Agnes Grey (1847)
Tal y como se dejó apuntado en el último artículo del curso pasado, empezamos este nuevo septiembre con el primer libro que publicó Anne, la pequeña de las hermanas Brontë, bajo el nombre de “Agnes Grey” (1847). Estamos ante una historia contada principalmente en primera persona —aunque haya momentos en los que se pase a la segunda o a la tercera, lo que funciona como un recurso muy interesante que ya comentaremos más adelante— de la mano de la propia protagonista, Agnes Grey. En este sentido, pero no sólo en éste, coincide con “Jane Eyre” (1847), el exitoso libro de su hermana Charlotte. De este modo, las referencias al lector serán recurrentes, y no únicamente para advertirle de algo, sino también para disculpar ciertos comportamientos o pensamientos a destiempo o inapropiados. Tiene una narración sencilla, pero no carente de complejas reflexiones, especialmente sobre el carácter humano, con sus múltiples buenos y malos ejemplos; la religión, con la consiguiente meditación que emana de aquello que se espera de nosotros; y la familia, los vínculos y el sentirse en comunión con alguien. Empecemos ya a adentrarnos más profundamente en él.
Este libro nos narra la historia de Agnes Grey, una niña que vive con sus padres y su hermana, y que siente que su fortaleza de carácter no es capaz de florecer lo suficiente entre aquellos con los que convive, pues la consideran demasiado pequeña como para que su criterio sea determinante a la hora de tomar decisiones o de llevar a cabo asuntos relevantes. Esto no es más que una pequeña molestia que tiene que aguantar de quienes sienten un gran amor y cariño hacia ella —que, por supuesto, oscila en ambas direcciones—. A raíz de un desafortunado incidente en el que pierden la fortuna que un conocido del padre les había prometido conseguir, empiezan a sufrir graves problemas de dinero y a contraer numerosas deudas. Esta incómoda coyuntura no es vivida por todos los integrantes de la familia de igual manera: así como el padre se siente muy hundido al no poder dar a su mujer y a sus hijas todo aquello que había soñado alcanzar, la madre —proveniente de una familia rica, pero cuyo matrimonio, no deseado por sus progenitores, la condujo a tener que renunciar a su fortuna— tiene un temperamento hecho a prueba de balas y una manera de afrontar los contratiempos que le impide desfallecer. Ante estas dos perspectivas, a saber, la de no sentirse útil en su familia y la de no querer resultar una carga por la falta de recursos, Agnes decide emprender un nuevo camino, alejado absolutamente de lo vivido en su corta existencia: convertirse en institutriz.
Durante la mayor parte del libro, asistiremos a una exhaustiva radiografía de lo que suponía esta profesión en aquella época, así como a una muestra minuciosa y sosegada de muchos de los contratiempos y dificultades a los que estaban sometidas las mujeres que ejercían esta ardua y poco agradable tarea. Sin duda, buena parte de estas experiencias no se basan en inventos o fantasías de la autora, sino que están claramente inspiradas en sus vivencias; y es que Anne Brontë dedicó un considerable tiempo de su vida a ejercer de institutriz en diversas casas. Como vamos apreciando a lo largo del libro, la idealización de cambiar de lugar, de ambiente y de personas choca de lleno con lo que se acaba encontrando: desprecio, niños mimados e insoportables, y una incapacidad casi absoluta de modular caracteres y de cambiar conductas por la inadecuada influencia de unos progenitores incapaces de dar ejemplo en sus propias carnes. “Agnes Grey” es una deliciosa descomposición del modo en el que se conforman las familias, y de la dificultad para que los miembros más pequeños de las mismas se desvíen de aquello que ven, escuchan y viven a diario. Para distanciarse de aquello que uno ha presenciado como el comportamiento o el modo de vida preponderante, se necesita una fortaleza de ánimo de la que pocas personas disponen; pues, para colmo, a pesar de que quienes toman dicha alternativa lo hacen aun sabiendo que les deparará mayor esfuerzo —aunque también, por supuesto, mayor tranquilidad de espíritu—, tienen que conllevar el rechazo de los suyos (y esto nunca suele ser plato de gusto).
De este modo, en “Agnes Grey” nos serán narradas las vivencias de la protagonista en dos casas distintas, que, sin embargo, comparten casi todos los defectos. Así como el primer contacto con el mundo exterior será arduo, tosco y guardará muy pocas experiencias gratificantes para Agnes, su segunda estancia, en Horton Lodge, con la familia Murray, acabará siendo guiada por unas expectativas desbordantes, pero también por un tormento adecuado a las mismas; y es que, a partir de un determinado momento, empieza a sentir una acusada predilección por el señor Weston, el nuevo ayudante del rector de la iglesia del lugar en el que reside. Resulta muy llamativo que todavía ninguno de los hombres principales de las novelas que me he leído de las hermanas Brontë se muestre excesivamente caballeroso o adulador de entrada, mostrando siempre, más bien, un cierto regusto amargo y seco. En este caso, el señor Weston, cuya bondad de carácter es muy apreciada entre los habitantes más pobres de la zona, a los que hace asiduas visitas que les reconfortan y les hacen conllevar mejor la vida, suele tomar una cierta distancia con Agnes, que es la que hace que ella, más tarde, en sus cavilaciones a solas, se machaque injustamente por estar ilusionándose en exceso (aunque tampoco puede evitarlo).
Sin embargo, sus secretas fantasías se irán viendo poco a poco recompensadas con detalles quizá estúpidos para muchos, pero reveladores para ella: por ejemplo, cuando él le entrega un ramo de campánulas tiempo después de que hubiesen tenido una conversación en la que ella le había dicho que era una de sus flores favoritas, o cuando ella ha tomado la determinación de volver a su hogar con su madre, tras la muerte de su padre, y él deja entrever que se volverán a ver. Es una delicia cómo la autora va hilvanando con delicadeza una relación que se sustenta en escuetos encuentros, pero en largas expectativas y proyecciones. Y lo cierto es que, aunque su idilio diste mucho de parecerse al de Edward Rochester y Jane Eyre, el final de ambas novelas guarda un paralelismo claro y notorio. Es un libro que te deja muy buen sabor de boca cuando lo terminas; que te hace creer que, en ocasiones, las cosas pueden salir bien; y que reflexiona sobre la idea de que las intuiciones que se tienen no son siempre invenciones, pudiendo llegar, en el mejor de los casos, incluso a coincidir con la realidad. Eso sí, la novela cierra casi en el empiece de aquello que llevábamos queriendo que sucediera durante buena parte de la obra, lo que provoca que no podamos evitar sentir algo de tristeza por no poder llegar a disfrutar de la relación entre Agnes Grey y el señor Weston extendida en el tiempo. Sin embargo, de la misma manera que ocurría en “Jane Eyre”, nos apunta sucintamente en qué punto se encuentran en la actualidad, siendo el lector el que debe imaginar el resto con los datos de los que dispone (que son, en todo caso, suficientes).
Hay varios paralelismos interesantes entre la vida de la propia Anne Brontë y la novela. De entrada, llama la atención cómo al principio, cuando Agnes Grey está narrando las circunstancias por las que tuvieron que pasar sus padres para, finalmente, contraer matrimonio, casi nos parezca que está hablando de las vicisitudes que sufrieron Patrick Brontë y Maria Branwell (los padres de las conocidas hermanas Charlotte, Emily y Anne). De hecho, la madre de nuestras queridas escritoras, que procedía de una familia pudiente, perdió sus escasas pertenencias en un naufragio durante la época en la que estaban ultimando los preparativos de su boda —en el libro, esto encuentra su analogía en la manera en la que pierden esa fortuna que tanto ansiaban conseguir—. A su vez, la figura de Agnes Grey no sólo coincide con la de Jane Eyre en la ficción, sino que también encuentra un paralelismo asombroso con la propia Anne Brontë, de cuyo carácter sacrificado y abnegado dan buena cuenta las biografías de esta asombrosa —y talentosa— familia. Además, no sólo en el carácter de Agnes Grey vemos muy bien perfilada a Anne, sino que también en ese afán de Agnes Grey por destacar y dejar de ser tratada como una niña, tomando la determinación de ejercer como institutriz, encontramos a la pequeña de las Brontë, que, de algún modo, hizo eso mismo en vida, queriendo ser tomada en consideración entre unas hermanas —Charlotte y Emily— que se hacían notar con mayor vehemencia que ella. Sin embargo, su manera de mostrar entereza no era a través del orgullo, sino mediante un sacrificado esfuerzo, que es el que hizo durante los años en los que ejerció de institutriz, y de los que dan buena cuenta las páginas del libro que hoy nos ocupa, capaz de retratar detalles minuciosos y sutiles de un terreno que ella conocía como la palma de su mano. A su vez, un último pormenor que me parece tierno, y que también quiero creer que está inspirado en la pequeña de los Brontë, es la presencia del mar y de la playa como lugares de sosiego y de paz; y es que realizar una excursión a la costa —concretamente, a Scarborough— fue el último deseo de Anne Brontë, cuando ya casi sus fuerzas no la acompañaban: era ahí donde más en su sitio se encontraba y donde, finalmente, descansó para siempre.
Creo que Anne Brontë consigue trasladar una sutileza muy particular, destilada en su personaje principal, Agnes Grey, que permite desenmascarar aquellas personalidades tímidas, calladas e introspectivas, dotándolas de una profundidad muy característica a través de su prosa. En este libro no pasan grandes cosas de cara al exterior —en este punto, se diferencia sustancialmente tanto de “Cumbres Borrascosas” (1847) como de “Jane Eyre”, que contaban con una trama y una acción con mucha más enjundia—, sino que aquello que ocurre lo hace, principalmente, de puertas para adentro y, por tanto, encuentra su mayor desarrollo en las propias reflexiones de nuestra protagonista, que son muchas y muy profundas. De este modo, si un lector busca en “Agnes Grey” que no dejen nunca de acontecer cosas que le mantengan entretenido, se va a llevar una gran decepción; sin embargo, si prefiere averiguar qué sucede cuando los personajes dialogan consigo mismos, y qué reflexiones les sugieren aquellas cosas que ven o viven en sus propias carnes, encontrará en esta obra un muy buen ejemplo.
Anne Brontë, que pasó más desapercibida en vida que sus hermanas, también ha trascendido de puntillas tras su muerte. Y lo peor no es que su figura no se conozca tanto, sino que a sus obras no se les haya dado la relevancia suficiente. Esto se materializa de una manera muy clara en un aspecto: “Agnes Grey” no cuenta con ninguna adaptación cinematográfica (o, al menos, que yo haya encontrado), mientras que las principales obras de Charlotte y Emily —“Jane Eyre” y “Cumbres Borrascosas”, respectivamente— tienen en su haber infinidad de ellas, como hemos analizado en los últimos artículos. Es cierto que, si buscas por Internet, aparece una imagen que recuerda a un cartel de película, aparentemente protagonizada por Jordan McFadden y Steven Luke; pero, si uno trata de buscar más información al respecto, no encuentra absolutamente nada, lo que le hace sospechar que quizá sea una mera fotografía o un proyecto sumamente pequeño que no hay manera de encontrar por los mares internáuticos. Sea como fuere, esto no hace más que poner sobre la mesa lo que acabamos de señalar: las sombras de Charlotte y Emily son muy alargadas, y Anne, con su discreción particular, tan sólo llega a ser conocida entre quienes buscan ahondar un poco más en figuras secundarias —aunque peor incluso lo tuvo Branwell, el hermano varón de la familia Brontë, que ha sido más olvidado todavía que la propia Anne, si bien por motivos harto distintos—.
Al final, “Agnes Grey” es también una novela de aprendizaje, de lo que supone el paso de una infancia y adolescencia excesivamente controladas a la inhóspita edad adulta, ese árido lugar en el que las responsabilidades se empiezan a acumular progresivamente y donde ya no hay nadie que dé la cara por nuestros actos salvo nosotros mismos. Sin embargo, la cuestión del aprendizaje no sólo se trata desde ese cambio en la vida de Agnes, sino que también está enfocada hacia las dificultades inherentes a una buena educación. Nuestra protagonista irá descubriendo lo complicado que es instruir y cambiar conductas en niños que ya tienen la suficiente edad como para haber vivido en el error durante demasiado tiempo (sobre todo, cuando además confirman que, aparentemente, les va mejor de esa manera, y que, encima, les cuesta menos esfuerzo). Esa constante frustración a la que deberá hacer frente un carácter tan noble y bondadoso como el de Agnes Grey me recuerda también al esfuerzo sobrehumano que tuvo que hacer la profesora de la estupenda película “El milagro de Ana Sullivan” (1962). Sin embargo, a pesar de la gran cantidad de pesadumbres que deberá aguantar nuestra querida Agnes, hay en ella una cierta cabezonería, pero sobre todo un sentido muy fuerte de abnegación y responsabilidad, que le harán permanecer en su puesto de institutriz, aun advirtiendo lo penoso de su situación. Como ella llegó a esa ocupación por elección propia, y no porque nadie la obligase a ello, siente que debe aguantar de la manera más estoica posible, sin rechistar y, casi, hasta de buena gana (tiene, además, un gran miedo a decepcionar a su familia y a no disponer de la suficiente fortaleza de carácter como para aguantar semejante chaparrón).
El personaje de Agnes Grey está muy cerca del de Jane Eyre: las dos, que suelen sentir una gran molestia porque no se las tome en serio o porque no se juzgue su capacidad o bondad moral, sino sólo la posición social que ocupan, siempre acaban por aguantar esa injusticia con paciencia y casi con compasión hacia el que precisamente las está humillando. Ambas se elevan como un ejemplo de resignación ante una condescendencia de sus superiores que muchas veces viene del poder efectivo que tienen sobre ellas, pero que no se corresponde con una superioridad que para ellas resulte digna de admiración. De hecho, la propia Agnes señala en un momento dado lo siguiente: «Puedo concebir pocas situaciones más vejatorias que aquella en la que, por mucho que busques el éxito, por mucho que te afanes por cumplir con tu deber, tus esfuerzos son frustrados y ninguneados por tus inferiores e injustamente censurados y malinterpretados por tus superiores». También sus educandas se parecen bastante: Adèle Varens guarda muchos parecidos con Rosalie Murray, la alumna más apreciada de Agnes (aunque eso no sea decir demasiado). Además, tanto a Agnes Grey como a Jane Eyre les cuesta encontrar su lugar en el mundo, sentirse cómodas con ciertas coyunturas que les ha tocado vivir; terminando por conseguirlo en su unión con alguien que las comprende y valora. Por último, y ya por hablar de las autoras, Anne Brontë no tiene casi nada que envidiar a las descripciones tan precisas sobre el carácter o la apariencia física que hace Charlotte de sus personajes, que destacan por su absoluta maestría; pues la pequeña de las hermanas apunta también muy alto en este aspecto, regalándonos absolutas joyas, en forma de párrafos, que diseccionan al milímetro aquello que describen. Aun con todo, y tras este pequeño apunte, me gustaría señalar que tampoco quiero que este análisis sea una mera comparativa entre “Agnes Grey” y “Jane Eyre”, si bien ambos libros guardan infinidad de similitudes, que, aunque quizá no sea éste el lugar para detallarlas, quedan aquí apuntadas como una idea para recuperarlas más tarde, si surge la ocasión en un futuro, de una manera más pormenorizada y distendida.
Como señalamos al principio de este artículo, “Agnes Grey” tiene alguna que otra cosa muy original. Por ejemplo, ese cambio de la primera persona, que es la que rige casi todo el libro, a la segunda o a la tercera resulta muy llamativo. Suele utilizar la segunda cuando pone a discutir a su corazón y a su razón, como ella misma señala, o cuando hace su aparición la Esperanza, que, por la preponderancia que tiene en su cabeza, la trata a veces como a una más, otorgándole hasta nombre propio. Esto favorece que esas disputas internas sean muy divertidas, llamando la atención su original idiosincrasia, que la vuelve muy tranquila y serena para los demás, cuando, realmente, es pura agitación y lucha cuando está sola con sus pensamientos. Su capacidad para inventar mundos paralelos, su facilidad para ilusionarse en exceso con pequeños detalles y su dificultad para decir lo adecuado en los momentos más relevantes (llegando siempre las palabras un poco después, cuando ya no son necesarias) le llevan a molestarse mucho consigo misma, siendo excesivamente dura y fustigándose a través de la promesa de evitar por todos los medios ver cosas donde no las hay. Es curioso y peculiar ser partícipe de una guerra abierta de ella misma contra sí misma, que va muchas veces por derroteros incómodos, y que termina por encontrar el mejor refugio en unas lágrimas solitarias; estado en el que, sin embargo, tampoco se permite mucho estar, por resultarle demasiado desproporcionado para sus insignificantes problemas (según su estricto sentido de cómo deben afrontarse las complicaciones de la vida). A su vez, la tercera persona, por ejemplo, la utiliza en un momento dado cuando habla de sí misma desde fuera, como si la estuvieran describiendo sus incompetentes alumnas.
Además de esto, me gustaría también señalar dos cuestiones que recorren también el libro y que, sin tener que ver entre sí, van permeando en muchos momentos de la historia. Una de ellas es la de la belleza. La propia Agnes se burla socarronamente de que, si bien habitualmente en la escuela nos suelen vender que lo importante no es el aspecto externo, sino lo que contiene éste en su interior, lo cierto es que, en la vida real, sucede de manera completamente diferente. Sin embargo, lejos de contarlo como una desgracia, lo justifica con sentido común: es indiscutible que, ante dos cosas de semejante valía, nos dejemos convencer por la más bella. Pero, y aquí está el reverso tenebroso, es una tristeza que ciertas bellezas, que no han supuesto esfuerzo alguno para quienes disfrutan de ellas en sus propias carnes, pudiéndose sólo entender como un don divino y milagroso, se utilicen de la peor manera posible y para los propósitos más vanidosos y hostiles. Ahí es cuando la propia Agnes Grey no puede sino molestarse por quienes —en este caso, claramente, Rosalie Murray— hacen un mal uso de una cualidad de tanta relevancia para el común de los mortales, mientras que otros, de figura mediocre y semblante anodino —como Agnes se define más o menos a sí misma—, deben conllevarlo como buenamente pueden.
A su vez, la otra cuestión que quería también traer a colación, y que me parece absolutamente fundamental tanto en el libro como en la vida, es la influencia que ejercen sobre uno quienes le rodean, y si ésta puede o no ser relevante para la formación de su carácter y para su manera de entender el mundo. Sin duda, para Agnes Grey la respuesta es afirmativa, y por eso teme tanto que rodearse de semejante ineptitud y de un amor tan profundo por el disfrute más vano sea capaz de degenerarla y de hacerla peor persona. Como ella misma señala en un momento dado del libro: «… yo, puesto que no podía mejorar a mis jóvenes compañeros, tenía mucho miedo de que ellos me empeorasen a mí, que gradualmente me bajasen los sentimientos, las costumbres y las capacidades a su mismo nivel, pero sin impartirme a mí su despreocupación y alegre vivacidad. Ya me parecía notar que se me deterioraba el intelecto, se me petrificaba el corazón, se me encogía el alma y temblaba por si incluso se amortiguaban mis percepciones morales, se confundían mis distinciones entre el bien y el mal y se hundían mis mejores cualidades bajo la influencia de una forma de vida tan malsana».
A su vez, hay otro asunto que recorre el libro de una u otra manera, adoptando diferentes formas dependiendo del contexto, y que resulta muy relevante darle una vuelta. Es el que tiene que ver con cómo afrontar la pobreza y los recursos limitados o escuetos de los que se disponen. Cuando, como ya hemos señalado antes, pasan una temporada complicada en su familia por el fatídico incidente que les hace perder sus expectativas de vivir holgadamente, Agnes reflexiona sobre cómo una aflicción que no está enfocada a convivir con las dificultades, tratando de encontrar remedios productivos para paliarlas o, al menos, para hacerlas más llevaderas, es una absoluta pérdida de tiempo. Esto también lo desarrolla más tarde nuestra protagonista, cuando tienen que enfrentarse a la muerte de su padre, señalando que, si bien hay una tendencia a compadecernos de los pobres porque carecen del suficiente tiempo para llevar un duelo sosegado y tranquilo, ella cree que el mejor remedio para conllevar un dolor inconsolable es precisamente la actividad, que sirve además de condición necesaria para evitar caer en la desesperación y en la desidia. Esta idea la redondea de una manera fantástica, advirtiendo que «… no podemos tener preocupaciones, ansiedades y fatigas sin esperanza, aunque sea sólo la esperanza de realizar nuestra triste tarea, cumplir algún proyecto necesario o eludir alguna otra molestia».
Pero “Agnes Grey” también contiene, ¡cómo no!, una bella historia de amor, que se empieza ya a vislumbrar en el matrimonio conformado por sus padres, que tienen una preciosa relación (al hilo de esto, cabe hacer alusión a la maravillosa carta que la madre manda a su padre, el abuelo de Agnes, tras la muerte de su marido, señalando que no sólo no se equivocó casándose con él, sino que lo hubiera hecho otra vez, incluso aunque le acecharan desgracias más severas), y que, finalmente, termina por cuajar también en el vínculo entre nuestra protagonista y Edward Weston, desde el que alcanzamos a ver un futuro guiado por sus férreos temperamentos, mucho más ligados al sacrificio, la abnegación y la compasión que al despilfarro, la vanidad y el mero placer individual. De hecho, Agnes lo resume así: «Nuestros modestos ingresos son suficientes para nuestras necesidades; y ejerciendo las economías que aprendimos en tiempos más difíciles, y nunca intentando imitar a nuestros vecinos más prósperos, conseguimos no sólo disfrutar de comodidades nosotros, sino ahorrar un poco cada año para nuestros hijos y para dar a los que lo necesitan». Por último, y para ya cerrar este análisis de la primera obra de Anne Brontë, me gustaría acabar con una de mis citas favoritas del libro, esperando que sea capaz de alumbrar el contenido de este humilde escrito: «… me convertí en la esposa de Edward Weston, y nunca he tenido motivos para arrepentirme y estoy segura de que nunca los tendré. Hemos tenido pruebas, y sabemos que tendremos más; pero las soportamos bien juntos y procuramos fortalecernos mutuamente contra la separación final, la mayor de todas las aflicciones para el superviviente».
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Es imposible pensar hoy en nuestro entorno que una mujer con la formación de Agnes se tenga que dedicar a ser una especie de cuidadora, educadora y…
Sí, definitivamente hemos avanzado, hombres y mujeres tenemos los mismos derechos y obligaciones, pero ¿y en esos países en donde todavía la mujer está sometida? ¿Cómo podríamos compartir nuestro camino?
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Quizá no sea tan imposible… Es muy probable que personas con ciertos talentos queden relegadas a trabajos muy por debajo de sus capacidades por una necesidad más imperiosa que la de hacer un mejor uso de ellos. Además, un exceso de formación —por ejemplo, intelectual— tampoco es síntoma de prosperidad (de hecho, lo que triunfa hoy en día son cosas bien distintas). Pero, como bien dices, hemos avanzado mucho, y esto ya no tiene tanta relación con el hecho de ser mujer (o, al menos, no en nuestro contexto), sino con lo pudiente o no que seas. Me gusta ese matiz que le has dado, en el que no sólo hablas de «derechos», sino también de «obligaciones» (muchas veces olvidadas estas últimas, cuando son la contrapartida inevitable de los primeros). Buena pregunta… Desde luego que yo no tengo la solución (como decía una profesora: «si la tuviera, no me dedicaría a esto»). Pero lo que sí que me parece una deferencia hacia esos países es no ponernos a discutir sobre chorradas y a fijarnos en tonterías mientras allí no se haya conseguido ni una milésima parte de lo que tenemos aquí (y que, a veces, con cierto peligro, damos demasiado por sentado).
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No conocía esta novela ni de oídas. Me parece muy interesante lo que describes en el artículo y me han entrado ganas de leerla por lo intimista que parece ser. Cada vez me interesan más los libros en los que prevalece el diálogo interior frente a la acción y parece que éste es un buen ejemplo. Muchas gracias por compartir este análisis, que me ha despertado la curiosidad por acercarme a esta lectura.
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Si te gustan ese tipo de novelas, “Agnes Grey” es muy recomendable, sí (seguro que no te deja indiferente su manera de narrar los conflictos internos de su protagonista). Me alegra que haya sido así, ya que pretendo reivindicar la figura de Anne Brontë, la injusta olvidada de las hermanas, tratando de extender su obra, que es de una calidad a la altura de Emily y de Charlotte, en la medida de mis posibilidades. Gracias por leer.
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