La insondable figura de Jane Austen: una aproximación desde sus biografías
Con este artículo pretendo iniciar un ciclo sobre una de las novelistas por excelencia: Jane Austen. De entrada, aportaré algunos datos biográficos para situarla, pero también dedicaré otro escrito a acercarme a su figura desde algunas de sus cartas. Además, como no podía ser de otra manera, iré dedicando diversos análisis, en los meses sucesivos, a sus distintas novelas, así como a sus primeros textos y a otros escritos menores, que nos permitirán tener una buena perspectiva de sus temas predilectos y de su manera de construir las historias y los personajes. Todos ellos, al mismo tiempo, irán acompañados de otros análisis que abordarán todas las adaptaciones cinematográficas sobre sus obras a las que tenga acceso, en el caso de que las haya, pero también aquellas que ahonden en su vida. Esta vez, cuando sean muchas las películas o series que adapten una misma obra, lo haré de manera separada, y no en el mismo artículo, para evitar que la cosa se haga algo mastodóntica, como ya me ocurrió, por falta de práctica y de organización, con “Jane Eyre” (1847) o con “Cumbres Borrascosas” (1847). Dicho esto, no puedo ocultar las ganas que tenía de embarcarme en este proyecto, que ya rondaba por mi cabeza desde hacía mucho tiempo, y profundizar así en una de las escritoras clásicas más conocidas a día de hoy, quizá no tanto a través de su lectura directa, eso es cierto, pero desde luego sí mediante la gran cantidad de adaptaciones cinematográficas con las que cuentan algunas de sus novelas, inscritas ya en el imaginario colectivo. Sin más dilación, y tras especificar brevemente a qué dedicaré mis escritos venideros, empezamos ya este artículo, que será un acercamiento a Jane Austen desde algunas de sus biografías. En este caso, aquellos libros a los que he acudido son: “Recuerdos de Jane Austen” (1869), de James Edward Austen-Leigh; “Jane Austen: Una vida” (1997), de Claire Tomalin; “Jane Austen en la intimidad” (2017), de Lucy Worsley; y, por último, “Tras los pasos de Jane Austen” (2021), de Espido Freire.
De entrada, y como ya advertí cuando hice esto mismo con la familia Brontë, el acercamiento que haré a la biografía de Jane Austen no podrá sino ser absolutamente acotado. No sólo porque una vida es difícil verterla sobre unas cuantas palabras escritas, sino también, y fundamentalmente, porque uno debe saber el lugar donde está escribiendo y los lectores potenciales a los que aspira. A mí me gustaría que cualquiera pudiera encontrar algo de interés en este artículo, sin ser necesariamente un amante de la literatura de Jane Austen y sin tener especial curiosidad en su figura. Yo reconozco que tengo cierta predilección por las biografías, porque considero que suelen aportar más luz que oscuridad a las obras que trascendieron a esos hombres de carne y hueso. Además, en muchas ocasiones, conocer esas coyunturas que vivieron nos hace valorar más o menos el resultado que se derivó de ellas. Y, en el caso de Jane Austen, desde luego hacen que nuestra sorpresa sea aún mayor. Jane Austen no surgió de la nada ni porque sí —o, desde luego, nunca sólo de ese modo—, sino que se fraguó en un ambiente familiar bastante amplio y con una considerable variedad de profesiones, que hicieron que su vida, aunque no demasiado plagada de grandes acontecimientos, supiera conjugarse con su imaginación hasta encontrar una forma muy particular de volcarse en la literatura, aunque sin dejar jamás de resultar verosímil. A lo largo del artículo, intentaremos hablar de todas esas derivas vitales de las que ella estaba al tanto, pero también de cómo se las ingenió para encontrar la tranquilidad y el tiempo necesarios que requieren la escritura, y quién o quiénes facilitaron y fomentaron que ella pudiera hacerlo; pues es indudable que fue capaz de dejar una producción bastante notable pese a su precoz muerte.
Por empezar esto en algún punto, diremos que los padres de la autora, George Austen y Cassandra Leigh, se casaron el 26 de abril de 1764 en la iglesia de St. Swithin, en Bath. Cassandra provenía de una familia pudiente y mostraba habilidad con la poesía. Su carácter, algo sarcástico y de memorable aspereza, rebosaba ingenio; características todas ellas no muy convenientes para las mujeres de la época, pero que, sin embargo, ella lucía con orgullo. George Austen, por su parte, había tenido que lidiar con numerosas dificultades desde su infancia: él y sus dos hermanas, Philadelphia y Leonora, quedaron huérfanos cuando aún eran muy pequeños, y estuvieron dando tumbos entre unos tíos y otros, haciendo frente a algunas experiencias bastante desagradables, hasta asentarse cada uno con distintos parientes. Él, a raíz de su esfuerzo e inteligencia, consiguió que le becaran para estudiar en Oxford. Uno de los acaudalados tíos de Charles Austen, Thomas Knight, fue el que le facilitó la rectoría de Deane, de dimensiones bastante pequeñas, y, también, más tarde, la de Steventon, a donde se trasladaría en el verano de 1768 con su mujer, sus primeros hijos —James, George y Edward— y con su suegra, Jane Leigh, que no tardaría mucho en morir tras el traslado a su nuevo lugar de residencia, muy diferente al que acostumbraba a frecuentar y sin la inestimable compañía de su marido, que había fallecido poco antes (de hecho, ésta era una de las razones que les había hecho a los jóvenes casarse con cierta presteza, pues de esta manera podía irse a vivir con ellos). Sería ya allí donde nacerían el resto de los hijos del matrimonio —Henry, Cassandra, Francis y Charles— y, por tanto, también Jane, que se convertiría en la única compañía femenina para su hermana (aunque, desde luego, suficiente; pues su estrecho vínculo sería conservado de por vida, sirviendo de maravilloso modelo de la relación fraternal que a todos nos habría gustado tener). Jane se hizo esperar: si bien su nacimiento estaba previsto para unas cuantas semanas antes, finalmente vino al mundo el 16 de diciembre de 1775, un día tremendamente frío, pues coincidió con un periodo en el que las temperaturas habían sido inusualmente bajas y las nevadas muy recurrentes.
Steventon sería, fundamentalmente, un hogar repleto de niños varones: a los numerosos hijos de los Austen habrían de sumarse también diversos alumnos, pues el que fuera un brillante estudiante durante su juventud —el señor Austen— se hacía cargo de su educación en la propia rectoría, donde esos chicos también dormían. Ésa fue probablemente una de las razones que condujo al matrimonio a llevar a sus dos hijas a un internado, que más tarde pasarían a convertirse en dos, extendiéndose su estancia durante un total de unos cuatro años. Les compensaba más pagar por la instrucción de las dos pequeñas que tener que renunciar al espacio que ocupaban en la casa familiar, que podría estar mejor aprovechado si lo utilizaba alguno de los educandos que allí tenían. Hay quienes opinan que la edad que tenía Jane entonces —siete años— era demasiado poca para semejante cambio, pero hay que pensar que las maneras en aquella época eran otras. Como ejemplo de ello, y como muestra de que estaban hechos de otra pasta, cabe señalar el procedimiento que los Austen seguían con sus hijos: los primeros meses se quedaban con la madre en la rectoría, pero, después de ese inicial contacto, eran enviados a la aldea para que les criara una familia, que, a su vez, tenía otros hijos propios. Durante ese período, sus padres les visitaban a diario, pero no volvían a su residencia natal hasta haber adquirido la capacidad de andar y de desenvolverse mínimamente. No sabemos si fue sólo fruto de esta práctica, que ahora nos puede parecer algo tosca e inhumana, pero lo cierto es que la cuestión de la enfermedad se mantuvo bastante alejada de los Austen; a diferencia, en cambio, de lo que ocurrió con la familia Brontë, que, aun siendo algo posterior, tuvo que convivir muy de cerca con unas maltrechas derivas vitales (que, en ese periodo, por otra parte, eran sumamente recurrentes).
De cualquier modo, y como parte de descargo hacia los padres de las criaturas, lo cierto es que Jane era incapaz de separarse de Cassandra, siguiéndola en cada cosa que hacía (cuestión ésta que se mantendría impertérrita a lo largo de la vida de nuestra querida escritora inglesa, y que explica la abundante correspondencia entre las dos hermanas durante sus inevitables estancias separadas); por lo que, a pesar de su corta edad, habría sido complicado negarle el ir con ella. De hecho, como contaba la señora Austen algo resignada: «Si a Cassandra le cortaban la cabeza, Jane no pararía hasta que le cortaran la suya también». Además, a esto hay que añadir que el primer internado al que asistieron estaba llevado por la hermana del padre de Jane Cooper, hija de la hermana de Cassandra Leigh y, por tanto, prima de las dos queridas hermanas Austen (de hecho, también ella era una de las alumnas de la escuela). La estancia en el primer internado, que había tenido lugar sin contratiempos dignos de mención —en esto también encontramos una diferencia sustancial respecto a la pésima experiencia de las hermanas Brontë en Cowan Bridge, más tarde rememorada en la primera parte de “Jane Eyre” a través de la institución de Lowood—, terminó de una manera trágica: las niñas contrajeron fiebres tifoideas, y cuando Cassandra Leigh y su hermana se trasladaron al internado ante el aviso de Jane Cooper a escondidas sobre el grave estado de su prima pequeña —tenían prohibido escribir a sus familiares sobre la epidemia que se había desatado—, la señora Cooper se contagió y terminó muriendo. Sea como fuere, tras esta estancia y la siguiente, que también compartieron las tres niñas, Cassandra y Jane nunca más volverían a tener vivencias similares, ni como alumnas, ni como institutrices —en esto último, como bien sabemos, también las hermanas Brontë corrieron peor suerte—.
De cualquier modo, el hecho de que sus experiencias educativas fuera de casa hubieran concluido para siempre no quiere decir —ni mucho menos— que se quedaran ya estancadas de manera perpetua en Steventon. Si hay algo que sorprende cuando uno se acerca a la biografía de Jane Austen —o al menos a mí es algo que me ha llamado especialmente la atención— es la cantidad de veces que se mueven de un sitio a otro. Es importante que, en este punto, volvamos a recuperar la gran cantidad de hermanos que tenía la escritora: seis varones, y su querida Cassandra. Aquí, además, aparece un problema al que aún no se ha hecho mención y que, sin embargo, es fundamental a la hora de comprender a Jane Austen. Si bien buena parte de los estudios sobre algo suelen estar cargados de intereses espurios, siendo pocas las investigaciones que realmente se preocupan de manera honesta por la verdad, cuando de lo que se trata es de contar la vida de alguien, y no digamos ya si ese alguien ha adquirido cierta fama, la cosa se vuelve aún más peliaguda. Esto, en el caso que nos ocupa, es especialmente paradigmático. Cuando uno lee la biografía de James Edward Austen-Leigh, uno de los sobrinos de la escritora, se queda con una imagen de una Jane idílica, algo así como la tía que a todos nos habría gustado tener: paciente, divertida, con mano para los niños, sin renegar de sus labores cotidianas, humilde, sin ambiciones monetarias sobre sus novelas, etc. Esta aura angelical se rompe en pedazos en cuanto uno sale del núcleo familiar y lee otras biografías, como la de Claire Tomalin, Lucy Worsley o Espido Freire en mi caso, que no dudan en criticar en sendas ocasiones ese afán de ocultación de la familia Austen sobre ciertos asuntos, a la par que cierta hipertrofia de algunas virtudes de Jane, para suavizar algunos aspectos de su carácter menos amables, pero infinitamente más certeros y acordes con su peculiar temperamento. Hay que pensar que esto mismo, que ya ocurría en parte con “Vida de Charlotte Brontë” (1857), de Elizabeth Gaskell, al haber conocido la biógrafa a la famosa escritora en persona, en el caso que nos ocupa sucede de una manera más evidente; y es que, así como las hermanas de Haworth no dejaron descendencia alguna, siendo Charlotte la que cerró la saga familiar con su muerte, Jane Austen, si bien tampoco tuvo hijos, contaba con infinidad de sobrinos, cuyas disputas para llevarse a la escritora a su terreno se han mantenido a lo largo del tiempo.
Este inciso encuentra un ejemplo evidente en el caso del ocultamiento de George, el segundo de la cuadrilla Austen. Desde una edad temprana sus padres detectaron que tenía algún tipo de retraso. En esa época no se sabía muy bien lo que era, pero los estudios recientes suelen asociarlo con la epilepsia. Sea como fuere, George nunca vivió con ellos en Steventon: pronto le trasladaron con una familia, para que cuidara de él, y más tarde acabó viviendo también con su tío Thomas, hermano de Cassandra Leigh, que también había nacido con el mismo problema o con alguno de índole similar. Aunque nunca se le nombra y, en términos prácticos, es como si jamás hubiera existido, al parecer sí se ocuparon de que estuviese bien atendido a lo largo de toda su vida. Quizá nos parezca una determinación sumamente fría, pero lo cierto es que, en ese momento, se desconocía qué enfermedad padecía, aunque sí se recomendaba, como medida beneficiosa para su patología, el disfrute de una vida tranquila, que probablemente no encajaba demasiado bien con un hogar repleto de niños como lo era por aquel entonces Steventon. Además, a esto hay que añadirle otro matiz, que en esa época era sumamente crucial, y que no podemos cometer el error de obviar por nuestros ojos contemporáneos: el hecho de que hubiera un pariente con una enfermedad no identificada podía poner en riesgo el futuro matrimonio de las hijas de la familia —en este caso, Jane y Cassandra—, pues se desconocía si el componente genético jugaba un papel relevante en todo ello (razón que podía haber hecho dudar a los hipotéticos pretendientes, que quizá habrían preferido decantarse por otra mujer antes que arriesgarse a juntarse con alguna de las dos hermanas).
Pero aún faltaba otro niño en la prole, llamado Hastings, que presentaría también dificultades de aprendizaje y que fue incapaz de llevar una vida normal, muriendo a la corta edad de 15 años, pese a los esfuerzos inhumanos y al cariño desbordante de su madre, Eliza, la prima exótica de los Austen (había nacido en Calcuta cuando su madre, Philadelphia Austen, la hermana del padre de Jane, fue enviada a la India para encontrar marido). Este niño, aunque fue fruto de su matrimonio con el conde Jean-François Capot de Feuillide, más tarde sería cuidado por Henry, el hermano preferido de Jane, y que tanto ayudó, tanto a nivel de apoyo como económicamente, para que las novelas de su hermana se publicaran. Eliza y él se terminarían casando tiempo después de que el conde fuera guillotinado pese a sus infructuosos esfuerzos por hacerse pasar por otra persona y salvar su hacienda y su vida. Eliza, que nunca fue absolutamente bien vista por todos los Austen, y que tenía fama de ser afrancesada y de tener gustos algo licenciosos para pasar por una buena cristiana, se llevó siempre muy bien con Jane, con la que mantuvo una estrecha relación a lo largo de toda su vida. Eliza sirvió de inspiración, sin duda, para algunos de los personajes de la conocida novelista, y a ella están dedicadas algunas de sus obras de juventud. Además, en las múltiples representaciones teatrales que preparaba la cuadrilla Austen, ella siempre tenía un papel protagonista —no podemos obviar en este punto cómo los hermanos Austen estaban prendados de ella; aunque, finalmente, como ya hemos adelantado, y a pesar de que James tuvo la oportunidad, terminó contrayendo matrimonio con Henry—. Por desgracia, acabó padeciendo la misma enfermedad que había acechado a su madre años antes —se cree que fue cáncer de mama—, muriendo a los 50 años y tras haber sufrido terribles dolores. Como anécdota curiosa, pero también como reflejo de su carácter, cabe señalar que Jane Austen legó parte de su herencia a madam Bigeon, la enfermera y ama de llaves francesa de Eliza durante tantos años, así como más tarde del matrimonio conformado por Henry y su prima, y que había cuidado de esta última de una manera absolutamente diligente durante su tortuosa enfermedad.
Volviendo al distinto trato que recibieron Georges y Hastings ante enfermedades diferentes, si bien ambas incapacitantes y desconocidas, no podemos pecar tampoco de injustos o ingenuos. Es evidente que los dos casos no pueden compararse de una manera abstracta; pues, de entrada, las circunstancias económicas de unos y otros eran completamente desiguales: así como Eliza dispuso de una gran fortuna, viviendo holgada y cómodamente a lo largo de toda su vida, los Austen eran muchos y nunca tuvieron para grandes lujos. Y, por otro lado, Eliza no tenía sobre la mesa el problema del matrimonio, que muy probablemente sí preocupara a sus tíos respecto a sus dos hijas. Pero, igual que cabe decir eso, tampoco se puede obviar la bondad que se derivó de la actitud de Eliza hacia su hijo, al que adoraba y por el que mostró siempre una paciencia y una esperanza dignas de admiración. Además, semejante actitud, fundada en los hechos, que es lo que verdaderamente importa, pone en evidencia ciertos comentarios hacia su persona, que seguramente muchas veces fueran más bien fruto de la envidia que de cualquier otra cosa. Al fin y al cabo, Eliza era guapa, simpática, inteligente, tenía recursos y siempre hizo, básicamente, lo que le vino en gana. Y, aun así, como ya hemos dicho, tuvo que conllevar mucho dolor y sufrimiento durante su paso por el mundo (de eso no te libran ni el dinero ni el poder, aunque a algunos de los que no los tienen les cueste asumirlo y crean que su vida se solucionaría con simple capital e influencia). No nos recrearemos mucho más en Eliza, pero habría sido injusto no hacer alusión a su peculiar idiosincrasia en una época como la que le tocó vivir, así como al evidente contraste entre ella y su familia por parte de madre —a la que ella, por cierto, quería mucho—. Además, no fueron tantas las personas con las que Jane tuvo un trato más allá de la mera cordialidad y con las que se sentía realmente a gusto; y es que su gran timidez era algo que la había acompañado desde niña y que nunca consiguió superar por completo. Y, sin duda, su singular prima fue una de ellas. Pero tampoco podemos olvidar a sus amigas Elizabeth y Alethea Bigg y Martha y Mary Lloyd (de esta última, sin embargo, se distanció de manera radical cuando precisamente se casó con su hermano James; aunque, cuando Jane ya estaba muy enferma, acabaron reconciliándose, reconociendo la propia escritora que siempre se había comportado como una hermana con ella). Ni tampoco, claro está, a Anna Lefroy, que fue una figura fundamental para Jane Austen, casi una ‘madre postiza’ (al parecer, no se entendía demasiado bien con la que le había tocado en suerte), y cuyo gusto y encanto particular sirvieron para refinar la sensibilidad de nuestra autora. De hecho, su inesperada y temprana muerte, a raíz de un accidente cuando iba montada en su caballo, coincidió con el día del cumpleaños de Jane; fecha que, desde entonces, pasaría a estar siempre empañada de cierta nostalgia para ella.
Pero si hubo una persona absolutamente fundamental y sin parangón en la vida de Jane Austen, ésa fue, sin duda, su hermana Cassandra: su apoyo incondicional y su eterna confidente. Compartieron habitación a lo largo de toda su vida, pero siempre supieron respetar los espacios que necesitaban (¡qué gran síntoma de amor es saberse echar a un lado cuando la ocasión lo merece!). A esto ayudó mucho lo sumamente consciente que era Cassandra del talento de su hermana menor, a la que idolatraba y por la que sentía una predilección que no podía ocultar. Cassandra, que tuvo la desgracia de que su prometido, Tom Fowle, muriera en 1797 de fiebres en las Indias Occidentales, donde esperaba hacer dinero (llevaban cinco años prometidos, pero estaban esperando pacientemente a tener mejores condiciones económicas para casarse; de ahí su viaje), adoptó desde ese momento, cuando todavía era muy joven —24 años—, la actitud de mujer soltera, casi de viuda, renunciando a los placeres propios de su edad y a que la cortejara cualquier hombre (pese a que, según algunos testimonios, superaba en belleza a Jane). Se dedicó, en cambio, a realizar con esmero y dedicación las tareas del hogar, ayudando en lo que pudiera a sus cuñadas cuando tenían hijos, y viajando de una casa a otra para tales menesteres. Durante los periodos en los que las hermanas se encontraban separadas, las cartas resultaban el recurso imprescindible para sentir que estaban más cerca (el contenido de esas misivas lo reservamos para el siguiente artículo, donde nos podremos detener en él con más sosiego y tiempo).
Ya que ha vuelto a aparecer Cassandra, y hemos podido cerrar el inciso que nos ha conducido a George, Hastings y Eliza, volvamos a la idea que habíamos dejado apuntada unos párrafos más arriba: lo mucho que se movían los Austen. No sé si también os pasará a quienes hayáis investigado sobre ella, o es una composición mía surgida quién sabe de dónde, pero resulta sorprendente la cantidad de viajes que hizo Jane a lo largo de su vida. Si bien no salió de Inglaterra (aunque también hay que tener en cuenta que eso podía ser fruto de la circunstancia social y política en la que se encontraban), lo cierto es que se movió bastante por su propio país. Asombra lo de aquí para allá que estaban constantemente los miembros de la familia Austen, permaneciendo en un lugar siempre por poco tiempo, y pasando algunas temporadas en casas de familiares o amigos (bueno, salvo la señora Austen, que no gustaba mucho de moverse, y que, una vez estaba instalada en un lugar, costaba sacarla de ahí). Y no digamos ya los largos periodos de tiempo que pasaban fuera de su hogar Francis y Charles, los hermanos marinos de Jane, que marcaban algunos de los encuentros entre los miembros de la prole, y cuya prosperidad en sus arriesgadas empresas resultaba algo muy digno de júbilo para el núcleo familiar. Por otro lado, ya que van apareciendo paulatinamente todos los hermanos de Jane, tenemos que comentar brevemente la insólita historia de Edward. Durante su luna de miel, un pariente del señor Austen, vinculado de manera directa con Thomas Knight —aquel que le había facilitado la rectoría de Dean y, posteriormente, también la de Steventon—, y su reciente mujer pasaron por el hogar de la cuantiosa familia, quedándose prendados de Edward, de muy buen carácter y de considerable belleza. Después de varias estancias del joven con la pareja, y dado que se entendían perfectamente, se mostraron interesados en que se fuese a vivir con ellos de manera permanente (al parecer, no podían tener hijos por sus propios medios). Finalmente, y tras una inicial reticencia por parte de George Austen, amortiguada acto seguido por su implacable mujer, con su célebre frase «deja ir al chico», consiguieron adoptarle.
Los Knight disponían de un gran patrimonio y de cuantiosos recursos económicos; fortuna que, por cierto, Edward supo administrar maravillosamente bien a lo largo de toda su vida, en la que nunca faltaron comodidades… ¡ni hijos! Tuvo hasta once vástagos con su mujer Elizabeth, que terminó por fallecer al dar a luz al último. A raíz de ese fatal incidente, su hija Fanny —una de las sobrinas favoritas de Jane— pasó a ocupar un papel fundamental, ejerciendo prácticamente de madre, y suponiendo también para Edward una compañía ineludible y una gran ayuda. Esta coyuntura, que es tristísima y que a veces solemos olvidar en la actualidad, desgraciadamente se repitió en esta familia en numerosas ocasiones, pues también tuvieron semejantes desenlaces las mujeres tanto de Francis como de Charles; aunque esta última, por desgracia, todavía más joven, con apenas 24 años (de hecho, el hermano menor de Jane contraería matrimonio más tarde con la hermana mayor de la que había sido su esposa). Por otro lado, la primera mujer de James, el primogénito de los Austen, y con el que menos afinidad tenía Jane (era considerado el escritor de la familia, y no parecía hacerle mucha gracia que su hermana pequeña quisiera desbancarle ese puesto), murió repentinamente cuando aún era muy joven, dejando una hija, Anna —la otra sobrina predilecta de Jane—, que se quedaría a vivir durante esa primera temporada en Steventon, donde aún residían sus abuelos y sus tías, al verse incapaz James de hacer frente a una situación tan difícil e inesperada (quizá ya aquí se atisbaba la pusilanimidad del primogénito de los Austen, que tenía bastante buena fama entre la familia, pero que se terminó descubriendo como un quisquilloso con poco carácter y muy dócil). De hecho, muchas de estas mujeres, que solían tener un número elevadísimo de hijos, encadenaban un embarazo con otro, resintiéndose de ese modo su salud. Así que, si exceptuamos a George, que, como ya hemos dicho, no era tomado en consideración, el único varón de los Austen que no tuvo hijos fue Henry; acompañado, eso sí, por sus queridas hermanas, Cassandra y Jane, que tampoco dejaron descendencia.
Y esto, a saber, que dos hermanas ni se hubieran casado ni hubieran tenido hijos, no sólo resulta relevante destacarlo en tanto que cosa bastante infrecuente por aquel entonces, sino que también permite explicar el papel que jugaban dentro de una familia que no hacía más que crecer por momentos. Sin duda, su ocupación era la de ejercer de tías solteras, ayudando en todo lo posible allí donde se las necesitara. Estaban casi por completo a expensas de terceras personas, y eso es algo que no podemos obviar a la hora de juzgar la labor de Jane como novelista, que, en estas circunstancias, adquiere un valor añadido. Es cierto que aquí había una ligera diferencia entre ellas, y es que Tom Fowle, el prometido de Cassandra, tuvo la prudencia de dejar hecho su testamento antes de partir a las Indias, dejándole con una asignación anual que, aun no siendo boyante, al menos sí le daba una cierta independencia a la hija mayor de los Austen. Quizá, si uno no ahonda un poco más en su vida, se cree que Jane Austen disponía de una tranquilidad inmaculada en un pueblo remoto de la Inglaterra profunda, sin distracciones ni tareas. Y no carece de verdad el que la vida en Steventon era sosegada y sin demasiados contratiempos, pero lo cierto es que estaba constantemente yendo de una casa a otra, atendiendo a sus sobrinos, realizando labores del hogar y, en sus ratos libres, claro está, escribiendo. Parece ser que cargaba con sus manuscritos en esos periplos continuos, cuidando con esmero que no les pasara nada (para ella, eran como sus hijos). De hecho, en una de esas coyunturas en las que todos los hermanos se hallaban dispersos, cada uno en un sitio, el matrimonio Austen tomó una decisión que a todos les pilló por sorpresa, pero que a Jane le sentó como un jarro de agua fría. Como se estaban haciendo ya mayores, y habían estado trabajando duramente durante toda su vida —no hay que olvidar que, además de párroco, el señor Austen se encargaba de cuestiones relacionadas con la tierra, y que la señora Austen, que adoraba todo lo que tenía que ver con el jardín y el huerto, cuidaba de que la rectoría estuviera bien nutrida de alimentos (era famosa su habilidad para plantar patatas, que por aquel entonces eran un producto muy poco conocido)—, querían cambiar totalmente de aires y trasladarse a un lugar completamente distinto del que les había hecho tan felices durante tantos años.
Esta resolución tan determinante la tomaron casi de un día para otro (al parecer, el señor Austen tenía fama de ser muy rápido a la hora de zanjar cualquier tipo de asunto, fuese de la naturaleza que fuese); así que, de golpe y porrazo, Cassandra y Jane —que eran las únicas, además de sus padres, que seguían viviendo allí— se encontraron con que tenían que abandonar de manera inminente el hogar que les había visto crecer. Que ellas no tuvieran nada que decir al respecto se explica también si nos fijamos en que su padre se solía referir a ellas como «las niñas» —y, para entonces, ya tenían 26 y 28 años—. De hecho, que el lugar elegido para su nueva residencia fuera precisamente Bath, un lugar que, para cuando ellos se trasladaron, estaba ya algo de capa caída, pero que, sin duda, había sido uno de los centros neurálgicos para encontrar pareja, nos sugiere también que los señores Austen aún no habían renunciado por completo a la esperanza de que sus hijas consiguieran marido. Sea como fuere, a esta desagradable noticia se unía una todavía peor: la rectoría de Steventon pasaba ahora a manos de James, que se trasladaría allí desde Dean con su nueva mujer, Mary Lloyd —la que había sido amiga de Jane—, y con sus hijos Anna —fruto de su matrimonio anterior— y James Edward Austen-Leigh (más tarde el matrimonio tendría también a Caroline). Como podéis imaginar, que precisamente fuera James el que pasara a ocupar el lugar del que ellas eran despojadas a la fuerza era casi lo peor de todo. Además, casi todos los enseres iban a ser vendidos —salvo los que, para su desgracia, se quedaría su hermano— y, sobre todo, habrían de renunciar también a los libros de la biblioteca del señor Austen, que contaba con una nutrida colección de unos 500 ejemplares, que, sin duda, habían servido para la educación literaria de Jane. Ella, aunque vivió todo esto con absoluta indignación y tristeza, acabó por asumir que no le quedaba más remedio que aceptar que ni pinchaba ni cortaba en esa familia, y que, en tanto en cuanto siguiera dependiendo económicamente de sus parientes, poco o nada podía opinar sobre las decisiones trascendentales, por mucho que la afectaran de lleno, como veríamos que sería éste el caso.
La etapa de Bath, que se extendería desde 1801 hasta 1806, suele ser tratada por los biógrafos como un periodo de absoluta sequía en la producción literaria de Jane. Sin embargo, quizá eso no sea del todo cierto, o lo sea sólo en parte. Es verdad que allí no comenzó la escritura de ninguna de sus famosas novelas —el único escrito que inició, en 1804, fue el de “Los Watson”, pero jamás lo terminó; probablemente por el triste parecido que acabó por tener con su propia vida—, pero eso no quiere decir que no se dedicara a cuestiones vinculadas a este oficio, que no son tan agradecidas ni vistosas, pero que, sin embargo, son absolutamente necesarias. De hecho, lo más probable es que sus libros sean tan perfectos porque les dio muchísimas vueltas a lo largo de los años, y volvió a ellos una y otra vez. Una de las razones de esto es que, como le costó tanto que publicasen sus novelas, tuvo mucho tiempo para reescribirlas, podarlas y matizarlas; un trabajo que hacía con sumo cuidado y dedicación. Esto provoca, eso sí, que a veces sea complicado determinar las fechas exactas en las que sus textos fueron ideados, escritos, repasados y concluidos finalmente, pues los fue corrigiendo y puliendo a lo largo de muchos años. Su tranquila vida, incluso contando con las tareas domésticas que debía emprender, sumadas a los cuidados habituales de una tía soltera, permitieron que revisara pulcramente sus textos hasta convertirlos en las novelas que hoy conocemos y que tantos lectores tienen a lo largo y ancho del mundo.
En cualquier caso, es evidente que este traslado de residencia —el primero de otros tantos que vendrían después— no sentó bien a Jane. O, al menos, no al principio. Por lo que se deriva de lo que dejó escrito, no parecía afrontar de buena gana los cambios, y menos aquellos que le parecían repentinos e injustificados. Sin embargo, después de una complicada búsqueda, consiguieron dar con un nuevo hogar, situado en Sydney Place, 4, que se ajustaba a sus gustos y necesidades. Hasta ese momento, y dado que también vivían en Bath, se asentaron en la casa del hermano de la señora Austen y de su mujer, también llamada, ¡cómo no!, Jane. James Leigh-Perrot disfrutaba de una gran fortuna, fruto de la herencia de una tía rica, y de la que sus hermanas, Cassandra y Jane, no habían recibido nada. La cuestión de la repartición de las herencias es algo que, por entonces, resultaba bastante injusto, y era una preocupación que recorría las vidas de todos aquellos que no tenían su futuro asegurado económicamente. De hecho, la de este tío en concreto era una de las más esperadas para la familia Austen: guardaban bastante buena relación con él —Jane, siendo más joven, incluso pasó alguna temporada en su casa; por lo que ya conocía Bath cuando se trasladó allí con su familia— y, encima, no tenía hijos. Sin embargo, la sorpresa vino cuando descubrieron que, en su testamento, había establecido que sus sobrinos no dispusieran de ese dinero hasta el fallecimiento de su mujer —que, para desgracia de todos, vivió 20 años más, muriendo a la longeva edad de 92 años—. Jane Leigh-Perrot —de soltera, Chalmeley— tenía fama de avara y de quejicosa, y se convirtió en la comidilla de muchos cuando salió a la luz el escándalo de que presuntamente había robado un trozo de encaje. Este delito era considerado muy grave por aquel entonces —podía ser castigado incluso con el destierro—; y, de hecho, a ella la llevó a los tribunales. Si bien se la acabó juzgando como inocente, eso no menguó la imagen de cleptómana que se tenía de ella, que incluso era respaldada por su propio abogado. Así que, tras la batalla perdida de la mansión de Stoneleigh Abbey, otra guerra monetaria que se saldó de la peor manera para los Austen, a saber, sin que les cayera finalmente nada —acabaría, eso sí, heredándola James Edward Leigh-Perrot años más tarde, además de la fortuna de sus ricos tíos—, y tras la noticia de la herencia de James Leigh-Perrot (Jane moriría mucho antes que su tía, así que nunca llegó a disponer de ese dinero), nuestra escritora veía cómo poco a poco sus esperanzas de ganar una cierta independencia económica se iban frustrando por momentos. Es evidente que no ayudó tampoco lo que le costó que sus novelas fueran publicadas y el poco dinero que recibió por ellas. En toda su vida, según señala Lucy Worsley en su libro “Jane Austen desde la intimidad”, ganaría un total de 650 libras por su escritura (lo que serían, a ojo de buen cubero, unas 13.731 libras actuales). Para ponerlo un poco en contexto, comparémoslo con las 4.000 que consiguió Fanny Burney o las 11.000 de Maria Edgeworth (que equivaldrían, respectivamente, a unas 84.000 y 231.000 a día de hoy).
Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos otra vez a Bath. Como decía, si bien al principio el cambio de pasar de vivir a las afueras de un pueblo rodeado de páramos a una ciudad que era conocida por sus milagrosas aguas termales fue radical, y no muy estimado por Jane, lo cierto es que sí ofrecía una ventaja que no dudaron en aprovechar los Austen: les otorgaba la posibilidad de viajar a muchos lugares costeros, que, poco a poco, aprovechando su potencial, empezaron a encontrar una gran oportunidad en el turismo que venía de los alrededores. Por lo que nos ha llegado, Jane era una apasionada del mar, como lo fue también nuestra querida Anne Brontë. Uno de los destinos en los que más feliz y tranquila se sentía era Lyme Regis. Disfrutaba dando paseos por la playa y bañándose, aunque nunca aprendió a nadar. Por aquel entonces había una figura que hoy se ha perdido, pero que resulta muy entrañable rescatar: la del «bañador» —Espido Freire hace un comentario jocoso a este respecto, recomendando optar mejor por «traje de baño» a la hora de referirnos a la prenda que utilizamos para zambullirnos en el agua, para evitar así asociaciones extrañas—. Ayudado por una especie de cinturón, el trabajo del bañador consistía en ofrecer ayuda a aquellos bañistas que no disponían de habilidades natatorias. Además, fue en uno de esos viajes al mar donde tuvo lugar una de las historias amorosas de Jane, que ha pasado de generación en generación, pero sobre la que algunos biógrafos tienen ciertas reservas. Al parecer, las dos hermanas conocieron a un joven muy apuesto e interesante —según Cassandra le contaría a alguna de sus sobrinas más tarde, uno a la altura de su querida hermana; lo que era decir mucho—, que mostró evidentes signos de interés hacia la pequeña de los Austen. Al parecer, quedaron para verse el verano siguiente en el mismo sitio, y había claras intenciones de compromiso. Sin embargo, tiempo después del primer encuentro se enteraron de que había muerto (esta similitud tan evidente entre la historia entre Cassandra y Tom Fowle y la que nos ocupa es la que le hace a Espido Freire, en su libro “Tras los pasos de Jane Austen”, mostrarse algo escéptica respecto a la veracidad de la historia; aunque acaba otorgándole el beneficio de la duda).
Aunque si vamos a hablar de los amoríos de Jane, sin duda tenemos que nombrar a Tom Lefroy. Este sobrino irlandés del marido de su admirada Anna Lefroy fue a pasar una época de descanso con sus tíos (era un joven muy estudioso y trabajador, y eso le estaba causando ciertos problemas de salud). En los bailes organizados por las casas vecinas —precisamente, en la de las hermanas Bigg— conoció a nuestra Jane. Parece ser que estuvieron tonteando bastante durante esos días, pero precisamente porque se temía que eso pudiera derivar en un compromiso matrimonial, le enviaron pronto de vuelta a Irlanda: él tenía una complicada situación familiar y las perspectivas de la hija menor de los Austen tampoco eran muy prometedoras. Sea como fuere, ese pareció ser el primer —y quizá último— amor frustrado de Jane (de hecho, incluso ya anciano, Tom Lefroy reconoció el amor de juventud que se fraguó entre ambos; aunque es difícil determinar si es la sinceridad la que mueve esas declaraciones o un mero subirse al carro por la evidente fama de la autora). Y si bien tuvo unas cuantas proposiciones a lo largo de su vida, nunca las aceptó. Bueno, respecto a esto último hay un pequeño matiz: el hermano pequeño de sus amigas Elizabeth y Alethea Bigg, Harry, le pidió que se casara con él cuando ella y Cassandra estaban pasando una temporada en Manydown. De entrada, aceptó —las perspectivas económicas eran buenas, sus queridas amigas pasarían a convertirse en sus cuñadas y ya empezaba a echarse años encima, lo que dificultaba cada vez más las posibilidades de encontrar marido—, pero, a la mañana siguiente, reculó y, disculpándose, rechazó la propuesta. Quiso irse rápidamente de allí y, al llegar a Steventon, que es el lugar que les quedaba más a mano, no le quedó más remedio, dadas las extrañas circunstancias, que contarle la historia a su cuñada Mary (aunque fuese muy a su pesar). Así que, si bien la versión de los hechos es más o menos la narrada, las justificaciones que dan unos y otros descendientes, así como los distintos investigadores y biógrafos, son múltiples. Algunos alegan que el carácter de Harry era horrible, otros sostienen que probablemente ella tenía la certeza de que pronto ganaría el suficiente dinero de sus obras como para mantenerse, etc. En fin, nunca lo sabremos, pero lo cierto es que tanto ella como Cassandra se mantendrían solteras hasta el fin de sus días.
Pero, volviendo otra vez a Bath, aún les quedaban por vivir ciertos momentos tristes y de incertidumbre. Durante este artículo se ha dejado entrever el nivel económico de los Austen, pero tampoco se ha hecho demasiado hincapié en él. Lo cierto es que, con sus más y con sus menos, consiguieron mantenerse a flote siempre. Es cierto que vivieron algunas etapas algo apretadas, pero tampoco tuvieron que lidiar nunca con condiciones muy ruinosas. De algún modo, pertenecían a lo que se conocía como pseudo-gentry, una categoría que no llegaba al nivel de la aristocracia, pero que tampoco obtenía sus ingresos del trabajo de la tierra. Implicaba, por tanto, estar un poco a caballo entre dos mundos; y venía de la mano de familias de clérigos, de profesiones como abogados o jueces, de oficiales de grados superiores, etc. Sea como fuere, tendían a codearse con gente de un nivel social superior al suyo, y esto a veces tenía sus inconvenientes. Por ejemplo, después de vivir una temporada en la casa de Sydney, 4, y de los múltiples viajes por la costa, vinieron tiempos más ajustados, y se vieron obligados a trasladarse a otra zona de Bath que era mucho peor que la que dejaban. Esta nueva casa, situada en el número 3 de Green Park Buildings East, tenía bastante humedad por estar situada demasiado cerca del río, y provocó que poco a poco la salud del señor Austen se fuera resintiendo. Terminó por morir, con apenas dolor y sin demasiada demora, el 21 de enero de 1805, a la edad de 73 años. La carta que Jane manda a su hermano Francis, informándole de la noticia, deja entrever el amor que toda la familia sentía por él; pero rápidamente se aprecia un afán de seguir hacia adelante, sobre todo por el resto de cosas que aún seguían en pie y que había que continuar cuidando. Jane siempre se muestra muy reacia a cualquier tipo de sentimentalismo, y corta siempre muy abruptamente cualquier atisbo de ñoñería (sorprende, por tanto, que pueda tener fama de mojigata, cuando no puede alejarse más de semejante adjetivo).
Pero lo que sí que es cierto es que, con la muerte de su padre, se iba también uno de sus mayores apoyos en lo referido a su carrera literaria, pues él confío en su talento como escritora desde el principio. Seguidor acérrimo de las novelas, algo un tanto inusual en los hombres de aquella época, pues se consideraba un género más vinculado a las mujeres, sentía predilección por Fanny Burney. Casualmente, la suerte quiso que sus restos descansaran muy cerca de los de ella; y es que, si bien George Austen fue enterrado junto a su suegro en la cripta de la Iglesia de St. Swithin, la misma en la que contrajera matrimonio con Cassandra, años después el panteón sería trasladado al exterior, que es donde también reposa su querida novelista. Fue él quien le regaló a Jane su primer escritorio, y, a su muerte, heredó el de su progenitor, que es el que utilizaría durante el resto de su vida. Dada la importancia que tuvo su padre a la hora de creer en su potencial, además de que fue precisamente él quien hizo de agente literario de su hija al principio —trató de que publicaran su escrito “First Impressions”, que luego es lo que terminaríamos conociendo todos por “Orgullo y prejuicio” (1813), aunque sin mucho éxito—, su muerte fue para Jane una manera también de confirmar lo complicado que lo iba a tener para que alguien la ayudara a tomar las riendas de su futura carrera como escritora (aunque luego no acabó siendo así, pues su hermano Henry mostró su gran dote de gentes también en esta empresa, y fue de grandísima ayuda para el empuje de su carrera). Sin embargo, los problemas que les acechaban en ese momento ya eran lo bastante acuciantes como para que estuviera pensando en futuribles. Y es que, tras la muerte del señor Austen, las mujeres de la familia se habían quedado con una mano delante y otra detrás. Esto provocó que los hermanos tuvieran que contribuir para mantenerlas, pero lo cierto es que estuvieron bastante tiempo errantes, de un lado para otro —entre casas de familiares, amigos, etc.—, sin un hogar al que volver o en el que poder echar raíces. Durante una temporada estuvieron viviendo en una casa de Bath aún mucho peor que la residencia en la que el señor Austen había muerto. De hecho, estaba situada en Trim Street, una zona que ellos mismos habían rechazado por completo cuando se habían trasladado allí desde Steventon. A pesar de la mala racha, empezaron a ver una ligera luz al final del túnel cuando Francis les propuso que se trasladaran a una casa en Southampton (lugar que Cassandra y Jane ya conocían por el internado al que asistieron en su niñez, ése donde la escritora casi muere de fiebres tifoideas). Para ser francos, era un intercambio de favores: Francis quería que su mujer no se quedara sola durante sus largas estancias fuera de casa por su trabajo de marino, y, como estaba además embarazada, le pareció una muy buena oportunidad para que estuviera acompañada. Al menos ahora tenían una casa en condiciones, pero lo cierto es que nunca la llegaron a considerar como su hogar. Afortunadamente, aún les faltaba un definitivo golpe de suerte: pronto llegaría el último y tan ansiado hogar que durante tanto tiempo habían anhelado.
Cuesta entender por qué Edward, cuya fortuna era boyante y que contaba con varias propiedades, tardó tanto en encontrar un lugar permanente y en condiciones para sus hermanas y su madre. Pero lo importante es que ese día había llegado. Él tenía una mansión en Chawton, un lugar que estaba bastante cerca de Steventon, y, a su vez, un pequeño cottage, que solía tener alquilado. Sin embargo, como recientemente se había quedado sin inquilinos, decidió ofrecérselo a las cuatro mujeres (y es que Martha Lloyd, también soltera, se había ido a vivir con las Austen tras la muerte de su madre). Martha fue la eterna amiga de Jane. Era una mujer muy apañada y con mucha mano para las tareas del hogar. Tenía, además, un cuadernito donde apuntaba recetas, así como remedios varios para todo tipo de enfermedades y accidentes, además de fórmulas de potingues cosméticos. Fue una buena compañía para las Austen, y todas juntas formaron finalmente un hogar agradable y acogedor, que recibía constantemente visitas de otros familiares (ahora se encontraban mucho más cerca los unos de los otros). Se mudaron allí en julio de 1809, tras una breve estancia en Godmersham, que era la mansión en la que vivía Edward con sus hijos, y un lugar en el que pasaban tranquilas y lujosas temporadas (cuando su madre adoptiva murió, en 1812, se trasladaron a la residencia de Chawton, donde pasaron a estar al lado de las mujeres Austen). Chawton Cottage, que era una casa sencilla y de dimensiones no muy grandes, estaba justo pegada a la carretera, de manera que desde la cocina podían verse y oírse con facilidad los coches de caballos y carruajes que pasaban, pues además era un lugar bastante transitado, al coincidir varios cruces de caminos. Este entretenimiento, disfrutado tanto por la abuela como por sus nietos, dotaba a la pequeña residencia de un cierto ajetreo constante. Edward había hecho los ajustes necesarios para que dispusieran de las comodidades básicas; y, si bien hay disparidad de opiniones respecto a las condiciones de Chawton —así como había quienes creían que era menos de lo que se merecían, otros consideraban que era absolutamente suficiente para quienes la habitaban—, lo cierto es que fueron muy felices, sobre todo después de todo el tiempo que habían estado vagando sin un sitio fijo en el que sentirse verdaderamente a gusto. Además, la señora Austen volvía a tener un jardincito, cuyo cuidado era algo que la entusiasmaba y que, sin embargo, le había sido negado en Bath.
Aunque si hay algo que nos demuestra que Jane se encontraba finalmente ubicada es que fue allí donde volvió a escribir nuevas novelas, algunas de esas que han pasado a la historia de la literatura universal, como “Emma” (1815) o “Persuasión” (1818). Y dejó también a medias el último de sus textos, que quedaría inacabado por su fatal enfermedad, y que llevaría el nombre de “Sanditon” (1925). Durante su etapa de Chawton, la tarea que fundamentalmente tenía asignada era la preparación del desayuno. Además, se levantaba muy temprano, antes que el resto de la familia, para tocar el piano, que era una actividad que le encantaba, y solía escribir por las tardes. En múltiples ocasiones se menciona lo buena bailarina que era y lo mucho que le gustaba, así como su delicada habilidad y perfeccionismo para la costura y el bordado. No sé en cuál de los libros leí algo así como que, probablemente, su buen hacer con el hilo y la aguja se extendiera de la misma manera a sus composiciones literarias, tan redondas y bien resueltas; y que, tanto una cosa como la otra, sólo podían ser fruto de una misma cabeza, de disposición muy ordenada y meticulosa. Sin duda es maravilloso fijarse en su pequeño escritorio y en cómo en un espacio tan reducido conformó algunas de sus inolvidables novelas —para que luego haya quien se queje del escaso lugar donde trabaja—. También nos ha llegado la curiosidad de que escribía en cuartillas, así como otro dato interesante, pero que quizá haya que coger con pinzas: al parecer, una de las puertas de Chawton hacía un ruidito que ella se negó a que fuese arreglado porque eso le permitía guardar rápidamente aquello en lo que estaba trabajando. Esta anécdota, narrada por su sobrino en su biografía, es completada con su testimonio de que su tía tenía una gran paciencia y que jamás ponía una mala cara a pesar de que la hubiesen interrumpido en su tarea —aunque, como él mismo indica, ellos tampoco eran conscientes de lo que estaban haciendo—. Quizá sea un chascarrillo algo edulcorado, pero es tierno pensar que puede haber parte de verdad en él. Es cierto que ella misma, cuando empezó a cobrar por sus obras —y la realidad es que esa cantidad nunca fue demasiada—, se sorprendía de que le pagasen por algo que la requería tan poco esfuerzo y con lo que, encima, disfrutaba sobremanera. Pero también es evidente que ese secretismo respecto a su quehacer como escritora no casa con otro testimonio que precisamente va en la dirección contraria, afirmando que, estando algunos miembros de la familia sentados tranquilamente, ella, de repente, empezaba a reírse sola, y se iba rápidamente a escribir alguna cosa. Seguramente en todas las historias haya un poco de verdad y algo de mentira; así que… que cada uno elija hasta dónde creérselas. Por otra parte, no podemos dejar de aludir tampoco a la costumbre que había en la familia Austen de leer en alto sus novelas —y otras que no eran suyas, claro—. Es posible que el hecho de que sus textos siempre fueran compartidos oralmente sea una de las razones que explican lo sumamente bien que funcionan cuando son adaptados a la pequeña o a la gran pantalla. Además, en esa capacidad también se aprecia todo el bagaje de las representaciones teatrales que había hecho de niña con sus hermanos, así como su amor por el teatro, que siempre mantuvo, y que saciaba cuando visitaba a Henry y a Eliza en su casa de Londres.
Por tanto, como decíamos, Chawton se convirtió en un lugar de reuniones y de paso para ir de unas casas a otras. Además, sus sobrinas Anna y Fanny empezaban ya a estar en la edad adolescente, y sus amoríos e idas y venidas eran constantes. Jane, aunque casi siempre disfrutaba de estas cosas, a veces se desesperaba con ciertas actitudes, sobre todo de Anna, que tenía mucho peligro por su pasional carácter y su manera descabellada e irracional de hacer las cosas. Sea como fuere, daba consejos a diestro y siniestro a una y a otra, siempre con un perpetuo cariño, pero sin apenas tendencia a la adulación. Anna nunca se entendió con Mary, su madrastra, así que pasaba largas temporadas con sus tías y su abuela. Aun así, tenía un temperamento indómito que era difícilmente controlable. Por su parte, Fanny, mucho más cautelosa y de ánimo sosegado —seguramente, entre otras cosas, por el papel maternal que hubo de adoptar desde bien joven— intentó seguir a pies juntillas las advertencias de su querida tía Jane. Sin embargo, con el paso de los años, se refirió a ella de una manera un tanto desagradable, aduciendo que carecía del refinamiento que cabría esperar de una escritora de semejante talento. No sabemos qué razones la llevarían a hacer ese tipo de comentarios sobre Jane, con la que había tenido siempre una relación sumamente cercana y cariñosa —de hecho, así como a su sobrina Fanny la consideraba casi como una hermana, a Anna la veía más como a una hija—. Quizá responda en parte a una cierta competitividad que había entre James y Edward, que más tarde se extendería también a sus respectivas familias, y que acabó por salpicar la imagen que se quiso dar de Jane Austen. De cualquier manera, tampoco merecen demasiado crédito esas palabras, y lo cierto es que a Fanny hay que agradecerle el diario que escribió durante su juventud, que, aunque carecía de calidad literaria —tenía un tono algo infantil y exagerado—, ha resultado de mucha utilidad a la hora de reconstruir los encuentros familiares y los acontecimientos más señalados de los Austen. Por su parte, Anna sí que cogió el testigo de su tía, y, mientras todavía ésta vivía, pudo intercambiar con ella impresiones sobre sus primeros escritos (aunque, por desgracia, y como Jane ya le había advertido que ocurriría, en cuanto se casó y empezó a tener hijos dejó completamente estancada esa faceta). En esta misma línea, también animó al hermanastro de Anna, James Edward Austen-Leigh —el autor de la que sería su primera biografía, “Recuerdos de Jane Austen”— en su predisposición hacia el oficio de narrador.
Sin embargo, los días de tranquilidad en Chawton no durarían demasiados años —vivió allí durante ocho—. Jane empezó a tener ciertos dolores, que habían empezado por la cara (alguna de sus sobrinas cuenta que, durante algunas de las salidas que acostumbraba a hacer la familia, ella optaba por quedarse en casa por lo molesto que le resultaba el frío). Estas molestias se fueron trasladando a otras partes de su cuerpo, de manera que comenzó a tener un cierto malestar general, que era algo cambiante y que provocaba que oscilara entre etapas bastantes malas y otras en las que se encontraba razonablemente bien. Para entonces, la señora Austen, que ya contaba con una edad considerable, y que siempre había mostrado una hipocondría patológica —son recurrentes las referencias a este defecto de su madre, que le parecía insoportable y gracioso a partes iguales—, acostumbraba a pasar largas horas tumbada en el sofá de Chawton. Jane, precisamente para que su madre siempre pudiera tener libre ese sitio cuando lo necesitara, colocaba tres sillas en fila y, en ese espacio tan incómodo, es donde ella reposaba cuando se encontraba indispuesta. Este tierno y triste detalle da cuenta de la relación que guardaban madre e hija durante aquella época: al parecer, Jane había optado por intentar no sacarla demasiado de sus casillas y evitar, en la medida de lo posible, el conflicto al que tendían de manera natural. De hecho, no les quedaba ya mucho por convivir juntas: a Jane le faltaba muy poco tiempo de vida; aunque por aquel entonces ella no era consciente o, al menos, eso era lo que transmitía. En sus cartas siempre se muestra optimista con su estado de salud, resaltando pequeñas mejoras o futuros progresos que ella estima que se producirán de manera inminente. Aun así, llama mucho la atención cuando, en un momento en el que Cassandra se encuentra fuera de casa, Jane la escribe para que vuelva, pues no se ve con suficientes fuerzas como para llevar a cabo las tareas del hogar. Este pequeño detalle, que parece irrelevante, viniendo de una persona tan poco quejica como Jane no lo es tanto. Seguramente dé cuenta de lo débil que estaba ya para ese momento.
Ante la incapacidad de la asistencia sanitaria con la que contaban en Chawton —algo deficiente, como solía ocurrir en las zonas rurales de la época— para hacer un diagnóstico mejor y empezar un tratamiento adecuado a lo que padecía, Cassandra y Jane decidieron probar suerte en Winchester. Allí se trasladarían las hermanas el 24 de mayo de 1817, acompañadas a caballo por Henry y por uno de sus sobrinos, durante un día muy lluvioso. Sus queridas amigas, las hermanas Bigg, que vivían allí, les habían buscado un alojamiento muy cerca del suyo. Aunque algunos de sus hermanos la visitaron, siempre lo hicieron de manera rápida y teniendo otros compromisos más importantes que atender. Así que, fundamentalmente, de quien realmente estuvo acompañada fue de sus amigas, de Mary Austen —la que fuera antes su amiga Mary Lloyd la cuidó tiernamente durante esos últimos momentos, cerrando así el círculo vicioso en el que su relación se había enconado hacía ya bastante, y acabando por reconciliarse definitivamente— y, por supuesto, de su inseparable Cassandra. Sin duda, su hermana fue una pieza fundamental en la vida de Jane Austen, cuidándola hasta su último suspiro, que precisamente dio en su presencia, para su tranquilidad, el 18 de julio de 1817. El 24 de ese mismo mes sería enterrada en la catedral de Winchester (curiosamente, a ese acto no acudió Cassandra, pues las mujeres no acostumbraban a ir a los entierros, pero observó por la ventana cómo se llevaban a su querida Jane para siempre). A su muerte, Cassandra escribió una desgarradora carta a su sobrina Fanny, especificando todos los detalles de sus últimos momentos. En ella, lejos de mostrarse fría e imperturbable —adjetivos que, a veces, injustamente, se asocian a la hermana mayor de Jane—, se muestra absolutamente triste y rota por su pérdida. No podemos evitar transcribir algunas de sus palabras: «He perdido tal tesoro, tal hermana, tal amiga. Era el sol de mi vida, la causa de cada alegría, el alivio de cada pena; no le ocultaba nada, y ahora es como si hubiera perdido una parte de mí».
Cassandra todavía tendría que vivir casi 30 años más después del fallecimiento de Jane. Pasó los 17 últimos sola en Chawton, donde seguiría llevando la misma vida sosegada y sin sobresaltos de la que había disfrutado cuando su querida hermana y su madre vivían, y cuando también estaba aún Martha Lloyd, que sólo dejó esta casa cuando se casó con Francis, años después de la muerte de su primera esposa (que, como Elizabeth, la mujer de Edward, también había muerto tras dar a luz a su undécimo hijo). Jane, previsoramente, había dejado hecho su testamento el 27 de abril de 1817, poco después de la muerte de su tío. Legó todas sus posesiones a Cassandra, salvo 50 libras destinadas a Henry y otras tantas a la ya nombrada madam Bigeon. Cassandra, ayudada por Henry, decidió publicar, en un solo tomo, “Persuasión” (1818) y “La abadía de Northanger” (1818). Ese último título, que es por el que conocemos la novela a día de hoy, fue puesto por Cassandra después de la muerte de Jane; hasta entonces, se la conocía como “Susan” (sin embargo, desde que había sido escrita, en 1803, hasta que se publicó, 15 años más tarde, había salido otro libro con el mismo nombre) o como «Catherine», que era el que Jane le había finalmente puesto. Esto mismo le pasó también con “Orgullo y prejuicio”, que, en un principio, era conocida como “First Impressions”, pero que, al aparecer otro libro del mismo nombre antes de que el suyo fuera publicado, pasó a llamarse de la manera hoy conocida mundialmente. “La abadía de Northanger” fue, sin duda, el escrito que más problemas dio a nuestra autora; y, por desgracia, jamás llegó a verlo publicado en vida (aunque realmente ella, teniéndolo ya preparado, tampoco se decidió a mandárselo a su editor cuando aún todavía vivía). Había vendido sus derechos hacía mucho tiempo, y le costó mucho recuperarlos por falta de recursos (aunque, cuando los tuvo de vuelta en su poder, y para satisfacción suya, ya era lo suficientemente conocida como para restregarle al editor que acababa de renunciar a un manuscrito de Jane Austen).
A pesar de que sí llegó a ver publicadas algunas de sus novelas, y que se hizo un pequeño hueco en el panorama literario —incluso tuvo que dedicar “Emma” (1815) al príncipe regente, gran seguidor suyo y figura que, sin embargo, a ella le repugnaba por su fama viciosa y libertina—, jamás consiguió en vida el éxito que ganaría mucho tiempo después. Ella misma se habría sorprendido sobremanera si hubiese asistido a semejante celebridad. De hecho, es verdad que, por su carácter, no se vio demasiado afectada por la escasa repercusión de la que disfrutó en vida. Sin embargo, es indudable que, sobre todo a partir de cierto momento, era plenamente consciente de su talento —aunque sólo sea por lo que derivamos de las críticas que hace a obras y personajes de otros libros, donde da buena cuenta de lo claro que tenía la validez o no de ciertos textos—. Sin embargo, escribir sus novelas era algo que no le requería mucho esfuerzo, sino que le salía casi sin dificultad, y es por eso que los escasos beneficios que recibió en vida a raíz de sus publicaciones le parecieron casi siempre excesivos para el trabajo que le había llevado realizar sus composiciones literarias. Hay que tener en cuenta que, a la corta edad en la que murió, contando sólo con 41 años, ya había dejado seis novelas, algún que otro texto de narrativa breve y un puñado de obras de juventud. Es indudable que no le costaba demasiado evadirse y ser capaz de escribir historias como las que acabaron deleitando a tantos, pues, pese a su poca intimidad y a su corta vida, dejó una obra lo suficientemente extensa —y excelsa, dicho sea también de paso—. Esto, sin duda, concede aún más mérito a sus novelas, que no pudieron escribirse en el silencio de un cuarto solitario y apartado —aquella «habitación propia» a la que se referiría Virginia Woolf tiempo después—, sino que surgieron entre el barullo y los periodos de calma que podían ser interrumpidos en cualquier momento.
Un autor como Walter Scott no dudó en resaltar las bondades literarias de Jane Austen, cuya capacidad para poner el foco en las cosas más cotidianas, sabiendo sacar el máximo partido de ellas, es algo en lo que dice que no puede comparársele nadie —y menos él, que reconoce que carece absolutamente de ese arte—. Además, confiesa, sin ningún tipo de pudor, haber leído “Orgullo y prejuicio”, como mínimo, tres veces. A su vez, Robert Southey, que se codeaba con autores de la talla de W. Wordsworth o de S. T. Coleridge, admitió también la calidad de la escritura de Jane Austen, lamentando no haber tenido el suficiente tiempo para poder comunicárselo mientras ella aún vivía. Aunque Jane Austen se haya terminado por convertir en una de las escritoras más conocidas de su época —y, por qué no decirlo, de la literatura universal—, en vida no disfrutó de un éxito comparable al que obtendría después con sus obras; algo, sin embargo, por lo que no sintió tampoco profunda tristeza o enfado —como sí podría haber ocurrido con una autora como Charlotte Brontë, cuyo carácter más competitivo y un cierto orgullo la hacían algo más vanidosa—, si bien no dejó nunca de ser plenamente consciente de que autores de menor calidad eran celebrados con mucho mayor fervor y entusiasmo que el que producían ella, de carácter sencillo y discreto, y sus novelas, sosegadas y carentes de grandes giros y acontecimientos. De hecho, una cosa que algunos la achacaron fue la detallada construcción que hacía de sus personajes secundarios, que supo tan bien delinear y dotar de carácter y particularidad —siguiendo la estela de un maestro, Shakespeare, que también se caracteriza por su preocupación por los personajes que van más allá del héroe—.
Bueno… Y a todo esto… ¿cómo era Jane Austen? Hay diversidad de opiniones al respecto. Los retratos que habitualmente suelen circular de ella están realizados a posteriori, inspirándose en un dibujo de Cassandra. Como puede comprobarse, se parecen como un huevo a una castaña. Es evidente que había un cierto interés porque su rostro coincidiera más con la imagen idílica que se habían hecho los lectores de una autora que había sido capaz de crear personajes tan inolvidables. Sea como fuere, no tenemos constancia de que la habilidad de Cassandra con el dibujo fuese digna de admiración, por lo que tampoco hay por qué considerar demasiado fiel el boceto que hizo de su hermana pequeña. También hizo otro de Jane mirando al mar en Lyme Regis; pero ahí está de espaldas, así que nos dice aún menos algo sobre su rostro. De cualquier manera, lo que sí que es verdad es que ciertas apreciaciones se repiten en casi todos los testimonios: que era una mujer muy alta, delgada, de figura esbelta, de pelo rizado castaño y con unos ojos muy expresivos que reflejaban bien su inteligencia. En cuanto a gustos literarios, está ampliamente documentada su predilección por William Cowper —al parecer, era capaz de recitar su poema “The Task” (1785) de memoria—. También era una fiel lectora de Samuel Richardson, sobre todo de su “Sir Charles Grandison” (1753), que adoraba; de Fanny Burney (de hecho, su padre le regaló la suscripción a su tercera novela, “Camilla” [1796], que fue publicada en términos muy parecidos a lo que ahora sería un micromecenazgo, práctica bastante extendida en la época); y de Maria Edgeworth. Estos eran algunos de sus escritores de cabecera, pero, entre otros tantos, también leía con interés a autores como Samuel Johnson, Henry Fielding (conocido, sobre todo, por su “Tom Jones” [1749]), George Crabbe, Charlotte Smith (autora, por ejemplo, de “Emmeline” [1788]), Charlotte Lennox (tuvo cierta fama gracias a “The female Quixote” [1752]) o Walter Scott. De hecho, sobre este último conviene señalar aquí como anécdota graciosa que Jane se mostró un poco molesta —medio en broma medio en serio, como solía hacer siempre— cuando decidió iniciarse en el mundo de las novelas, teniendo en cuenta todo lo que ya había conseguido a través de la poesía (sobre todo, gracias a su “Marmion” [1808]). Se quejaba de su afán por acaparar todo el espectro literario, cuando algunos, como le sucedía a ella, sólo podían dedicarse a un solo género.
A Jane Austen, sin embargo, se le achaca que no estén presentes en sus novelas acontecimientos históricos muy relevantes que sucedieron durante su vida, como las guerras napoleónicas o la Revolución francesa. Pero quizá sea injusto ese comentario; o, al menos, sea algo parcial o sesgado. Seguramente no estén propiamente las vivencias de la batalla, o no se haga demasiada alusión directa a los conflictos como tal, pero lo cierto es que su espléndida captación de la cotidianeidad también se hace cargo de los cambios de vida que todas esas disputas provocaban en las familias. Además, no podemos olvidar que ella tenía hermanos alistados en la marina y que estaba muy informada de todo lo que ocurría, conviviendo con la inseguridad que produce el tener a familiares dispersos y en situaciones de peligro. Resumiendo: que no era una cándida y boba mujer que no se enterara de nada (ni mucho menos). Así que, quizá por desconocimiento, pero sobre todo por algunos prejuicios, la propia Charlotte Brontë —y, para qué engañaros, también quien escribe estas líneas antes de que empezara a investigar un poco más a fondo— pensó que Jane Austen tenía menos mundo del que realmente tenía. Si bien no siempre de primera mano, eso es indudable, Jane Austen estuvo mucho más cerca de lo que cabría pensar de esas vivencias que tanto reclamaba en sus novelas la autora de “Jane Eyre” (aunque sólo fuera por las agitadas carreras de sus hermanos varones y de su inconfundible prima Eliza). Hay muchísimas cosas que se han quedado en el tintero en este artículo y que me ha sido imposible comentar; pero, a quienes tengáis ganas de saber más, como bibliografía no falta, os recomiendo que emprendáis con sosiego esta cautivadora tarea. Jane Austen es una figura que casi todo el mundo quiere hacer suya y que, sin embargo, siempre se escapa y no se deja atrapar fácilmente. De hecho, tras leer su biografía uno tiene la sensación de que conoce casi más al resto de familiares que a la propia escritora, siendo precisamente su vida la que se buscaba encontrar. Esto, en buena medida, viene propiciado por los múltiples testimonios que hay de ella, pero también por su carácter, algo escurridizo y de muchas capas. A él le dedicaremos más tiempo en el próximo artículo, cuando nos detengamos en su correspondencia. Así que espero que me acompañéis también entonces, y que disfrutéis del recorrido por una escritora que supo conjugar admirablemente bien su vida cotidiana y tranquila con su carrera literaria, repleta de obras inmortales, que siempre aguantarán nuevas lecturas a lo largo de las generaciones.
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He disfrutado mucho con la lectura de este artículo que describe con tanta claridad a Jane Austen y que invita a seguir su obra. Gracias.
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