), de Deborah Lutz; e “Infernales: La hermandad Brontë” (2018), de Laura Ramos. Así que, en la medida de mis posibilidades, me dispongo a acercar someramente la vida de la familia Brontë a aquellos que no la conozcan, así como facilitar que vuelvan sobre ella quienes ya estén al tanto de algunas de sus curiosidades.

La familia Brontë estaba conformada por el matrimonio entre Patrick Brontë y Maria Brontë (apellidada Branwell de soltera), cuyos hijos eran Maria, Elizabeth, Charlotte, Patrick —conocido por todos como Branwell—, Emily y Anne. La mayoría de ellos nacieron en Thornton, Bradford, pero pronto se trasladaron todos a Haworth, un pequeño pueblo situado al norte de Inglaterra, cuando el padre fue nombrado párroco perpetuo. Fue allí, en la rectoría, donde se criaron todos los hijos, y también donde pasaron su infancia y el resto de sus días, salvo alguna que otra estancia fuera por estudios o trabajo. De hecho, resulta muy interesante cómo Haworth se establece como punto de unión de todos los integrantes de la familia Brontë, así como el lugar al que siempre vuelven tras sus estancias en distintos sitios a lo largo de sus vidas. Al mismo tiempo, los paseos por los páramos que rodean el hogar resultan ser fundamentales para todos ellos, en especial para Emily —muy en consonancia con el poeta romántico William Wordsworth, que también compartía esa misma pasión—. De esta manera, tanto la naturaleza, con la que están acostumbrados a convivir, como el carácter de los habitantes de las zonas colindantes quedará reflejado más tarde en sus novelas. A su vez, los cambios meteorológicos y el paso de una estación a otra resultan ser temas recurrentes, en tanto que afectaban a su salud en forma de dolores de cabeza, malestar de estómago y dolencias varias. Por eso en las cartas de Charlotte vemos tantas alusiones al tiempo o a la salud de sus familiares. De hecho, casi siempre suele haber una cierta referencia a estos temas, por mucho que luego se vayan a tratar cuestiones de muy distinta índole. Además, el clima tan frío en algunas fechas, unido al aislamiento de la rectoría, dificultaba que se pudieran llevar a término ciertas visitas que se esperaban con especiales ganas. Esto pone de manifiesto cómo los desplazamientos entre sitios que no estaban demasiado alejados suponían, en algunas ocasiones, una considerable complicación; lo que explica que ciertos viajes provocaran mucha impresión en sus protagonistas, quedando inmortalizados en misivas de lo más sugerentes.

Patrick Brontë había nacido en Emdale, situado al norte de Irlanda, en el seno de una familia de padres iletrados. Sin embargo, por su notable inteligencia, consiguió ser admitido en el St. John’s College de la Universidad de Cambridge. Tenía fama de ser una persona de principios muy estrictos, de contar con un carácter algo excéntrico y de inculcar a sus hijos la importancia de vivir bajo una austeridad algo severa y espartana (a este respecto, cabe señalar la ausencia de carne en sus comidas y, en cambio, la fundamental presencia de las patatas). Así, los hermanos Brontë se criaron de manera algo aislada y sin mantener relación con otros niños. Se dice que eran muy poco escandalosos, reservados y que solían pasear conjuntamente por los alrededores de la rectoría. Sin embargo, el hogar familiar era un lugar en el que, pese a la humildad, regía la cultura en todas sus formas: arte, música, literatura… Además, la infancia de los hermanos Brontë, lejos de ser aburrida, estaba repleta de juegos y aventuras. De hecho, precisamente el desarrollo de su imaginación, muy relacionado con el tipo de educación que habían recibido, les ayudó a afrontar la enfermedad y posterior muerte de su madre, que se produjo pocos meses después de trasladarse a Haworth, cuando todos los niños eran aún muy pequeños. Tras la muerte de su hermana, Elizabeth Branwell —la tía de los niños— decide trasladarse a la rectoría desde Penzance, Cornualles, un pueblito al sur de Inglaterra con un clima agradable y templado (se dice que pasaba tanto frío en la rectoría, construida en piedra, que calzaba por la casa siempre unos zuecos que, habitualmente, se utilizan para andar por la nieve). Esta estancia, que pretendía ser sólo algo temporal, para ayudar en lo posible hasta que las cosas se volvieran a encauzar poco a poco, terminará extendiéndose hasta el fin de sus días, pues será en Haworth donde acabará muriendo.
 
Tabby, a la que adoraban, no sólo fue criada de la familia Brontë durante más de 30 años, como aparece en su propio epitafio —se encuentra enterrada en el cementerio de Haworth—, sino también una figura fundamental en la vida de las hermanas Brontë. Con su particular acento muy cerrado, que será utilizado más tarde en algunas de sus futuras obras, les contaba historias oscuras sobre Yorkshire (de ahí, entre otras cosas, les viene esa predilección por los fantasmas, las apariciones, etc.). Como curiosidad, y al hilo de la importancia que tenía para ellas, cabe destacar un episodio curioso que se produjo cuando, en un momento dado en el que Tabby enfermó, y la tía Branwell quiso mandarla a su casa por ser de poca utilidad en la rectoría, las hermanas se opusieron de manera muy firme a través de una huelga de hambre; aludiendo que, al igual que Tabby había cuidado de ellas durante toda su infancia, y había sido una gran compañía durante su juventud, ahora ellas la cuidarían con gusto. Esto implicaba, como el lector puede imaginarse, tener que hacerse cargo de muchas más tareas del hogar —y, por ende, tener menos tiempo para leer, escribir, conversar y pasear por los páramos—, pero lo preferirían por mucho a traer a una nueva persona a la rectoría (es de sobra conocida la aversión de todas ellas por los extraños).

En un momento dado se decide enviar a las cuatro hermanas mayores, Maria, Elizabeth, Charlotte y Emily —todas, excepto Anne—, a Cowan Bridge, un colegio que se acababa de abrir para hijas de clérigos, sustentado en buena medida mediante donaciones (debido a los pocos recursos con los que contaban este tipo de familias). Sin embargo, las condiciones higiénicas eran pésimas, sobre todo en lo que a la comida se refiere: la cocinera era extremadamente poco cuidadosa. Eso, junto con la humedad, entre otras tantas cosas —como, por ejemplo, los largos paseos que tenían que hacer las niñas a la iglesia, insoportables en los días más fríos—, provocó que algunas de ellas enfermaran. Maria terminó muriendo de tuberculosis a la corta edad de 11 años. Al poco tiempo, Elizabeth enfermó con los mismos síntomas que había tenido su hermana, terminando por morir, a causa de la misma enfermedad, dos semanas después de haber llegado a la casa familiar, y cuando tenía tan sólo 10 años. De la noche a la mañana, Charlotte se convirtió en la hermana mayor. Este gran golpe, además de doble, fue el segundo en muy poco tiempo para la familia Brontë —mientras que la madre había fallecido en 1821, las dos pequeñas lo hicieron en 1825—; provocando que los hermanos conocieran muy pronto el sufrimiento, así como a tener que lidiar con la ausencia de sus seres queridos.

Probablemente como una manera también de superar una infancia repleta de muerte, empiezan a imaginar mundos de aventuras, que quedarán reflejados en pequeños libritos que ellos mismos elaboran, rellenándolos con letra minúscula. De algún modo, esto les permite tener un ámbito de su vida que sí controlan y cuyas reglas ponen ellos mismos. Esto favorece que, en un momento dado, surjan los mundos de Angria —escrito a cuatro manos por Charlotte y Branwell— y Gondal —creado por Emily y Anne—. La escritura de estos mundos, con sus mil vicisitudes, servirá claramente para desarrollar su imaginación, su escritura y su manera de contar historias. A raíz de esto, empezaremos a atisbar cierta relación de amor-odio entre Charlotte y Branwell, que durará hasta el fin de sus días —sobre todo, por la parte de Charlotte—, y que generará una cierta competencia entre ellos, muy diferente a la relación tan estrecha, pura y sincera entre Emily y Anne —relación en la que, por otro lado, Charlotte no estaba completamente incluida; provocando esto un cierto resentimiento, si bien no explícito, de la hermana mayor hacia Anne; y es que Charlotte sentía una gran predilección por Emily—. Sin embargo, por mucho que Charlotte quisiera a Emily más que a cualquier otro miembro de la rectoría —como ella misma expresa en alguna que otra ocasión—, lo cierto es que Emily sentía mayor cercanía y afinidad por Anne, con la que compartía escritos y confidencias (incluso realizaron juntas el primer viaje por placer).
 
Tras la mala experiencia de Cowan Bridge, y algunos años más tarde, Charlotte es enviada a Roe Head, una escuela con buena fama y conducida por la señorita Wooler y sus hermanas. Allí conocerá también a Mary Taylor y a Ellen Nussey, sus dos amigas del alma, con las que entablará una relación muy fuerte de amistad; nutrida, además, por una correspondencia que se extenderá hasta sus últimos días. Por desgracia, sólo se conservan las cartas dirigidas a Ellen, y no las de Mary Taylor; que, a diferencia de su amiga, sí accedió a quemarlas cuando se le pidió que lo hiciera. El aprecio mutuo entre la señorita Wooler y Charlotte favorecerá que años más tarde le proponga ejercer como profesora en esa misma institución. Esta vez irá acompañada de Emily, que no había salido de Haworth desde la penosa experiencia en Cowan Bridge. Sin embargo, el tener tantas obligaciones y el no poder pasear por los páramos de su querido hogar, a los que se sentía irremediablemente unida, convierten su estancia en insoportable, mermando su salud hasta el punto de tener que volver a ser enviada a Haworth porque se teme por su vida. Lo cierto es que, aunque la salud de todas solía verse afectada una vez dejaban el hogar familiar, Emily era la que menor resistencia tenía a estas salidas esporádicas (al parecer, se sentía a gusto realizando las tareas del hogar; de hecho, se dice que solía amasar el pan a la vez que estudiaba alemán). Otras, en cambio, aun con sufrimiento, aguantaban con tenacidad, como era el caso de Charlotte, que, sin embargo, no soportaba este trabajo, y cuya relación con sus pupilos estaba muy lejos de ser buena —su correspondencia y sus diarios dan cuenta de lo odiosos que le resultaban los niños mimados a los que muchas veces tenía que educar, así como lo tontos que le parecían casi todos—. El mundo de Angria, eso sí, le permitía huir de su monótona vida y sobrellevar su existencia como buenamente podía. En este punto, cabe recordar también los 32 kilómetros andando que se hizo Branwell —los que separaban Haworth de Roe Head— sólo para anunciar a su hermana la suscripción de la tía Branwell a la “Fraser’s Magazine”; una excelente noticia para ellos.
 
Por otro lado, Anne, la más dócil de las tres, y la que, sin duda, siempre ha quedado por debajo de sus otras dos hermanas, pero cuyo carácter sacrificado era de una nobleza ineludible —recuerda mucho a la Beth de “Mujercitas” (1868)—, aguantó los trabajos de institutriz sin rechistar, aunque en unas condiciones pésimas que también mermaron sus fuerzas y resintieron su salud (pero, como no hay mal que por bien no venga, dichas experiencias le sirvieron para escribir luego sus novelas). Lo cierto es que, con sus más y con sus menos, ninguna de ellas fue demasiado feliz en sus distintos trabajos de institutriz. De cualquier modo, sabían que debían hacerlo, ya que en la rectoría andaban muy justos de dinero, y no querían ser una carga más. Aun así, siempre alguien debía quedarse en el hogar familiar para cuidar de Patrick —el padre—, cuya salud a veces se veía también debilitada, y que, en un cierto punto, empezó a tener graves problemas de ceguera, operados tiempo después en Manchester, a donde fue con Charlotte, que empezó en aquella estancia el primer manuscrito de “Jane Eyre” (1847), precisamente tras otro rechazo más de su primera novela, “El profesor”, que nunca logró levantar ningún interés, a pesar de la reiterada insistencia de su autora por mandarla a diferentes editoriales (de hecho, no fue publicada hasta 1857, dos años después de la muerte de Charlotte).

A las tres hermanas se las consideraba mucho más un único ente que a Branwell, que iba por libre, y al que su padre y su tía tenían un cariño especial y una estima que superaba por mucho la que pudieran sentir por Charlotte, Emily o Anne —aunque esta última era también la preferida de la tía Branwell; sobre todo por su naturaleza tan dulce, que oponía mucha menos resistencia que las formas de ser de Charlotte y Emily—. De hecho, tan sólo la pequeña de los hermanos Brontë y el hijo varón la llegaron a considerar como a una madre; muy a diferencia de Charlotte y Emily, que jamás llegaron a sentir por ella demasiado aprecio (cabe señalar en este punto que fue ella la que, por su duro carácter e intransigencia, inspiró el personaje de la señora Reed en “Jane Eyre”). De algún modo, la caída en desgracia de Branwell, años después, resultó más trágica en buena parte por eso: se le había encumbrado tanto, que el hecho de que a partir de un cierto momento dejara que su vida fuera por derroteros tan poco acertados y que tuviera un final tan desagradable fue visto con suma tristeza. Aun con todo, si bien Anne y Emily, a pesar de los malos ratos que tuvieron que pasar, sentían una cierta compasión por su hermano descarrilado (aunque, en cierta ocasión, Emily ya había alertado a su padre acerca de los posibles problemas que podría acarrear un carácter como el de Branwell), Charlotte lo llevó especialmente mal: la rabia la inundaba y no podía dejar de sentir repugnancia por cómo se estaba dejando llevar Branwell. Esto se explica, en buena medida, porque su relación con él había sido más estrecha que la que probablemente habían tenido sus otras dos hermanas, que habían sido más cercanas entre sí.
 
De cualquier modo, no podemos cometer el desatino —muy típico, por otra parte, en algunas biografías de los Brontë; sin ir más lejos, en la de Gaskell— de reducir a Branwell a un mero alcohólico adicto al opio; pues fue mucho más que eso. Su producción poética y literaria —sobre todo, en el mundo de Angria; cuya escritura a cuatro manos con Charlotte resultaba de lo más estimulante para ambos— fue inmensa, así como sus traducciones de los clásicos griegos, que le fueron introducidos por su padre en su más tierna infancia, y a los que siempre volvía. De hecho, por mucho que, sin duda, su mayor talento fuera la escritura, en un momento incluso se estudió la posibilidad de que estudiara pintura en la Royal Academy of Arts de Londres. Esto evidencia, nuevamente, la predilección que había por él en comparación con sus hermanas. Su padre y su tía le consideraban el más genial de todos, y se creía que él iba a ser el que traería cierta fama a la familia; lo cual resultó ser algo muy distinto de lo que terminó por ocurrir: así como sus hermanas, sobre todo Charlotte y Emily, han sido las más recordadas, Branwell pasó a un segundo plano, quedando completamente relegado en una esquina de la rectoría y olvidado por muchos biógrafos de la familia. A este respecto, y como un ejemplo gráfico de todo esto, es interesante observar el cuadro que el propio Branwell realizó de sus hermanas, donde, en la zona en la que aparece una especie de columna, o un rayo de luz grueso, se intuye la silueta fantasmal de un hombre, que era él mismo. Sin embargo, no fue algo hecho a propósito: en un principio, él se pintó a sí mismo y, más tarde, se quiso quitar; el problema fue que no aplicó correctamente la técnica, provocando que, tiempo después, emergiera su figura, en una suerte de metáfora no buscada que explica lo que de facto ocurrió mucho más tarde con el mito y la leyenda que se formó en torno a esta familia: las tres hermanas se elevaban por encima de un hermano que casi fue del todo eliminado.
 
Volviendo de nuevo a ellas, cabe señalar que, tras las múltiples experiencias desagradables como institutrices, las tres se plantean el proyecto de abrir un colegio en la propia rectoría. Termina por fracasar por falta de alumnas; lo que tiene bastante sentido si tenemos en cuenta que Haworth es un pueblo aislado y cuyo acceso no es del todo sencillo, al constar de calles muy empinadas. Sin embargo, por mucho que pareciera que realmente querían que este proyecto se materializara, lo cierto es que distaba sobremanera de lo que ellas sinceramente deseaban, aunque todavía no lo vislumbraban —ni de lejos— como una posibilidad: ser escritoras. De hecho, que finalmente dieran el paso a mandar algo escrito por ellas a una editorial se produjo prácticamente por casualidad (aunque es probable que, de no ser por esto, alguna otra cosa las hubiera animado a atreverse en algún otro momento). En un descuido, Emily olvidó su cuaderno de poemas y lo dejó abierto en su habitación, con la mala suerte —o, quizá, finalmente, podríamos decir, más bien, con la fortuna— de que Charlotte lo descubrió. Esto, sin duda, no fue algo que llevara de buena manera una persona del carácter de Emily, que era profundamente reservada con sus cosas y que no llevaba en absoluto nada bien que alguien invadiera su intimidad en tan alto grado. Charlotte se sorprendió de la tremenda calidad de los poemas de su querida hermana, que escribía de una manera absolutamente original. Además, a este nuevo hallazgo se unió Anne, que también compartió sus poemas. Charlotte, de repente, sintió la necesidad de que los poemas de sus dos hermanas, así como los suyos propios, fuesen publicados en un volumen conjunto. Como uno se puede imaginar por cómo era Emily, ésta se negó rotundamente; sin embargo, después de mucho insistir —por otros hechos, sabemos que Charlotte tenía una capacidad bastante fuerte de convencer sobre aquello que quería—, consiguió que Emily accediera. El requisito que ponía ella, eso sí, era el de que se publicaran bajo seudónimo. Así que, finalmente, se decidieron a llevarlo a cabo bajo los nombres de Currer Bell —Charlotte—, Ellis Bell —Emily— y Acton Bell —Anne—.
 
La utilización de estos apodos también pretendía evitar que el hecho de ser mujeres pudiese llegar a ser un impedimento a la hora de que sus escritos se publicaran y, sobre todo, buscaba que se las tomara en serio y se atendiera únicamente a lo escrito y no a quién lo había escrito (cuestión que molestaba especialmente a Charlotte, como podemos observar en algunas de sus cartas). Sin embargo, esto no era algo nuevo para ellas: la presencia de seudónimos siempre había sido algo muy recurrente dentro de la familia Brontë. De algún modo, no sólo funcionaban como un juego para el lector, que no podía poner prejuicios sobre el que escribía, al desconocer quién era e, incluso, cuál era su sexo, sino que también les servía para ocultar sus escritos a su padre, el párroco de Haworth. Esto, que podría parecer en cierto sentido extraño, no lo era en absoluto: las historias de Angria estaban muy alejadas de ser historias sensibleras o de ingenuas aventuras; estando repletas, más bien, de traiciones, incestos, hijos ilegítimos, matrimonios malavenidos, y desarrollándose, además, en los bajos fondos, en los prostíbulos, en las tabernas y en sitios de mala muerte. De hecho, sorprende que este universo, con todos esos ambientes oscuros, hubiese sido creado por unos jóvenes de tan corta edad. Sin embargo, esto demostraría que su inocencia no era tal y que estaban muy puestos en toda aquella mala vida que rodeaba a ciertos individuos. El hecho de estar aislados en un lugar como la rectoría no era razón para que no supieran todo lo que había ahí fuera; contradiciendo de lleno esa idea ingenua y naif que se puede tener de la familia Brontë antes de profundizar en ella. Esto se explica, en buena medida, al reparar en que eran niños muy acostumbrados también a leer los periódicos y a hablar de política —resulta interesante la anécdota de que se pudiera discutir con Maria, la hermana mayor de los Brontë, a la edad de 6 años, sobre todo tipo de cuestiones políticas, ya que estaba completamente al tanto de todo lo que ocurría; así como la increíble predilección que sentía Charlotte por el duque de Wellington o Branwell por Napoleón Bonaparte—. Aun así, su mayor disfrute venía de la mano de “Blackwood’s Magazine”, una publicación mensual muy vanguardista donde escribían autores como Thomas De Quincey, Coleridge, Wordsworth o lord Byron, el favorito de todos los hermanos. Además, desde bien pequeños estaban acostumbrados a leer libros de muy diversa índole; ya que, para ampliar los que ya tenían en casa, acudían también a la biblioteca del Instituto de Mecánica, situado en Keighley, cargando con ellos durante varios kilómetros. Este afán por la lectura se traducirá años más tarde en el envío de libros por parte de su editor, costumbre ésta que Charlotte adoraba y por la que se mostraba enormemente agradecida.
 
Por eso, a pesar de la apariencia de aislamiento y de régimen estricto que parecía que reinaba en la rectoría, lo cierto es que estos niños tenían una cultura muy amplia en casi todas las materias, además de una increíble disposición a aprender. Su infancia fue tremendamente diferente a la de muchos niños de la misma época —y, por ende, también sus juegos e intereses—; pero, a pesar de todo —o, quizá, gracias a ello—, eran felices, no pedían demasiado y les bastaba con el hecho de estar juntos. Esto explica, en buena medida, la imperiosa necesidad que tenían todos siempre de volver a Haworth, al hogar familiar, a la cocina con Tabby y a charlar alrededor del fuego. De hecho, más tarde, cuando las hermanas empezaron a escribir sus primeras novelas, se reunían en el salón, después de todos sus quehaceres, y daban paseos de un lado a otro presentando sus fragmentos y discutiendo entre todas sobre ellos. Esta costumbre, que tenía lugar cada día, les resultaba de lo más agradable, y su falta fue una de las que más echo de menos Charlotte cuando fue la única hermana superviviente en la rectoría, los únicos pasos que se oían en la sala eran los suyos propios, y ya no tenía interlocutoras con las que cotejar sobre aquello que había escrito.
 
Pero, antes de que dieran el paso de tomarse en serio lo de ser escritoras, todavía les quedaba pasar por Bruselas. Cuando aún pretendían llevar a cabo el proyecto de abrir el colegio, consiguieron que la tía Branwell, que no tenía tampoco fama de ser la más generosa, les diera dinero para ayudarlas con las reformas que se necesitarían hacer en la rectoría para adaptarla como escuela. Sin embargo, dado que no tenían aún grandes conocimientos, y como algo que les facilitaría ser mejores profesoras, se planteó la posibilidad de que fueran a Bruselas. Además, en ese momento estaban también allí estudiando Mary Taylor —la amiga de Charlotte— y su hermana Martha. Tras hacerle ver a la tía Branwell que esto consistía en una inversión de futuro, Charlotte consiguió convencerla. Sorprendentemente, también la acompañó Emily. Esta estancia tiene su relevancia, pues Charlotte se enamorará de su profesor, el señor Heger. Él se percató pronto de lo inteligentes que eran sus nuevas alumnas, y adoptó diferentes ejercicios para ellas, que mostraban una gran capacidad de imaginación y de escritura. Tras su vuelta a Haworth —a raíz de una enfermedad grave de la tía Branwell, que acabó muriendo antes de que llegaran sus dos sobrinas mayores—, Charlotte escribe a Heger cartas de lo más comprometidas, que dejan entrever claramente su amor por él. El problema es que Heger estaba casado. El descubrimiento de las cartas de Charlotte por parte de la señora Heger complicó la relación entre ambas más tarde, cuando Charlotte volvió a Bruselas para continuar con su educación tras la insistencia del señor Heger, que mandó una carta a Patrick aludiendo a las bondades de sus aplicadas hijas. El amor desesperado y, en apariencia, no correspondido de su profesor la provocó momentos extremadamente tristes. Como ya os podéis imaginar, no es casual que su primera novela se llamara “El profesor”. Sin embargo, en “Vida de Charlotte Brontë”, Elizabeth Gaskell no hace prácticamente alusión a este hecho. En su libro no aparecen extractos de estas cartas completamente atormentadas de Charlotte; y no era por desconocimiento, pues, al realizar su biografía, se había reunido con el señor Heger, y él le había enseñado las cartas de su alumna.
 
Leyendo otras biografías —en mi caso, “El gabinete de las hermanas Brontë: Nueve objetos que marcaron sus vidas” e “Infernales: La hermandad Brontë”—, uno descubre que la de Gaskell —“Vida de Charlotte Brontë”— buscaba ser escrita para resarcir de alguna manera el oscuro abismo en el que había sido introducido la familia Brontë; y es que, a raíz de la muerte de Charlotte, medios sensacionalistas quisieron meter el dedo en la llaga y ahondar en aspectos oscuros o morbosos de su vida privada; a lo que había que sumar el declive de Branwell, que tampoco había pasado desapercibido en su momento. De esta manera, uno entiende por qué ella no quiso dar cuenta de las fogosas cartas que había escrito Charlotte a su profesor. Pero esto, como acabamos de señalar, no se hizo en absoluto por una cuestión de ignorancia, sino por no contradecir la imagen que ella misma buscaba resaltar con su biografía: la de una Charlotte abnegada y sacrificada durante toda su vida. Al descubrir eso, uno no puede evitar tener la tentación de investigar cuántas cosas más pudieron ser puestas a una luz más amable de la estrictamente real, para, precisamente, reincidir en dicha imagen idealizada, capaz de conseguir redimir a la familia Brontë. Aun con todo, la biografía de Gaskell resulta un documento muy interesante de leer, quizá no tanto por la veracidad de todo aquello que cuenta —en “Infernales: La hermandad Brontë”, Laura Ramos la acusa de exagerada o de poco preocupada por la verdad, a la que pone en un segundo plano para confirmar su presunta imagen de Charlotte—, pero sí por las múltiples misivas que aparecen de Charlotte, algunas de las cuales yo sólo he leído ahí; como, por ejemplo, una muy curiosa en la que se muestra crítica con el utilitarismo de John Stuart Mill —encarnado, en ese caso, por su mujer, Harriet Taylor Mill—, del que destaca su considerable frialdad; u otra en la que expresa un sincero rechazo hacia las novelas de Jane Austen —aun siendo consciente de la buena consideración de la que esta escritora gozaba—. A su vez, otra de las virtudes de esta biografía es su tono novelado, que la hace muy amena y agradable de leer, dejando entrever con facilidad que quien la escribe es una autora de novelas y no una mera biógrafa.  
 
La novela “El profesor”, como hemos comentado antes, no tiene el éxito esperado. Sin embargo, Charlotte finaliza “Jane Eyre”, que será la novela que definitivamente le otorgará una gran fama; a diferencia de lo que ocurrirá con sus hermanas, que, en cambio, jamás llegaron a vivir en sus propias carnes semejante notoriedad en relación con sus novelas. Cuando tanto “Jane Eyre” como “Cumbres borrascosas” (1847) y “Agnes Grey” (1847) —considerada como una especie de autobiografía; como se dijo también más tarde sobre “Villette” (1853), la última novela de Charlotte— estuvieron terminadas, decidieron probar suerte otra vez con las editoriales. Finalmente, “Jane Eyre” fue publicada por Smith & Elder, mientras que las de Emily y Anne fueron publicadas, en un solo volumen, en la editorial Newby. Desde luego que el éxito de “Jane Eyre” desbordó completamente los límites de lo esperado, provocando que las otras dos novelas pasaran desapercibidas o fuesen concebidas como oscuras y como retratos lúgubres de la naturaleza humana —especialmente “Cumbres borrascosas” y, más tarde, también “La inquilina de Willhelm Hall” (1848), la segunda novela de Anne—. A su vez, ambas editoriales distaban de manera notable: así como la de Charlotte fue muy cuidadosa con la edición, además de contar con un editor —George Smith— con el que Charlotte, a partir de entonces, compartiría mucha correspondencia —al principio, de una manera cordial, pero, más tarde, en calidad de amigos—; la editorial de sus hermanas había sido excesivamente poco atenta con la edición, además de no haber incluido las correcciones que se habían señalado.
 
De cualquier manera, lo que es indiscutible es que generaron bastante expectación sobre quién estaba detrás de los seudónimos; de hecho, a veces incluso se creyó que era una misma persona (un episodio relacionado con esto provocó que Charlotte y Anne tuvieran que viajar a Londres para desmentirlo, rompiendo así con el anonimato de cara a sus editores, pero rogándoles que se siguiera manteniendo en secreto para el resto del mundo). Sin embargo, este afán por ocultarse no se reducía únicamente a las personas alejadas de su entorno, sino que también incluía a las más cercanas. De hecho, los adultos de la rectoría desconocían todo lo que se estaba cociendo en ella. Charlotte sólo le enseñó “Jane Eyre” a su padre cuando ésta ya estaba publicada y había cosechado buenas críticas. Pero no sólo eso, sino que tampoco le contó a Ellen en qué andaban metidas las tres hermanas hasta mucho tiempo después; y eso que se escribían con bastante frecuencia. Incluso cuando los rumores de que ella era la escritora de “Jane Eyre” empezaron a correr como la pólvora, y Ellen le preguntaba directamente sobre ellos, Charlotte contestaba negándolo y muy molesta por la difusión de semejantes barbaridades. Eso sí, aun cuando le costó mucho convencer a Emily, consiguió que le dejara decírselo a Mary Taylor, a la que se lo contó mucho antes que a Ellen. Si bien es cierto que probablemente viera más a Ellen que a Mary Taylor, que emigró a Nueva Zelanda con su hermano, esto que acabamos de narrar, unido al hecho de que Mary Taylor quemara las cartas y Ellen no, nos da una idea de que tenía diferente tipo de relación con ellas o, al menos, que confiaba más en una que en la otra.

Volviendo otra vez a Branwell, hay que decir que sus adicciones se van acrecentando cada vez más. Pero el punto de no retorno se produce cuando empieza a tener relaciones, en calidad de amante, con Lydia Robinson, la mujer de la casa —Thorp Green— en la que trabaja como profesor, y donde también estaba Anne de institutriz. Se enamora locamente de esta mujer y, a pesar de que sabe que aún no puede estar con ella libremente, es consciente de que a su marido no le queda demasiado tiempo de vida —está enfermo por aquel entonces—; y, en su ingenuidad, cree que, cuando fallezca, podrá vivir su amor con Lydia sin tantas dificultades de por medio. Sin embargo, nada de eso ocurre. En la herencia, su marido, tras descubrir la aventura de su mujer con Branwell, la impide ver al joven si quiere recibir la cantidad que le corresponde. Sin duda, Lydia antepone el dinero a Branwell, que, desde entonces, entrará en un bucle sin salida de alcohol, opio —se dice que las “Confesiones de un inglés comedor de opio” (1821), de Thomas De Quincey, tuvieron algo que ver en esto— y alucinaciones. Su caída en desgracia ocurre de manera paulatina, aunque sin dejar nunca de escribir, y su estado de salud queda gravemente perjudicado, terminando por morir el 24 de septiembre de 1848, a la edad de 31 años. Esto inicia un curso de acontecimientos posteriores de lo más oscuros, en un período que no alcanzará los nueve meses. Emily cae enferma poco después, y su estado de salud empeora por momentos. Sin embargo, a pesar de la insistencia de Charlotte, se niega a ver a un médico y a recibir ayuda o cuidados de sus hermanas. En el mismo día de su muerte, el 19 de diciembre de ese mismo año, le comenta a Charlotte que, en el caso de que pidiese un médico, ahora sí accedería a verle. Sin embargo, ya es demasiado tarde. Morirá a las pocas horas. Tenía 30 años. Su perro, Keeper, vivió su particular luto tumbándose durante días frente a la puerta de la habitación de su querida dueña.
 
Como no podía ser de otra manera, la muerte de su hermana Emily fue un tremendo golpe para Charlotte, que sentía un amor muy fuerte por ella. Pero aún la cosa tenía margen de empeorar. Al poco tiempo, Anne cayó también enferma. Lejos del temperamento rudo y reservado de Emily, la pequeña Anne se dejó cuidar por Charlotte de la manera más serena y tierna posible —su carácter, sin duda, era el más apacible de los tres—; pero fue en vano. Antes de que la cosa fuese irreversible, Anne expresó con insistencia su deseo de ir a la playa de Scarborough, lugar donde estuvo con los Robinson cuando estaba de institutriz en su casa, y sitio que adoraba. Además, el médico aconsejó el mar para su estado de salud. A pesar de las reticencias de Charlotte, que veía claramente la debilidad del estado de Anne y lo que podría suponer un traslado de dichas características, finalmente accedió (después de que Ellen le enseñara una carta que la propia Anne le había mandado pidiéndole por favor que la acompañara a Scarborough). Acabaron yendo las tres. Fue un viaje en el que Anne estuvo casi extasiada todo el tiempo y muy feliz. Aun así, terminó muriendo allí, el 28 de mayo de 1849, a los 29 años, donde fue enterrada en una ceremonia a la que sólo asistieron Ellen y Charlotte. Para evitar gastos, pero sobre todo por un cierto temor a que el traslado no se hiciera de la mejor manera, se ofició el entierro en el mismo sitio donde había cesado de vivir (la ausencia de un deseo explícito por parte de Anne también favoreció esta circunstancia); convirtiéndose, de ese modo, en la única de la familia Brontë que no está en el cementerio de Haworth. A raíz de estos trágicos acontecimientos, Charlotte se queda sola con su padre en la rectoría, y su tristeza no puede ser mayor. Le cuesta mucho seguir con “Shirley” (1849), un libro que había comenzado antes de que las tres muertes se sucedieran de una manera tan repentina, rápida e inesperada; pero acabará por terminarlo, a pesar de la dificultad, y sobreponiéndose a la soledad y al dolor. Su relación con Ellen se vuelve cada vez más estrecha, cumpliendo ésta de alguna manera con ese favor que le pidió Anne de que, si ella faltaba, se comportase como una hermana para Charlotte, a la que fueron dirigidas sus últimas palabras: «Ten valor, Charlotte, ten valor».  
 
Los viajes de Charlotte a Londres a ver a su editor, George Smith, se van sucediendo, y ahí descubre cosas a las que no está nada acostumbrada: ve algunos de los cuadros que ansiaba visitar, asiste a espectáculos, frecuenta cenas… Sin embargo, su carácter tímido, retraído y huidizo a todo tipo de atención complicó siempre este tipo de encuentros, sobre todo cuando alguien desconocido hacía su aparición en escena —y, especialmente, cuando encima era algo inesperado y espontáneo—. Estas situaciones le provocaban largos dolores de cabeza y un gran malestar. Sin embargo, George Smith, que conocía ya su carácter, se comportó con ella con mucha delicadeza, haciéndola sentir siempre cómoda. En alguna de estas estancias llegó a visitar el Palacio de Cristal, construcción motivada por la Gran Exposición, celebrada en Londres en 1851. Aunque hubo cosas que le gustaron, no dejaba de resultarle algo excesivo, tal y como le escribió a su padre (no podemos obviar la forma en la que ella se había criado y su constante apuesta por la sencillez, aplicada también a su manera de vestir). A su vez, realizó con su editor un viaje a Escocia, país que le apasionó, y donde visitaron Edimburgo, lugar en el que había nacido Walter Scott, uno de los escritores a los que más apreciaba. A pesar de eso, sus amigables cartas y encuentros empezaron a tambalearse a raíz de la publicación de “Villette”, donde claramente uno de los personajes estaba inspirado en George Smith, que quedó absolutamente decepcionado con el giro de los acontecimientos que se habían producido en la novela; pues eso implicaba que la posibilidad de un afecto más íntimo entre él y Charlotte quedaba totalmente descartada. De este periodo también cabe hacer alusión a sus encuentros con Thackeray, con el que estableció una peculiar relación.
 
En otro orden de cosas, el coadjutor de su padre, Arthur Bell Nicholls, le declara su amor a Charlotte, pidiéndole que se case con él (ya había tenido otras proposiciones a lo largo de su vida, entre ellas, la del hermano de Ellen, Henry Nussey). Esta noticia no es en absoluto bien recibida por Patrick, que se muestra absolutamente en contra de que se produzca dicho matrimonio: teme que él quiera estar con ella por su fama y cree que se merece a alguien mejor. Charlotte, por no dar el disgusto a su padre, accede a declinar su propuesta. Sin embargo, siente ciertos remordimientos; además, sabe que probablemente nadie más vaya a quererla, y menos a estas alturas —la certeza con la que ella siempre dijo que estaba segura de que sería una «solterona» resulta muy relevante, pues es posible que lo creyera, no tanto porque no quisiera casarse o no deseara ser amada, sino porque su supuesta fealdad era algo que la atormentaba en buena medida y que tenía excesivamente presente; siendo, en ocasiones, muy dura e injusta con su propia persona—. Tras el rechazo, Arthur Bell Nicholls se encuentra absolutamente perdido y decaído; sigue profundamente enamorado de Charlotte, pero sabe que no tiene posibilidades con ella. Además, todo este episodio dificulta su relación con Patrick. Sin embargo, en un cierto punto, Charlotte y Nicholls empiezan a intercambiar correspondencia a escondidas. De cualquier modo, esta mentira no duró demasiado tiempo: Charlotte se lo confesó a su padre, que finalmente accedió para que se casaran. Patrick no acudió a la ceremonia —aduciendo indisposición—, y sólo lo hicieron la señorita Wooler —su antigua profesora en Roe Head— y Ellen. Pasaron su luna de miel en Irlanda, donde conoció a los parientes de su marido. Se la notaba feliz y experimentando cosas que no había vivido hasta ese momento. Sin embargo, no podemos dejar de señalar que el señor Nicholls no dejaba que Charlotte escribiera sus cartas libremente y en la intimidad, controlando cada una de las misivas que iban a parar a manos de Ellen (a la que pidió que las quemara —sin éxito—, amenazando con cesar la correspondencia entre las amigas); de ahí que el contenido de esas últimas epístolas tampoco lo podamos tomar como una fuente demasiado fiable de cómo estaba ella realmente. Pero el destino trágico de los Brontë volvió a hacer su aparición: Charlotte entró en un período de reiterados vómitos, fuertes malestares, náuseas, etc. Acabó muriendo el 31 de marzo de 1855, a la edad de 39 años (prácticamente nueve meses después de la ceremonia de su boda, que se había oficiado el 29 de junio del año anterior). Aunque en ese momento se señaló otra causa, lo cierto es que más tarde se observó que fue provocado por un supuesto embarazo, bajo un trastorno que hoy conocemos con el nombre de hiperémesis gravídica o toxemia del embarazo. Arthur Bell Nicholls se quedó en la rectoría, tal y como dijo que lo haría, hasta que Patrick murió, 6 años después, a la edad de 84 años; siendo, paradójicamente, el último en hacerlo de toda la familia.
 
De algún modo, que una persona como Charlotte, que, a pesar de no poderlo evitar, no se sentía demasiado cómoda con su timidez, fuese la que precisamente acabó disfrutando de cierto éxito en vida resulta algo más coherente con su naturaleza que si hubiese ocurrido, por ejemplo, con su hermana Emily, que era excesivamente reservada y huraña, sin importarle lo más mínimo lo que pensaran los demás de ella. De hecho, exceptuando a su familia, prefería relacionarse con los animales antes que con las personas. Eso explica que Charlotte fuera la más mandona y la que solía querer organizar las cosas, mientras que sus dos hermanas pequeñas se mostraban más despreocupadas. Así como Emily no sentía ningún tipo de afán de aparentar, en Charlotte siempre se aprecia una ligera incomodidad en relación con su propio carácter y forma de ser. En ocasiones parece que habría deseado ser más sociable, cosa que a Emily no la preocupaba lo más mínimo. Esto también explicaría algunos de sus viajes, mucho más numerosos que los de sus hermanas. Si bien es cierto que, cuando en un momento dado su amiga Ellen viaja a Londres, Charlotte se posiciona desde una visión un tanto estricta, pues cree que la gran ciudad va a corromper a su compañera de correspondencia, a medida que avanzan los años, y ella tiene que trabajar de institutriz —en contra de su voluntad— porque tiene que llevar dinero a casa, vamos viendo cómo se abre una brecha cada vez mayor entre su vida y lo que a ella le gustaría que fuera. Sin embargo, lo interesante de todo esto es el perpetuo conflicto que se da en Charlotte entre su deber y sus aspiraciones. Y, de hecho, es ese constante tira y afloja el que la hace llevar una vida incómoda, en la que el dolor atraviesa cada esquina y cada hueco. Ella sabe que no va a dejar de hacer lo que tiene que hacer —porque tiene un estricto sentido del deber—, pero eso no quita para que nunca se acabe de sentir a gusto con ese destino. Su genialidad desborda los parcos límites que le había marcado la sociedad de su época —y, muy especialmente, su hogar familiar—, y eso es algo que jamás llegó a aceptar de buena gana. A diferencia de ella, el retrato que se hace de su hermana Emily es un tanto diferente: no parece tener interés en conocer la gran metrópoli y, sin embargo, su salud se ve sustancialmente mermada cuando abandona los páramos en los que se ha criado. Parece, como ya ocurrió en su momento con Jane Austen, que el lugar que se le había asignado no chocaba tanto con su carácter y que, por ello, su capacidad como escritora no se veía condicionada de tal manera como en Charlotte.

En un principio, este artículo pretendía ser una mera introducción de los que le iban a seguir más adelante (tres análisis dedicados a la principal obra de cada una de las hermanas); pero, al final, por el inesperado interés que me ha despertado la historia de los Brontë, de la que apenas conocía algunos detalles, ha quedado algo más largo de lo previsto. Aun así, hay muchas cosas que han faltado por decir, principalmente por el inevitable límite de tiempo y espacio, y por no abusar —más aún— de la paciencia del lector. La buena noticia es que este texto no es definitivo, y siempre será susceptible de poderse mejorar en un futuro o hacer otro que complete ciertos datos o anécdotas que no han podido ser narradas aquí. De cualquier modo, espero que al menos haya servido para generar curiosidad y para revertir cierta imagen bucólica que se suele tener de ellos; pues, lejos de una existencia decimonónica apacible y romántica —en el sentido cursi de la palabra—, la vida de la familia Brontë estuvo repleta de momentos muy trágicos y complicados. Aunque ellas jamás se podrían haber imaginado el éxito que alcanzarían tiempo después, lo cierto es que Charlotte sí que pudo saborear cierta fama en vida, a pesar de lo reacia que era a cualquier tipo de adulación (le exigía siempre a su editor que le mandara, no sólo las buenas reseñas de sus libros, sino, sobre todo, las malas); prefiriendo, por mucho, el pasar desapercibida, antes que el ir de reputada escritora (baste, por ejemplo, esa anécdota en la que, tras una conferencia, Thackeray dijo lo suficientemente alto como para que lo oyera todo el mundo: «Madre, te presento a Jane Eyre», y ella se sintió muy molesta e incómoda). Charlotte sabía que tenía talento —que todas ellas lo tenían—, y su único objetivo era aprovechar ese don que le había sido dado; pero no con afán de llamar la atención o de frecuentar círculos de literatos conocidos, sino porque realmente creía que tenía algo valioso que contar. Y el tiempo, finalmente, acabó dándole la razón.

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