En defensa del tiempo libre y las vacaciones. Por el derecho a la pereza. Primera aproximación.
Ahora que se acerca el verano y es el mejor momento para tomarse unas vacaciones, huyendo del estupor que producen las altas temperaturas, conviene que nos dediquemos unos instantes a reflexionar sobre el sentido de darse un tiempo para la más absoluta ociosidad. Casualmente, hace poco, siguiendo la recomendación de alguien a quien valoro intelectualmente, me he terminado de leer “El arte y la ciencia de no hacer nada: el piloto automático del cerebro”, de Andrew J. Smart. Creo que este libro puede ser un apoyo imprescindible para todos aquellos que necesitan el aval de lo ‘demostrado científicamente’ para tomarse algo en serio. Pero antes de llegar a las razones biológicas que respaldan la defensa de no hacer nada (en un mundo que nos pide justo lo contrario), vamos a hacer una pequeña reflexión para ver si, quizá, esta idea es mucho más antigua y evidente de lo que a los ojos actuales nos parece.
Se suele decir que la filosofía necesita del aburrimiento; necesita de la calma y del sosiego; necesita de un tiempo holgado sin la presión de hacer algo. Entre otras cosas, esa es la razón por la cual el sabio necesita que el esclavo mantenga la cuadra. Es indispensable superar (ya el cómo es otra cosa) el estado de tensión supervivencial para que la reflexión profunda (esa que no versa sobre medios sino sobre fines) tenga lugar. Por algo los pensadores clásicos defendían la contemplación como vía fundamental para conocer la verdad. Si uno está pendiente de responder ese correo electrónico que acaba de llegar o de atender la última notificación del móvil de la misma manera que el primitivo hambriento está al acecho de una presa, no hay espacio para meditar. También esta idea aparece en el «Tao Te King»; entre otros lugares, en el capítulo LX (XVI), que dice lo siguiente:
«Alcanzar la vacuidad es el principio supremo,
conservar la quietud es la norma capital;
en medio del profuso despliegue de los diez mil seres,
pueda yo contemplar su permanente retorno.
Innumerable es la variedad de los seres,
mas todos y cada uno retorna a su origen.
Eso se llama quietud.
Quietud,
es retornar a la propia naturaleza.
Retornar a la propia naturaleza,
es lo permanente;
conocer lo permanente,
es la iluminación;
si no conoces lo permanente,
en tu ciego obrar hallarás la desgracia.
Sólo conociendo lo permanente, se puede abarcar todo;
sólo abarcándolo todo, se puede ser ecuánime;
sólo siendo ecuánime, se puede regir el mundo;
sólo rigiendo el mundo, se puede alcanzar la unión con el cielo;
sólo unido al cielo, se puede alcanzar la unión con el dao;
sólo hecho uno con el dao, se puede perdurar.
Hasta el final de sus días, libre se verá de peligro.»
Esta defensa del no hacer nada no sólo la encontramos en autores clásicos de toda índole, sino que también está en el origen de la ciencia moderna (con Newton) y es el secreto de la poesía de Rilke; pudiendo rastrear hasta Einstein el afán de encontrar las virtudes de estar tiempo dedicados a la ociosidad. Pero dado que de ejemplos no vive el hombre, vamos a intentar dar sentido a esta sospecha de que en la ociosidad está la clave de todo quehacer humano que merezca realmente la pena.
De alguna manera, ya hemos mencionado en algún artículo que los animales salvajes se encuentran siempre en una situación de potencial peligro, dado que rara vez evitan ser el alimento de un depredador. Se ven obligados a estar siempre respondiendo al entorno y a no dejar de hacer cosas, en tanto que su supervivencia depende de ello. En esta tarea se han vuelto verdaderos especialistas, pues encontramos en sus comportamientos estrategias extraordinariamente sofisticadas para comer o evitar ser comidos: desde animales que son maestros del camuflaje hasta implacables depredadores, pasando por aquellos que llegan a generar sociedades tan complicadas como un hormiguero. En este sentido, el reino animal está plagado de perfectos especialistas en la supervivencia y con una competencia indiscutible en proseguir su ciclo vital. Pero claro: son competentes especialistas, pero sin comprender. Se limitan a responder, de una manera evolutivamente fijada, a un abanico de estímulos muy estrecho; siendo en las hormigas estrechísimo y en los mamíferos superiores un poco más holgado. Estos últimos ya tienen una gran memoria para retener circunstancias supervivencialmente relevantes, y una capacidad para imaginar y conseguir adaptarse a una combinación mayor de circunstancias; pero, con todo, no escapan a la mera supervivencia y reproducción.
En este sentido, no cabe duda respecto a que el hombre tiene una capacidad inconmensurablemente mayor que el resto de animales, en tanto que no es que pueda responder a una variedad mucho mayor de circunstancias, sino que puede actuar frente a una multiplicidad de estímulos y circunstancias potencialmente ilimitada; y, lo más importante, puede y, de hecho, tiende a actuar y pensar sobre cosas que no están ligadas a la supervivencia. Es cierto que todo el quehacer humano tiene un sentido y es práctico a una escala universal, pero para argumentar y concluir, por ejemplo, que esa fotografía que te ha costado toda una tarde sacar tiene un sentido supervivencial, hay que subir el nivel de complicación y abstracción hasta tal punto que es incomparable con cualquier acción animal que se nos ocurra, como puede ser el canto de un ruiseñor o esas colonias de hormigas que cultivan hongos. Lo primero que hemos asegurado casi nadie lo pondría en duda; salvo los muy posmodernos, claro. Pero lo segundo ya sería más complicado de entender, sobre todo si consideramos que esa capacidad para no hacer nada y estar ocioso es fundamental en el ser humano para alcanzar esa capacidad de actuar potencialmente ilimitada. Además, lo más preocupante es que, si esto es cierto y nos animalizamos retrotrayéndonos a una circunstancia de angustia supervivencial, podremos ver mermada nuestra capacidad para razonar, para pensar con novedad, y para ser imaginativos y dar la talla, como suele hacer la humanidad a la hora de afrontar los problemas.
Una sociedad sin tiempo libre, sin ocio y con cada vez menos vacaciones, está condenada a irse pareciendo a un hormiguero o a un reloj. Cada hormiga, cada engranaje, funciona con una precisión incuestionable, pero indiferente respecto a la coyuntura general; lo que produce que sea más fácil que, a la larga, en situaciones problemáticas, se nos olvide pensar con originalidad y provoquemos que el sistema colapse. La fábrica produce muchos más clavos que el artesano, pero el artesano sabe cómo hacer un clavo y podría adaptar el clavo a una circunstancia nueva. El trabajador, en cambio, sólo sabe dar a un botón y mover una palanca, lo que le condena a hacer siempre eso, sin la posibilidad de comprender qué está haciendo y perdiendo la capacidad de pensar otra circunstancia. Por ahora estamos hablamos a nivel de sociedad, porque a nivel individual está claro que nadie querría que sus hijos fueran hormigas o engranajes, en tanto que todos intuimos que no es algo humanamente provechoso. Lo peor de todo es que esto sería un retrato muy bueno de principios del siglo XX o de las fábricas de tercer mundo, pero no se adaptaría a la tendencia occidental actual.
La ética del trabajo protestante y el taylorismo siguen presentes; lo que ha cambiado es que lo que se le pide al trabajador medio ya no es hacer la misma acción repetitiva, sino volverse una máquina capaz de responder a la infinidad de estímulos variopintos que produce la sociedad tecnológica capitalista actual. Se buscan especialistas profesionales, expertos en estar siempre a la última (al margen del sentido que esto tenga) y, sobre todo, profesionales que estén dispuestos a estar siempre a la caza de esas oportunidades (de manera cada vez más acelerada) para vender y venderse más y mejor. El mundo es global: todos tenemos un móvil y las comunicaciones son instantáneas. Si estás dormido o con el móvil apagado, estás acabado; otro estará despierto por ti.
De hecho, el eslogan que daba el pistoletazo de salida en la última WWDC19 de Apple, después de ver a gente de todos los colores trabajando en el vídeo promocional, era: «Mientras el mundo duerme, tú sueñas.» Es un ejemplo terroríficamente cristalino de esto que estamos hablando, pues es el dogma que mueve nuestro mundo. Y Apple es una de las empresas que mejor trata a sus trabajadores… así que, resulta sencillo imaginar cómo será en Xiaomi o en una ‘nisupu’ cualquiera. Si en Apple se considera positivo trasnochar programando, no podemos imaginarnos lo que ocurre en China. Y no olvidemos que, por lo menos, el trabajador de la vieja IBM, al margen de trabajar 8 horas y luego irse a su casa a descansar, tenía una seguridad y un sueldo todos los meses. La tendencia es que esos felices trabajadores de Apple de todos los colores y de todas las edades y sexos sean autónomos; puede ser que incluso alguno viva tranquilamente siendo su propio jefe, pero una gran mayoría trabajarán días y noches vendiendo aplicaciones clónicas a precio de saldo. Evidentemente, no pican en la mina; pero va apareciendo, cada vez más, una generación de gente que ya no conoce qué es eso de las vacaciones, por culpa de estar sobreviviendo en un mercado laboral cada vez más acelerado y agresivo, sin casi tiempo libre, y sin un momento para pensar más allá de cómo venderse y en qué gastar el dinero que arañan.
Nos sorprendería si nos dijeran que, en la Edad Media, se trabajaba unas 4 horas al día; que era importante tener tiempo para estar en casa o con un amigo; que las fiestas eran sagradas; y que se conocía muy bien el privilegio que era leer tranquilamente un buen libro. Por eso se luchó en el siglo XIX y XX por los derechos laborales, por una jornada digna y por unas vacaciones. La gente aún recordaba lo importante que es dedicarse a todo lo que no es trabajar, lo importante que es no hacer nada y quedar a dar un paseo con un amigo. Y, poco a poco, todo esto se nos está olvidando. Ya lo decía Marx en el primer libro de «El Capital»: en una sociedad avanzada como la nuestra, el objetivo no debería ser producir más y más para ser más y más competitivos, sino reducir la jornada laboral al mínimo para que así la gente pueda dedicar su tiempo a los temas realmente importantes. El proyecto debía ser global y no corromperse; sin embargo, ambas cosas ocurrieron. Caído el muro de Berlín, el destino del fantasma socialdemócrata y del estado del bienestar, al no existir ya enemigo, era desaparecer; como vamos ya comprobando de un tiempo a esta parte.
Sin tiempo libre, sin ocio y sin vacaciones, no podemos disponer del tiempo necesario para pensar con profundidad; sin este tipo de reflexión, todo lo que no sea racionalidad medios-fines se nos va a escapar. El amor, la amistad, la justicia, qué debemos hacer con nuestras vidas, qué es lo bueno y lo malo, lo digno y lo indigno… todas estas cuestiones necesitan de pausa y tranquilidad. Sin este tiempo de ociosidad, todo se terminará midiendo por la máxima pragmatista, es decir, el único valor será el valor en efectivo. El matrimonio, al igual que la amistad y todas las acciones (incluso las más reprobables), serán buenas o malas según convenga o dicte la moda. Si no nos creéis, leed el libro de Andrew J. Smart y comprobaréis que esto no es un desvarío reaccionario tradicionalista, que surge del afán de unos holgazanes chiflados que quieren llevárselo muerto. Existe una cosa neurológica llamada “red neuronal por defecto”, que no es otra cosa que el conjunto de partes del cerebro que se activan cuando nos damos a la ociosidad. Estamos hablando de algo que no es relativo, sino de un sistema biológico que ya lo están estudiando científicos serios.
La verdad de la filosofía y la verdad de la ciencia deben darse la mano, dado que hablan sobre la misma realidad. Llevamos muchos años haciendo oídos sordos a los excesos del racionalismo y el imperio protestante, y puede que nos estemos jugando destruir todo lo humano que merece la pena. Lo peor de todo es que está claro que el marxismo de Engels se fusionó con el modelo chino y que el pastiche maoísta se ha adaptado mejor que nadie al capitalismo protestante…
¿Necesitamos más pistas para ver el problema que se nos está viniendo encima?
Quizá para verlo necesitaríamos parar un poco la máquina, dar un paseo y pensar con tranquilidad qué estamos haciendo.
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