El cine actual: la «secuelitis» o el desierto del talento
Venimos comprobando que, desde hace un tiempo a esta parte, la cantidad de secuelas, precuelas, reinicios y demás refritos aumentan en una proporción asombrosa respecto a las viejas historias que solíamos ver en la gran pantalla. Esta es una tendencia que recorre todas las artes e incluso gran parte de los productos: desde películas a juegos, pasando por series y reediciones de viejas consolas en miniatura, que terminan por colmar el panorama consumista. Además, se da una cierta tendencia fetichista en sectores todavía elitistas de, por ejemplo, sacar cámaras a precios desorbitados, restando características artificialmente dentro de lo que la propia tecnología ofrece. No olvidemos tampoco esa predilección tan delicada, si se toma en serio, de las adaptaciones: habiendo quedado atrás las versiones cinematográficas de libros, ahora parece que cualquier historia puede peregrinar por el espectro consumista sin ningún tipo de precaución o cuidado. ¿Y por qué ocurre todo esto? Se podrían discriminar tres facetas íntimamente relacionadas: primero, estaría el peso del mercado; después, el peso de la tecnología; y, por último, la vulgarización del hombre masa.
El peso del mercado resulta lo más fácil de ver, dado que por algo se llama a todo “industria de”. Nos encontramos en un mundo consumista en el que se produce lo que se consume. Teniendo en cuenta que el capitalismo está totalmente implantado a nivel global, aquello de hacer arte o buscar cualquier otro fin fuera de la ganancia económica cada día se convierte más en una excentricidad difícil de llevar a cabo. Si esto lo juntamos con un creciente desarrollo tecnológico en el que prima la cantidad sobre la calidad, siempre nos vamos a encontrar con que las tecnologías más punteras son las más caras, disparando el coste económico de cualquier proyecto que quiera competir en un panorama capitalista. Y, para terminar, nos encontramos con lo más importante; dado que no deja de ser el telón de fondo sin el cual todo lo aquí planteado sería una soberana estupidez: el hombre masa está cada vez más acostumbrado a hacer pivotar su vida alrededor del consumo de una variedad de banalidades cada vez mayor, tanto en cantidad como en variedad. Una vez se va vulgarizando, este hombre masa va perdiendo su capacidad de crítica respecto a los bienes que desea y compra, cayendo cada vez más en el fetiche de las modas y las tendencias. Al mismo tiempo, siempre está regido por la ley del mínimo esfuerzo, con la salvedad, cada vez más sagrada, de ese esfuerzo constante que se emplea para conseguir dinero. Todo esto se produce en un ciclo infinito y creciente: cada vez trabajamos más por menos, para después gastar lo ganado en banalidades fetichistas que satisfagan nuestra sed de placer. Por lo tanto, pagar por algo complicado de disfrutar, como una obra genuinamente artística que no se deja entender a través de nuestras facultades de encefalograma plano, resulta algo difícil de justificar en estos tiempos; pues, tal como venimos apuntando, el ocio se vende como meramente placentero. ¿Trabajar más? Nunca; o sí, pero meramente para ganar dinero y luego gastarlo en cosas que no necesitamos y que pronto reemplazaremos por otras nuevas.
Partiendo de esto y considerando que para valorar una realidad se necesita necesariamente compararla con otra, resulta claro que el cine palomitero no siempre ha funcionado exactamente desde estas coordenadas. De hecho, por ejemplo, la edad de oro y de plata del cine norteamericano, que es fundamental, pues desde el poder que tenía se gestaron las tendencias que luego serían globales, resulta extremadamente diferente a lo que se hace ahora. Tomando como referencia la edad de plata, que es la que más conozco y, para centrar el asunto, podemos preguntarnos en qué se diferencian “Taxi Driver” o “2001” de toda la parafernalia actual. Fundamentalmente, en que son muchísimo más baratas comparadas con las películas que se hacen hoy y, también, en que están hechas para un mundo aún no tan banalizado, vago y fetichista. La obra de Martin Scorsese hubiera costado hoy en torno a 6 millones de dólares y la obra de Stanley Kubrick cerca de 87 millones; si esto lo comparamos con la última de «Los vengadores», que ha costado en torno a 350 millones, o con “La forma del agua” y sus 19 millones, podemos hablar de que en mediasproducciones se ha triplicado el coste y en superproduciones se ha cuadriplicado. De esta manera, lo que se busca es que se multiplique igualmente la recaudación en taquilla para que la productora pague los proyectos. Teniendo en cuenta que, aun siendo mucho más ricos que antaño no es lo mismo cuadriplicar 10 millones que 100, el riesgo de cara a los inversores es mayor y, por lo tanto, la apuesta segura por historias ya conocidas es una estrategia ganadora. Al mismo tiempo, si tenemos en cuenta la banalización del hombre masa en los últimos cincuenta años y su fetichismo por lo fácil y lo bombástico, las cuentas salen redondas.
La tiranía del marketing asegura que es mejor una historia genérica conocida llena de efectos especiales de última tecnología que una historia nueva, arriesgada, pero potencialmente interesante. Esto es lo que quiere el público y lo que funciona. Pensar otras cosas, además de ir en contra de la rentabilidad, puede ser hasta peligroso; porque claro, no hemos tocado el tema de la infantilización de la sociedad, que queda para otro artículo. Lo que está claro es que, si uno piensa y es original, las posibilidades de ofender a alguien aumentan; y, con el yugo de las redes sociales, sólo caben aquí las microproducciones casi caseras. Parece que no está cerca una nueva edad brillante en el arte, pero intentaremos por lo menos entender por qué esto está derivando de este modo y ver si sirve de algo.
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