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La insondable figura de Jane Austen: una aproximación desde sus cartas

Seguimos este ciclo de Jane Austen con un nuevo artículo que ya avisamos que sería el que vendría en segundo lugar. Tras un acercamiento a la figura de la escritora a través de sus biografías, toca ahora hacer hincapié en su correspondencia. Después del intento fallido de hacerme con un volumen de las valiosas cartas completas de Jane Austen por el precio por el que salieron a través de la editorial d’Época —en una edición muy cuidada, como todas las suyas—, y no por los 200€ que he visto que se venden ahora de segunda mano, me voy a tener que conformar con una pequeña porción de su producción epistolar. Para ello, he consultado tres libros: “Recuerdos de Jane Austen” (1870), de James-Edward Austen-Leigh, que es la primera biografía de la novelista, llevada a cabo por su sobrino, y que contiene varias de sus cartas y algunos fragmentos de otras; “Las cartas de Chawton” (2017), una selección de trece misivas, de las cuales doce se encuentran a día de hoy en la Casa Museo Jane Austen de Chawton, realizada por Kathryn Sutherland; y “Lejos de Cassandra” (2021), una recopilación, en una edición a cargo de Anabel Palacios, de parte de su correspondencia con su querida hermana Cassandra. Dicho esto, y sintiendo que la aproximación vaya a tener que ser menor de la prevista por lo anteriormente mencionado, comencemos ya a ahondar en la faceta más íntima de una autora con tantas capas y contrastes.
 
Cuando uno lee las cartas de alguien por el que siente admiración o interés, no puede evitar sentirse conmovido. Sin embargo, hay también cierta incomodidad por estar entrando en un espacio que no estaba pensado para él. La correspondencia aparece como una de las partes más personales de la vida de cualquiera, si bien todavía dista de la que se puede considerar aún más intrusiva: los diarios. De cualquier modo, y esto es importante recalcarlo, cuando Jane Austen escribía sus misivas —finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX—, éstas —o, al menos, algunas de ellas o ciertas partes— solían estar pensadas para ser leídas por todos los miembros de la familia que se encontraran con el destinatario en cuestión. Su escritura era fundamentalmente una tarea que las mujeres realizaban con mucha mayor profusión que los hombres, constituyendo una manera de que todos, a pesar de la distancia, se sintieran unidos y más cerca. De este modo, la llegada de alguna de ellas era un gran acontecimiento. Aun así, había ciertos trucos y formas de escribir que dejaban entrever cuándo una cosa estaba escrita para ser leída únicamente por la persona a quien se había dirigido la carta en primera instancia. Es fundamental señalar este detalle, porque también nos permite entender cierto tono telegráfico de algunas de las epístolas de Jane Austen, en las que se especifican detalles muy concretos de viajes, comidas, paseos, exposiciones, visitas al teatro, compras, etc. Hay que pensar que esa forma de contar todo con pelos y señales les permitía compartir con sus seres queridos, de la forma más entrañable posible, aquello que les pasaba durante las largas temporadas que debían pasar separados. Esto, en el caso de Jane y Cassandra, es más que evidente. Su vínculo tan fuerte hacía preciso una comunicación muy asidua cuando estaban alejadas —algo que la famosa novelista jamás llevó de buena gana—; de ahí que relatarse aquello que les sucedía convirtiera esas estancias en algo más llevadero. Son múltiples y muy variadas las «minucias» —en palabras de la propia autora— que Jane le cuenta a su hermana mayor, pero son, sin ninguna duda, el mejor documento para acercarnos a su vida cotidiana y a las cosas que hacía cuando abandonaba su hogar durante una temporada, o cuando Cassandra la dejaba sola en la residencia familiar.
 
Jane Austen tenía fama de tener muy buena letra. La preciosa edición de “Las cartas de Chawton” contiene ilustraciones de sus misivas que lo corroboran. Sin embargo, ella no tenía ese mismo parecer; de hecho, siempre señalaba que la de su hermana era mil veces mejor que la suya. Bueno, y no sólo con la pluma, sino que, para Jane, Cassandra era superior a ella en todo (tal era su admiración). En una carta del 1 de septiembre de 1796, incluso Jane le dice: «En verdad eres la mejor escritora de comedia de nuestro tiempo» (un detallito para quienes gustan de ver sólo frialdad en la bondadosa Cassandra). Este libro también nos descubre la costumbre de Jane Austen de escribir ciertas palabras con la primera letra en mayúscula, cuando realmente no debería ponerse. De hecho, Kathryn Sutherland, que es quien se ha hecho cargo de la edición, nos señala en la introducción su apuesta por mantener esas mayúsculas características de la autora (en el resto de libros con los que he trabajado, sin embargo, no se han mantenido); pues, según ella, dotan de cierta libertad a su lenguaje, y quitarlas sería restarle personalidad a su escritura. Este curioso uso no era exclusivo de la autora, sino que estaba extendido en su época, incluso entre personas cultas, como también nos muestran algunas misivas que no son de Jane Austen, y que aparecen también reunidas en este volumen (como las de Cassandra y el señor Clarke). De cualquier modo, es inevitable mostrar ciertas dudas al respecto, pues lo cierto es que, a ojos contemporáneos, en ocasiones cuesta entender bien su sentido y se hace algo agresiva su lectura. Sea como fuere, y obviando este apunte, resulta muy emocionante ver la escritura de la célebre novelista y disfrutar de su pulcritud (una de sus notables virtudes, también reconocida en sus labores de costura y bordado).

Además, no pasa desapercibido tampoco su esfuerzo por escribir lo más apretadamente posible, para así aprovechar al máximo el papel. Por aquel entonces era frecuente, al terminar la carta, girar el papel 90º y escribir en ese otro sentido, de manera que quedaran cruzadas unas frases con otras (este ejemplo no es de Jane Austen, pero vale para entenderlo), o, también, voltearlo 180º y escribir entre las líneas de aquello que se había escrito previamente (aquí no ocurre exactamente eso, pero se aprecia cómo la parte de arriba de la carta está escrita en la otra dirección). Éstas eran maneras de amortizar el papel hasta prácticamente no dejar ningún hueco en blanco. De hecho, una cosa que también se hacía para ahorrar espacio, y que Jane practica muy a menudo, como bien se aprecia en sus manuscritos, es el uso del guion detrás de un punto y seguido, para marcar lo que sería un nuevo párrafo. De esta forma se podía apurar toda la hoja, pero se tenía la delicadeza de señalar la separación entre un tema y otro. Como curiosidad, cabe decir que el papel que utilizaba la novelista para escribir sus cartas era uno estándar, vendido en las papelerías en hojas dobladas o en cuadernillos de cuatro páginas (cada una medía, aproximadamente, unos 235 x 190mm). De este modo, la carta en sí se escribía a lo largo de las tres primeras páginas, y también en la parte superior e inferior de la cuarta. En el centro de esta última se colocaba la dirección del destinatario, como se muestra aquí (y es que, en aquella época, aún no existían los sobres). Hecho esto, y tras los dobleces pertinentes, se sellaba con lacre, y ya estaba lista para enviarse. Si bien el correo local en Londres empezó costando un penique en 1680, subió a dos en 1801, cuando la afluencia de cartas se hizo mucho mayor. Sin embargo, lo curioso es que, fuera de Londres, el destinatario era quien pagaba los gastos de envío en función del peso y de la distancia; aunque hay que decir que existía el truco del «franqueo» por parte de los parlamentarios (al poder ellos mandar gratis la correspondencia, extendían ese privilegio a algunos de sus amigos, escribiendo a mano su dirección y, más tarde, a partir de 1784, también la fecha). Sea como fuere, el hecho de que, por regla general, el que recibía la carta fuese el que debía precisamente pagar por ella explica esa obsesión por aprovechar al máximo el papel (además del precio de éste, claro). A esta capacidad, que era considerada un arte, le ayudaba también, por supuesto, el hecho de tener una letra bonita que facilitara al destinatario descifrar un contenido formulado, en ocasiones, de una manera tan enrevesada.
 
Lo que es indudable es que a Jane nunca le sobraba papel a la hora de escribir a Cassandra. Resulta sorprendente con cuantísima frecuencia se comunicaban las hermanas Austen. Para nuestra desgracia, eso sí, disponemos de una pequeñísima muestra de lo que constituiría el total de las cartas que habría escrito Jane Austen a lo largo de su vida. Así que, nuevamente, y como ya comentamos que ocurre con su biografía, lo que podemos extraer de ellas es sólo una parte de cómo era realmente la escritora (seguramente, aquella que se nos ha querido dejar ver). De cualquier modo, siempre es posible descubrir un rastro de su temperamento, que aparece, de una forma o de otra, en sus distintas misivas. Según comenta Kathryn Sutherland, su sobrina Caroline Austen hizo referencia a cómo Cassandra, en la década de 1840, «inspeccionó y quemó» casi todas las cartas de su hermana. De hecho, si bien legó algunas a sus sobrinas, a otras les faltaban partes. Si atendemos al último recuento hecho, estaríamos hablando de 160 cartas, sin incluir su testamento; cuando, sin embargo, se calcula que, más o menos, dada la frecuencia con la que escribía en las etapas de mayor producción epistolar, podría rondar las 3.000. De las cartas conservadas, 94 son de Jane a Cassandra. Las hermanas se solían mandar dos cartas semanales cuando estaban separadas. Estas misivas, cuya composición solía extenderse durante dos o tres días, solían empezarse a escribir una vez se había mandado la primera (es decir, sin esperar a recibir respuesta). Esto explica ese carácter casi de crónica que tienen, donde queda narrado, en buena medida, las prácticas de la vida cotidiana (por eso, en algunas de ellas, hay diferentes momentos del día señalados en la propia carta, o incluso días contiguos, evidenciando precisamente esa redacción interrumpida). Si bien, como ya hemos comentado, Cassandra era, por mucho, su principal destinataria, también envía algunas cartas a sus hermanos marinos, Frank y Charles; a su editor, John Murray; al bibliotecario del príncipe regente, James Stanier Clarke; o a sus queridos sobrinos James-Edward (al que llama siempre «Edward»), Anna y Fanny. Además, también dirige alguna a su eterna amiga Martha Lloyd y a Alethea Bigg, otra de las grandes amistades que conservó a lo largo de su vida. Incluso nos ha llegado un pequeño poema que le dedicó a Mary Lloyd, y que introdujo en un costurero realizado por ella misma: «Este pequeño bolso espero podrá probar / no estar hecho vanamente; / pues, si aguja e hilo son de necesidad, / te ayudará inmediatamente. // Y, como estoy a punto de partir, / también te servirá para otro fin: / pues al este bolso mirar / a tu amiga recordarás».
 
Las cartas de Jane Austen resultan vivaces, atropelladas, cortantes, pero también muy frescas y divertidas. Sin embargo, suele haber siempre un regusto melancólico en ellas, o una frase que descoloca o que uno no espera. Hay quienes se quedarán meramente con las frivolidades que cuenta, o con los chismorreos, pero lo cierto es que son más profundas de lo que aparentan (o, por lo menos, al final nos suelen llevar a sitios que no contábamos con visitar). Sin embargo, siempre dan rodeos hasta llegar a ellos. Es evidente, por lo que señala en varias ocasiones la propia autora, que odiaba los sermones ramplones y esa manera burda de separar, tajantemente y sin matices, entre ‘buenos’ y ‘malos’; y creo que también eso es algo que permea en sus cartas, con tendencia a ciertos grises y con giros que sorprenden. No son evidentes. No las ves venir. Parece que te están describiendo cosas anodinas o vulgares, cuando, de repente, te agitan con una salida de tono, con un comentario de mal gusto o con un humor sumamente negro. Los acontecimientos se superponen con considerable desorden, y, de ese modo, están más cerca de la cháchara de un día cualquiera que de un sesudo libro. Ésa era, precisamente, una de las cosas que facilitaba que el destinatario —en este caso, fundamentalmente, Cassandra— se saltara ciertas partes que no habían sido escritas para leerse en alto ni para pasarse de mano en mano, de manera que no sonara demasiado abrupto el cambio entre lo compartido y lo privado (aunque lo cierto es que, en el caso de las cartas de Jane Austen, todo su contenido suele ser, en general, discontinuo y cambiante). La propia escritora le confiesa a Cassandra en una carta: «He conseguido dominar el verdadero arte de escribir cartas, del que siempre se ha dicho que consiste en expresar en el papel exactamente lo mismo que uno diría a la persona si estuviera hablando con ella. Y he estado hablando contigo casi tan rápido como he podido durante toda esta carta» (3 de enero de 1801).
 
Las cartas de Jane Austen a Cassandra casi se convierten en un diario compartido, donde todo lo digno de mención se cuenta con la mayor de las franquezas. En ellas se nota especialmente esa necesidad de tratar un montón de cosas —algunas nimias o insignificantes—, casi telegráficamente, para que su hermana recibiese la mayor cantidad posible de información, y habiendo gastado la escritora el menor espacio posible. Esto hace que cuestiones referidas, por ejemplo, al estado de sus hermanos marinos estén continuadas inmediatamente después por cotilleos de todo tipo e índole. A mí, personalmente, me resulta muy peculiar esa manera de entrelazar superficialidad con profundidad, pues creo que sólo las personas con cierta genialidad son capaces de hacerlo sin que resulte hipócrita o extraño. Incluso hay veces que juega en el límite, como cuando, en una carta a Cassandra, afirma: «La gente se está volviendo tan terriblemente pobre y ahorradora en esta parte del mundo que no la soporto. Kent es el único lugar en el que se puede ser feliz; allí todos son ricos» (19 de diciembre de 1798). Además, también hay que tener en cuenta que la mayoría de las misivas de Jane están dirigidas a Cassandra, por lo que es evidente que por detrás hay cosas que no se explicitan porque se sobreentienden, o bromas cómplices entre ambas que somos incapaces de descifrar. Aun así, la fluidez e ímpetu con la que las cuenta nos hace estar mucho más cerca de ella, y también nos permite descubrir aquellas cosas que llamaban su atención y que no dudaba en compartir con su inseparable hermana. A este respecto, también cabe señalar que la confianza que tenía con Cassandra le hace escribir con tranquilidad ciertos comentarios jocosos, además de crueles, hacia terceras personas, pues sabe que ella sabrá perdonarla en el caso de que se exceda, pero que también se reirá porque conoce bien sus salidas de tono repentinas. Esto nos recuerda a una carta donde, después de que Cassandra le haya contado la historia de una pobre mujer que está en su lecho de muerte, le dice a su hermana: «Las tonterías que he puesto en mi anterior carta y en ésta parecen fuera de lugar en un momento así, pero da igual; a ti no te harán daño y nadie más se sentirá atacado por ellas» (8 de abril de 1805). De hecho, con esos pequeños apuntes salpicados de humor negro, así como con sus ácidas críticas, ocurre como con todo el resto del contenido de sus misivas, a saber: no se excede; ella lo suelta, y cambia rápidamente de asunto. Esto hace que sea muy grato leer sus cartas, pues uno nunca sabe dónde va a encontrarse el comentario mordaz y sobre qué.
 
A quienes crean que Jane era sosa o anodina, les invito fervientemente a leer sus misivas, donde se descubre como alguien con una ironía sumamente ácida. Muchos de sus comentarios están escritos en ese tono, que le permite burlarse, pero sin perder ni un ápice de elegancia. Por eso hay que leerlos con cuidado, porque, muchas veces, tras esa capa de humildad y debilidad, se esconde precisamente una cierta vanidad y altanería. Se nota que era algo orgullosa, y que podía llegar a ser bastante brusca, como cuando, en una carta a Alethea Bigg, le dice nada más empezar: «Pienso que ya es hora de que nos escribamos un poco, aunque creo que la deuda epistolar corre de tu parte» (24 de enero de 1817). Poco después, sin embargo, y refiriéndose a su sobrino James-Edward, comenta tiernamente sobre él: «Sigue creciendo y cada día está más guapo, al menos para sus tías, que cada vez lo quieren más al ver confirmado en el joven el carácter dulce y cariñoso del niño». Y lo mejor es la manera que tiene de rematarla: «El verdadero objetivo de esta carta es pedirte una receta, pero me ha parecido más educado no decírtelo al principio». Creo que, en el pequeño recorrido por esta epístola, se aprecia esto que insisto en señalar en el artículo: la combinación tan equilibrada que se da en Jane Austen entre ternura y acidez. Jamás se permite caer en sentimentalismos que duren más de una frase. Pero también su tosquedad es efímera y corta, aunque también certera e ingeniosa. Y siempre es divertida, inesperada, ocurrente. Como cuando, por ejemplo, le dice a Cassandra: «Hace unos días me tomé la libertad de pedirle a tu capota de terciopelo negro que me prestara su capilla, cosa que hizo encantada y que me ha permitido aumentar considerablemente la dignidad de mi tocado, que antes parecía demasiado una baratija como para complacerme» (18 de diciembre de 1798). O cuando, en otra misiva, le dice: «Tengo dos recados para ti; deja que me los quite de encima primero para que el resto de la carta sea mía» (8 de noviembre de 1800). También hay una epístola muy curiosa (15 de septiembre de 1813), en la que expresa su afán de que sea escrita en frases cortas, que contengan dos puntos finales por cada línea (intentándolo cumplir, a duras penas, durante todo el escrito).
 
Además, hay algo que recorre muchas de sus cartas, y que, en especial, aparece recogido en la recopilación “Lejos de Cassandra”: la importancia de la vestimenta. Jane Austen tiene fama de que no se preocupaba demasiado por su aspecto físico, y que no gastaba demasiado tiempo en acicalarse (en una de sus cartas hace referencia a un laborioso peinado con rizos que le habían hecho y cómo ella, pese a los comentarios amables del resto, no estaba nada conforme; y es que, en lo referido a su apariencia, tendía hacia la discreción y hacia aquello que no le requiriese mucho esfuerzo). Sin embargo, cuando uno lee su correspondencia, se encuentra con que tenía un gran interés por las prendas de vestir, pues hace constante alusión a ellas —tanto a las que ya tenía como a algunas que esperaba comprar—, pero también se nota que le divertía mucho fijarse en las tendencias de moda y en su manera rápida de cambiar. Las descripciones detalladas que hace de algunos tejidos o de ciertos complementos o vestidos son tan cuidadas que uno cree casi que los está tocando o viendo él mismo. De hecho, es muy gracioso cuando, hablando sobre Tom Lefroy, su querido compañero de tonteo, le escribe a Cassandra: «… tiene un solo defecto, que el tiempo, confío, eliminará por completo: su abrigo de día es demasiado claro. Es un gran admirador de Tom Jones, así que imagino que utiliza los mismos colores que este llevaba cuando lo hirieron» (9 de enero de 1796). Además, no sólo se nota que prestaba atención a estos detalles, pues sin duda era una mujer sumamente observadora, sino que también estaba interesada por cuestiones de decoración, como demuestran algunos de sus comentarios en las cartas sobre el mobiliario, al que casi personifica (por ejemplo, habla de unas nuevas mesas que les han llegado a Steventon, cubiertas con un tapete verde, y que «mandan todo su amor» a Cassandra, que no se encuentra en ese momento en la casa familiar). Sin embargo, es muy gracioso cuando, poco después, tras haber hablado de otros tantos muebles, afirma tajante: «Pero basta ya de este asunto; pasaré a otro de naturaleza muy diferente, como tienden a ser los otros asuntos» (8 de noviembre de 1800). Se nota ahí, nuevamente, en esa frase tan corta y directa, ese regusto melancólico de sus epístolas: por mucho que disfrutara con la moda o con la decoración (en otra carta dirigida a Cassandra, datada del 20 de mayo de 1813, por ejemplo, haciendo referencia a una visita que había hecho, comenta: «… la decoración de la estancia, totalmente fuera de los cánones, me ha divertido mucho; estaba llena de elegantes moderneces») sabía que eran pasatiempos que poco se parecían a la vida real, siempre más árida.
 
Sea como fuere, si hay algo que recorre también muchas de sus cartas es su cariño hacia Cassandra, que no nos cansamos de recalcar, pues tiene una impronta fundamental en su correspondencia. En una carta dirigida a su hermana desde Lyme, comenta: «… llevo horas encantada con la idea de que tu amable preocupación por mí fuera tan ociosa como suelen ser las preocupaciones amables» (14 de septiembre de 1804). En otra ocasión, le escribe a Cassandra: «Te cuento todas las cosas buenas que se me ocurren, sé lo mucho que disfrutarás con ellas» (2 de marzo de 1814). Esta frase, sin duda, resume en buena medida la correspondencia entre las hermanas, que suele ser como una vivaz conversación entre amigas. Pero también hay comentarios con un regusto más triste, que dan también cuenta de la importancia que tenía para Jane lo que opinara su hermana mayor de ella: «Lamento que hayas encontrado tan breve mi primera carta. Me esforzaré por enmendarlo —cuando nos veamos— con algunos detalles más pormenorizados, que comenzaré a componer en breve» (1 de septiembre de 1796). O cuando le contesta una joven Jane, de apenas 21 años, tras sus encuentros con Tom Lefroy: «Me regañas tanto en tu preciosa y larga carta que acabo de recibir que casi me da miedo decirte cómo nos comportamos mi amigo irlandés y yo. Pues imagínate la manera más libertina y escandalosa de bailar y de sentarnos juntos» (9 de enero de 1796). Hay un comentario muy bello que le escribe desde Bath el lunes 8 de abril de 1805: «Hace un día de los que te gustan. Bath o Ibthorp ¿habrán visto alguna vez un 8 de abril semejante? Parece marzo y abril al mismo tiempo; la luz del uno y la calidez del otro. Lo único que hacemos es pasear. Espero que estés dispuesta a admitir que también tú disfrutas de un tiempo así». Es tal esa mezcla de ternura y acidez de la que venimos hablando una y otra vez, que a su querida hermana Cassandra le comenta: «Me alegro de todo corazón de lo bien que te encuentras por dentro y por fuera, aunque me cuesta creer que lo segundo sea cierto. ¿Puede un recorrido de ochenta kilómetros producir un cambio tan inmediato? Tenías muy mala cara en casa, y todo el mundo lo notó» (8 de abril de 1805). La constante referencia al tiempo es muy recurrente, unida, claro, a la preocupación por su hermana. Le escribe el 24 de enero de 1813: «Hace exactamente el tiempo deseable si se está lo bastante bien para disfrutarlo. Me encantaría oír que no estás encerrada en casa por culpa del Frío». Otro tierno comentario aparece el 29 de enero de 1813, cuando le comenta a Cassandra en una carta: «Te aseguro que este de hoy es un día frío, y me displace pensar en todo el frío que habrás de soportar en la visita a Manydown. Espero que te abrigues con el crepé de China. ¡Pobrecita! Te imagino temblorosa y con los pies en condiciones lamentables».
 
Ejemplos de sus comentarios agudos hay muchos, pero pondremos algunos a continuación para que os hagáis una idea del tono. Le escribe a Cassandra: «… la señorita A. es muy conversadora, aunque poco original; no percibo en ella genialidad ni ingenio, pero tiene buen juicio y cierto gusto, y es encantadora. Parece gustarle la gente con demasiada facilidad» (14 de septiembre de 1804). Esto último, por cierto, me recuerda a un comentario que lanza sobre ella misma, y que denota una palpable socarronería, cuando se refiere a que una tal señorita A. (quizá precisamente la que hemos nombrado más arriba, aunque no lo podemos afirmar con seguridad), le ha señalado su supuesto cambio de actitud hacia ella. Afirma: «¡Pobre de mí! ¡Mira que no saber que mi atención era tan importante y mis modales tan ásperos!». Poco después, y mostrando cierta indulgencia con la señorita en cuestión, aunque bañada absolutamente en una cierta condescendencia malvada, continúa: «Lo cierto es que es una muchacha muy simpática, así que tal vez me encariñe con ella; y la falta de compañía que sufre en casa, que posiblemente sea la causa de que dé tanta importancia a cualquier conocido aceptable, redobla su derecho a mi atención. Pondré el mayor empeño en guardar mis intimidades en lugar conveniente, e impedir así que desentonen. Entre tantas amistades, será mejor que no me meta en líos» (21 de abril de 1805). Este último apunte sobre cómo la sociabilidad está necesariamente unida al perpetuo aparentar y al ser alguien afable y sin dobleces es una cuestión recurrente en Jane Austen, que, desde luego, carecía de esa fantástica facilidad que tienen algunos para establecer ‘amistades’ (ella misma, en una misiva del 21 de mayo de 1801, le comenta a Cassandra: «Odio las fiestas con pocos invitados, obligan a uno a un esfuerzo constante»). Refiriéndose a una dama que acababa de contraer matrimonio en Bath, le dice a su hermana: «Todavía no la he visto la cara a ella, pero ni su vestimenta ni su porte tienen el estilo y la elegancia de la que hablaron los Brown; todo lo contrario: su indumentaria no es ni siquiera bonita, y parece una joven muy silenciosa» (8 de abril de 1805). Mientras le cuenta a Cassandra que está leyendo un ensayo sobre la policía militar y las instituciones del Imperio británico, escrito por el capitán Pasley (un libro sobre el que protestó al principio, pero que acabó resultándole «deliciosamente escrito y de lo más entretenido»), hace una crítica a quienes serían incapaces de apreciar su valor: «Las señoras que leen esos enormes, gruesos y estúpidos libros en cuarto que siempre se ven en las salitas de desayuno deben saber cuanto ocurre en el mundo. Detesto ese tamaño. El libro del capitán Pasley es demasiado bueno para ellas. Son incapaces de comprender a un hombre que condensa sus pensamientos en un octavo» (febrero de 1813). Como se aprecia, no soportaba a los eruditos y a los que se las daban de cultos. Esto también lo confirmamos, por ejemplo, en un comentario que le escribe a Cassandra cuando le comenta cómo la señora Martin la está intentando convencer para que se haga suscriptora de su editorial, que se pondrá en marcha pronto, y utiliza como incentivo que la colección no sólo consistirá en novelas, sino también en todo tipo de libros. Jane se mofa así: «Se podía haber ahorrado toda esta ostentación con nuestra familia, que somos grandes lectores de novelas y no nos avergonzamos de serlo; pero era necesario, supongo, para la soberbia de la mitad de los suscriptores» (18 de diciembre de 1798).
 
Pero sus críticas tampoco se reducían a gente de a pie, sino que también estaban dirigidas a artistas u a obras. Por ejemplo, era muy exigente con los actores de teatro, a los que escudriñaba en sus representaciones cuando iba a Londres a ver a su hermano Henry, casado con su prima Eliza. En un momento dado reconoce: «No creo que estuviera a la altura de mis expectativas. Supongo que quiero algo imposible. Rara vez me satisface una interpretación». O cuando, por ejemplo, deja entrever qué le ha parecido el libro de Lord Byron con esta frase: «He leído El corsario, he remendado las enaguas y no tengo nada más que hacer» (5 de marzo de 1814). Por cierto, no podemos dejar de poner en sus palabras eso que ya dejamos apuntado en el anterior artículo: «No es incumbencia de Walter Scott escribir novelas; sobre todo si son buenas. No es justo. Ya tiene bastante fama y ganancias como poeta y no debería quitar el pan de la boca de otros autores. No quiero que me guste Waverley si puedo evitarlo, pero me temo que será imposible. Estoy completamente decidida, sin embargo, a que no me agrade la señora… [se refiere a Jane West (1758-1852), una escritora moralista y conservadora] si alguna vez me encuentro con ella, lo que espero que no ocurra. Creo que podré plantar cara a todo cuanto escriba. He tomado la decisión de que sólo me gusten las novelas de la señorita Edgeworth, de E. [su sobrino James-Edward] y las mías». También hay un bello y afilado comentario que Jane Austen dirige a la condesa de Morley por su opinión sobre “Emma” (1815): «… es especialmente gratificante para mí recibir una temprana garantía de su aprobación. Lo cual me anima a confiar en que Emma goce de la misma buena opinión general que sus predecesoras, y a pensar que todavía no he recargado demasiado mi estilo, como todos los escritores de ficción antes o después» (13 de diciembre de 1815).
 
Sin embargo, la crítica no sólo iba dirigida a los demás, sino que ella mostraba una dura exigencia consigo misma y una clara tendencia al perfeccionismo. Refiriéndose a Elizabeth Bennet, su personaje de “Orgullo y prejuicio” (1813), cuando ésta estaba a punto de publicarse, afirma: «He de confesar que yo la considero la criatura más encantadora que ha aparecido en una página impresa, y no sé si seré capaz de soportar a aquellos a los que ella no les guste lo más mínimo. Hay algunos errores típicos; y un “dijo él” o “dijo ella” harían a veces más inmediatamente comprensible el diálogo; pero “no escribo para elfos tan insulsos” que no posean una gran dosis de ingenio» (ese último apunte burlón hace referencia al canto VI del poema narrativo “Marmion” [1808], de Walter Scott). Además, justo después, y siguiendo con los fallos que había detectado, continúa: «El segundo volumen es más breve de lo que desearía, pero la diferencia es más visual que real, pues hay una proporción mayor de narración en esa parte. He cortado y podado de un modo tan satisfactorio que supongo que será más corta que Juicio y sentimiento» (29 de enero de 1813). En una carta un poco posterior, hace referencia a la lectura en alto del volumen de “Orgullo y prejuicio”, como acostumbraban a hacer con todas sus novelas, pero reconoce que esta segunda velada de lectura no la ha disfrutado tanto por la rapidez con la que lee su madre, que, en sus propias palabras, «aunque entiende perfectamente a los personajes, es incapaz de hablar como deben hacerlo ellos». Sin embargo, justo a continuación sostiene: «En general, sin embargo, estoy inflada como un pavo y bastante satisfecha. La obra es un poco demasiado ligera, brillante y luminosa; le faltan sombras; le falta extenderse aquí y allá con un largo capítulo lleno de buen juicio, a ser posible; y, si no, de solemnes y pretenciosos disparates sobre algo que no guarde relación con la historia: un ensayo sobre la escritura, una crítica de Walter Scott, la historia de Buonaparté, o algo que marque un contraste y devuelva al lector con mayor placer al carácter risueño y epigramático del estilo general…» (4 de febrero de 1813). De hecho, en otra carta un poco posterior, y tras los comentarios favorables de su hermana Cassandra, hace referencia también a los elogios de su sobrina Fanny en estos términos: «Que Darcy y Elizabeth le gusten es suficiente. Si quiere, puede odiar a todos los demás». También, en otra carta a su hermana Cassandra, y refiriéndose a “Mansfield Park” (1814), señala: «La aprobación de Henry ahora está a la altura de mis deseos. Dice que es muy diferente de las otras dos novelas, pero no parece considerarla inferior en absoluto. […] alaba mucho la descripción de los personajes. Los comprende a todos, le gusta Fanny, y creo que adivina el desenlace» (2 de marzo de 1814).
 
Lo que más le importaba, sin duda, era la opinión que ella misma tenía sobre sus propias novelas, pero también aquello que suscitaban en sus seres queridos. No buscaba —ni mucho menos— el favor del público, aunque le molestaba cuando éste no otorgaba el mérito suficiente a aquellos escritos que ella consideraba dignos de atención. De hecho, esto se entiende especialmente en su correspondencia con el bibliotecario del príncipe regente en Carlton House, el señor Clarke. Respecto a los elogios que le dedica él a sus novelas, ella responde socarronamente: «Soy demasiado vanidosa para intentar convencerle de que las ha elogiado más de lo que merecen». Y señala a continuación: «Mi mayor inquietud en estos momentos es que esta cuarta obra [“Emma”] no desacredite a las demás. Pero en este punto no puedo dejar de declarar que, sean cuales sean mis deseos de éxito, me obsesiona la idea de que los lectores que sienten predilección por Orgullo y prejuicio la encuentren inferior en ingenio; y los que la sienten por Mansfield Park, inferior en buen juicio». Sin embargo, poco después, en la misma misiva (11 de diciembre de 1815), sale a relucir realmente su carácter, y lo hace ante las insistentes recomendaciones del bibliotecario sobre qué debe escribir. Con una falsa humildad repleta de ironía, le responde: «Me honra sobremanera que me crea capaz de describir a un clérigo como el que sugiere usted en su nota del 16 de noviembre. Pero le aseguro que no lo soy. Tal vez pudiera con la parte cómica del personaje, pero no con la bondadosa, la entusiasta, la literaria. La conversación de un hombre así debería versar a veces sobre temas de ciencia y filosofía que desconozco por completo; o al menos introducir ocasionalmente abundantes citas y alusiones que una mujer que, como yo, sólo conoce su lengua materna y ha leído poco en ella sería totalmente incapaz de escribir. Una educación clásica o, cuando menos, un conocimiento muy profundo de la literatura inglesa, antigua o moderna, me parecen indispensables para la persona que pueda hacer justicia a su clérigo; y creo que puedo presumir de ser, con toda la vanidad posible, la mujer más inculta y desinformada que jamás osó convertirse en escritora».
 
A su vez, en una carta algo posterior, también dirigida al señor Clarke, aparece una bellísima excusa para afrontar la incómoda adulación: «No sabe cuánto agradezco su tono cordial, y confío en que haya visto en mi silencio, como era mi intención, el deseo de no robarle su tiempo con agradecimientos ociosos» (1 de abril de 1816). Esa molestia por los excesivos halagos la comparte con una autora como Charlotte Brontë: ambas prestaban mucha atención a las críticas negativas, que recopilaban escrupulosamente. Pero hay algo que une mucho más a estas dos escritoras, por mucho que la nacida en Haworth fuera incapaz de entender la admiración que se tenía por Jane Austen y que no guardara ninguna estima por las obras de la de Steventon (sobre ellas dijo que «no le gustaría nada vivir con sus damas y sus caballeros en aquellas casas tan elegantes pero tan cerradas»): no puede haber más sintonía entre ambas autoras a la hora de oponerse radicalmente a quienes las recomendaban ‘amistosamente’ a qué debían dedicar sus textos. De hecho, la carta antes citada al señor Clarke termina con una portentosa declaración de intenciones de Jane Austen sobre cuál era su estilo y sobre cómo no iba a cambiarlo bajo ningún concepto, aun a sabiendas de que, probablemente, haciéndolo ganaría más fama. Dice así: «Es usted muy amable al indicarme el tipo de composición que me recomendaría en este momento, y soy plenamente consciente de que una novela histórica basada en la Casa Sajonia-Coburgo sería de mayor provecho o popularidad que las imágenes de la vida doméstica en un ambiente rural que yo describo. Pero sería tan incapaz de escribir esa clase de novela como un poema épico. Sólo podría ponerme a escribir seriamente una obra así con el fin de salvar mi vida; y, si no tuviera más remedio que continuarla y no pudiera reírme nunca de mí misma o de los demás, estoy segura de que me colgarían antes de acabar el primer capítulo. No, tengo que mantener mi propio estilo y seguir mi propio camino; y, aunque no vuelva a triunfar así, tengo la certeza de que fracasaría por completo si no lo hiciera». Sea como fuere, todas estas sugerencias no solicitadas y, sin embargo, recurrentes, le llevaron a crear un “Esquema de una novela atendiendo a distintas recomendaciones”, lo que da buena cuenta de lo que la divertían y lo poco que se las tomaba en serio.
 
Como antes apuntábamos, uno es incapaz de no ver una clara similitud entre las misivas de una y otra autora, siendo la sutil ironía, así como una originalidad muy particular a la hora de expresarse sobre cualquier cosa, características compartidas por ambas. En “Vida de Charlotte Brontë” (1857), de Elizabeth Gaskell, se reproducen las suficientes cartas de la autora de “Jane Eyre” (1847) como para que el lector curioso disfrute de esos detalles de carácter que emergen en las epístolas de una manera muy singular y evidente. Como opina muy acertadamente James-Edward en la biografía de su tía: «El ingenio vivaz con que Jane Austen esquiva el ataque a su libertad, y la elocuencia apasionada con que Charlotte Brontë defiende la misma causa y la independencia de su genio, son muy características del espíritu de ambas escritoras». Con el editor de “Emma”, John Murray, Jane Austen y su hermano Henry —que funcionaba las veces como asesor literario— guardaban buena relación, a pesar de ciertas molestias referidas a una considerable tardanza en la publicación de la novela citada. De hecho, respecto a un comentario incorrecto por parte de Jane Austen sobre la portada, que él le hace notar en una carta, ella le responde: «Me alegro de tener un amigo que me salve del mal efecto de mis propios errores» (11 de diciembre de 1815). John Murray les prestaba libros que también había editado, como “The Field of Waterloo” (1815), el poema de Walter Scott. En esta línea, Jane le escribe: «Le devuelvo con sumo agradecimiento los libros que tan amablemente me ha proporcionado. Soy consciente, se lo aseguro, de las atenciones que me ha dedicado para mi comodidad y diversión» (11 de diciembre de 1815). También Charlotte Brontë guardaba una relación similar con su editor, que, con mucha frecuencia, la mandaba libros a los desérticos páramos de Yorkshire. Como último detalle, conviene apuntar cómo la dedicatoria de “Emma” que ella había propuesto en un principio —«Emma, dedicada con permiso a S. A. R. el Príncipe Regente»— era mucho más discreta que la que terminó finalmente figurando en la novela: «Para / Su Alteza Real / el príncipe regente, / esta obra, / con el permiso de Su Alteza Real, / dedicada por / su respetuosa / y obediente / y humilde servidora, / la autora». De cualquier modo, ésta última, por su carácter reiterativo y rimbombante, casi parece esconder una parodia.
 
Es una pena que no haya demasiadas referencias a sus consideraciones sobre literatura, aunque lo cierto es que el testimonio que se guarda de ellas está contenido, fundamentalmente, en las cartas que intercambiaba con sus sobrinos Anne y James-Edward, los únicos que habían seguido la estela de su tía. Le dice a la primera en una carta: «A tu tía C. [Cassandra] no le gustan las novelas poco metódicas, y tiene cierto miedo de que la tuya exagere en ese sentido; de que pase con demasiada frecuencia de un grupo de gente a otro, y de que circunstancias a las que en principio se da importancia no conduzcan a nada. A mí no me parece tan objetable. Tengo la manga más ancha que ella, y creo que la naturaleza y el espíritu ocultan muchos de los pecados de una historia errática. Y a la gente no suelen importarle esas cosas, para tu tranquilidad…» (10 de agosto de 1814). Un mes más tarde le comenta: «Ahora sí que estás manejando a tus personajes de maravilla, colocándolos exactamente en una situación que no puede deleitarme más. Tres o cuatro familias en un pequeño pueblo es justo con lo que hay que trabajar» (9 de septiembre de 1814). En una misiva unas semanas después, refiriéndose, suponemos, a uno de los personajes de la novela de su sobrina, le señala con su agudeza característica: «Que a Devereux Forrester le arruine su vanidad está muy bien, pero me gustaría que no le dejaras caer en una “vorágine de disipación”. No pongo objeciones al hecho en sí, pero no soporto esa expresión: es tan típica de una novela; y tan antigua que supongo que Adán ya la encontró en la primera novela que abrió» (28 de septiembre de 1814). Por terminar con esta pequeña selección de la correspondencia que compartía con su querida Anna, cabe aludir al momento en el que, ante una de las tramas de la novela de su sobrina, le comenta con su peculiar humor: «Está muy bien contada, y el hecho de que haya estado enamorado de su tía hace que Cecilia se interese más por él. Me gusta la idea; ¡todo un cumplido para las tías! Tengo la sensación de que, cuando se elige a una sobrina, es casi siempre para halagar a alguna de sus tías. Supongo que tu marido estuvo en otro tiempo enamorado de mí, y jamás habría pensado en ti si no me hubiera creído muerta de escarlatina» (noviembre de 1814).
 
Con relación a su sobrino James-Edward tiene también algunas cartas dignas de mención. De hecho, en una de ellas, ante la repentina desaparición de dos capítulos y medio de la novela que él estaba escribiendo, Jane Austen, jocosamente, señala que ella no ha podido tener que ver con el misterioso hurto porque no ha estado últimamente por Steventon (lugar donde él reside con su familia), pero que bien le habrían venido para aumentar su producción literaria. Haciendo honor a su fantástica capacidad para cambiar de tono, poco después se pregunta, pensativa: «¿Qué haría yo con tus bosquejos enérgicos, viriles e impetuosos, llenos de variedad y de brillo? ¿Cómo podría unirlos al pequeño pedazo de marfil (de cinco centímetros de ancho) que trabajo con un pincel tan fino que apenas produce efecto después de mucha aplicación?» (16 de diciembre de 1816). Aquí se aprecia muy bien cómo pasa de la broma a la seriedad con la mayor facilidad, y también cómo sus cartas necesitan detalles más superficiales y cotidianos para contrastar, repentinamente, con frases tan punzantes y bellas. Respecto a otros temas, también tiene comentarios muy divertidos, pero de un humor con el que uno debía estar acostumbrado para entender su alcance; como cuando le escribe a su sobrino: «Me imagino tu alegría por haber dejado Winchester. Ahora puedes reconocer lo desgraciado que has sido allí; todo irá saliendo poco a poco a la luz —tus delitos y tus sufrimientos—, la cantidad de veces que fuiste a Londres en la silla de posta y derrochaste cincuenta guineas en una taberna, y la cantidad de veces que estuviste a punto de colgarte y lo único que te lo impidió, como dice la insidiosa calumnia contra el viejo y pobre Winton, fue la falta de un árbol en varios kilómetros a la redonda de la ciudad» (16 de diciembre de 1816).
 
También vuelven a aparecer alusiones al tiempo en la correspondencia que comparte con su sobrino, como igualmente hemos señalado que ocurría en los intercambios epistolares con Cassandra; algo que se repite en numerosas ocasiones y que ya notamos en su momento, cuando investigamos la vida de las hermanas Brontë, que era una costumbre recurrente de la época y del lugar: las largas temporadas frías de Inglaterra impedían muchas veces que ciertos encuentros se produjeran o que el ánimo de sus habitantes fuese siempre el más alegre o jovial. A James-Edward le escribe: «Hace un tiempo realmente horrible, y llevamos mucho tiempo así, más de lo que se puede soportar; empiezo a pensar que jamás volverá a hacer bueno. Se trata de una artimaña mía, pues he observado con frecuencia que, si uno escribe sobre el tiempo, éste cambia por completo antes de que la carta se lea» (9 de julio de 1816). Un poco más tarde, en esa misma misiva, y reflejando su habitual forma de escribir, que va de un tema a otro a gran velocidad y con sorprendente habilidad, afirma: «Ayer por la mañana vimos pasar un montón de sillas de posta llenas de chicos: llenas de futuros héroes, legisladores, necios y villanos. No me has dado nunca las gracias por mi última carta, que llegó con el queso. No tolero que no me den las gracias». ¡Qué manera de juntar melancolía, ternura y presunto enfado en un par de frases! Por último, al final de una carta a este mismo sobrino, poco después de su partida a Winchester por su enfermedad fatal, Jane Austen le dice: «Dios te bendiga, mi querido E. Si alguna vez te pones enfermo, espero que te cuiden con tanto cariño como a mí. Que recibas el mismo consuelo de tus amigos solícitos y comprensivos; y que poseas, como me atrevo a decir qué ocurrirá, la mayor bendición de todas en la conciencia de no ser indigno de su amor. Yo no pude sentir eso» (27 de mayo de 1817).
 
En Jane Austen siempre hay una mezcla tan peculiar de humor y de seriedad que hace muy difícil detectar cuándo está hablando en serio y cuándo lo está haciendo en broma. Además, nunca debemos perder de vista que las cartas, como toda comunicación entre dos amigos cercanos, también dan por supuestas muchas cuestiones que no se explicitan y que pueden no ser captadas por quienes no comparten ese grado de intimidad. A esto se une su fina ironía y sus comentarios socarrones. Sin embargo, siempre late por debajo de ellos una cierta tristeza y melancolía, que suele esconderse bajo ciertas observaciones que hace la escritora; como cuando, por ejemplo, tras volver a un sitio en Bath en el que ya habían estado las hermanas hacía tiempo, Jane comenta: «… siete años, supongo, son suficientes para cambiar hasta el último poro de la piel y sentimiento del corazón» (8 de abril de 1805). También hay otro comentario que le hace a Cassandra, y que, sin tener absolutamente nada que ver con el anterior, guarda esa misma pesadumbre: «¡Pobre señora Stent! Le ha tocado estar siempre en medio, estorbando; pero tenemos que ser compasivas, pues tal vez algún día nos convirtamos en unas señoras Stent, incapaces de nada, fastidiosas para todos…» (21 de abril de 1805). Me gustaría concluir esta primerísima aproximación a Jane Austen desde sus cartas con el cierre tan curioso que le dedica a Cassandra en esa última misiva citada, y que dice así: «Puedes creerme, si así lo deseas». Y eso mismo os invito a hacer a vosotros: podéis creer lo que os cuento, o no hacerlo en absoluto; pero, por lo menos, espero haber conseguido que os haya entrado el gusanillo de inmiscuiros en su correspondencia y tratar de entender mejor a una autora que, como dice el título de esta serie de artículos, es insondable y siempre muestra nuevos matices cuando se la lee.

4 comentarios sobre “La insondable figura de Jane Austen: una aproximación desde sus cartas Deja un comentario

    • ¿Y eso por qué? Reconozco que tu comentario me ha parecido muy curioso y me ha hecho esbozar una sonrisa. A mí, en cambio, me llama mucho la atención, tanto por su carácter como por su habilidad a la hora de escribir. ¡Me habría encantado conocerla! Pero, desde luego, no tiene pinta de que fuera alguien de trato fácil, exceptuando la relación que tenía con Cassandra, y estaba muy alejada del temperamento adulador que rige buena parte de las relaciones. Aun con todo, ojalá haber tenido la oportunidad (aunque lo cierto es que las decepciones a la hora de conocer a quien uno admira son tremendamente habituales; así que… quizá sea mejor así).

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