Los Watson (1871)
Continuamos hoy el ciclo de Jane Austen con el último escrito que nos queda de ella antes de inmiscuirnos de lleno en sus grandes novelas y en sus múltiples adaptaciones cinematográficas: la apasionante y ardua tarea que iniciaremos el curso que viene. Pero ahora toca hablar de “Los Watson” (1871), una pequeña obrita, de unas 60 y pico páginas, que se dice que fue escrita en torno a 1803 o 1804, pero que fue abandonada por la autora en 1805, poco después de la muerte de su padre, para jamás volverla a retomar. Si bien podríamos pensar que esto diferencia sustancialmente a “Los Watson” de “Lady Susan” (1871), pues este último escrito no sólo lo terminó, sino que también se molestó en dejar una cuidada copia en 1805 —lo que quizá podría interpretarse como una muestra de mayor estima por él frente al que ahora nos ocupa—, todo apunta a que la renuncia definitiva de “Los Watson” no tenía tanto que ver con su calidad literaria como con las similitudes que empezó a tener con su propia vida, lo que le dificultaba el volver a esta obra y concluirla definitivamente. Aun así, y pese a que la autora no parecía tener intención de que este texto saliera a la luz, terminó publicándose en 1871, cuando James Edward Austen-Leigh, uno de los sobrinos de la escritora, lo incorporó en la edición revisada y aumentada de su ya nombrada biografía, “Recuerdos de Jane Austen” (1870), que fue también la primera que se hizo sobre la autora. Y no sólo eso, sino que lo más curioso de todo es que, a mediados del siglo XIX, concretamente en 1850, su sobrina Catherine Hubback —una de las hijas de su hermano Francis—, finalizó este escrito incompleto de su tía, publicándolo bajo el nombre de “The Younger Sister”. Así que, por sorprendente que pueda parecer, la continuación de “Los Watson” fue compartida al mundo 20 años antes que el pequeño texto de Jane Austen que se suponía que estaba finalizando. Sin más dilación, asomémonos a esta obra inconclusa que, pese a ese hándicap y a su corta longitud, tiene interesantes cosas que ofrecer.
“Los Watson” es uno de los pocos escritos —si no el único— que Jane Austen inició durante su etapa en Bath, que se extendió entre los años 1801 y 1806, y que fue bastante dura para ella por el cambio radical que supuso respecto a su anterior estilo de vida en Steventon, el lugar donde nació y vivió sus años de infancia, juventud y primera edad adulta. Además, allí también hubo de presenciar los últimos momentos de su padre y, más tarde, por ese triste incidente, el inicio de una temporada bastante tormentosa para ella, su hermana y su madre, que se vieron forzadas a ir de una residencia familiar a otra ante la falta de recursos económicos (como ya comentamos con más detenimiento en nuestro artículo sobre sus biografías). “Los Watson” es una pequeña novela que no cuenta con ningún apartado o capítulo, y que, por esta razón, así como por su escueta extensión, se lee del tirón sin ninguna dificultad ni pesadez. Esta vez la autora ha abandonado el género epistolar y ha optado por una narración en tercera persona, combinada, eso sí, con bastantes diálogos. La obra nos cuenta la historia de Emma Watson —sabemos lo difícil que es no pensar en la actriz que encarna a Hermione Granger—, una joven que, con 19 años, vuelve a su hogar familiar tras haber residido durante los últimos catorce con unos acaudalados tíos con quienes se fue a vivir cuando era apenas una niña —costumbre muy común durante la época, y que la escritora conocía de cerca, pues su hermano Edward corrió esta misma suerte al ser enviado con un adinerado pariente lejano, Thomas Knight, y su mujer, que quedaron prendados del pequeño durante su luna de miel y que acabaron adoptándole—. La razón de la vuelta de Emma, sin embargo, no es la mejor, y es que, dos años después de la muerte de su tío, con el que guardaba una muy estrecha relación, su tía se ha casado con un capitán irlandés que no quiere que Emma se vaya con ellos a vivir. Esta decisión, que ella ha asumido con la mayor de las serenidades, no está muy bien vista por otros personajes de la narración, que verán como una imprudencia que su tía haya decidido casarse de una manera tan apresurada con este hombre y dejarla a ella sin la seguridad económica que esperaba obtener (habida cuenta de que su tío le había dejado todos sus bienes a su mujer, dando por hecho que su sobrina Emma estaría incluida también en su disfrute).
Pero la mayor incomodidad del periplo de Emma será la vuelta a su hogar, pues realmente es una extraña entre sus seres queridos. Además, no sólo debe enfrentar esa situación de paria, sino que, para colmo, la austeridad de los miembros de su familia es completamente opuesta a la vida desahogada y a la educación más elevada a la que ella estaba acostumbrada cuando residía con sus tíos, lo que le hace sentirse más como una carga que como una verdadera alegría. A todo esto hay que añadir que su padre, además de viudo, está bastante enfermo, lo que le hace pasar largas temporadas sin apenas poder moverse y sin casi pronunciar palabra. Aun así, Emma tiene la suerte de que, a su llegada, la única que se encuentra en esos momentos en la residencia familiar es su hermana mayor, Elisabeth, el personaje con el que más intimará a lo largo de la historia. De hecho, como es imposible que vayan las dos al primer baile del invierno, pues una debe quedarse al cuidado del señor Watson, y ella ya ha asistido a muchos de estos divertidos jolgorios, anima encarecidamente a su hermana Emma a que vaya, para que además así puedan conocer en el vecindario su dulzura, bondad y belleza. Pese a ciertas reticencias iniciales por parte de Emma, al final accederá; eso sí, no sin que antes Elisabeth le haya informado de quiénes son unos y otros, a quién se debe arrimar y a quién no, con quién debe bailar y a quién evitar en la medida de lo posible; además de prevenirla de los encantos de Tom Musgrave, el paradigma del don Juan, el seductor de esta historia: un apuesto joven del que todas están enamoradas, pero que se muestra absolutamente incapaz de comprometerse con nadie.
Sin embargo, las advertencias de su hermana sobre Tom Musgrave, sustentadas en su carácter cautivador, al que se supone que es difícil no sucumbir, no le son en absoluto necesarias a Emma, pues no consigue despertarle ningún tipo de interés cuando finalmente le conoce. Y esto, claro, resulta ser un aliciente para él, que precisamente empieza a sentirse atraído por la única mujer de la sala que no le muestra una incontestable adulación, en tanto que es incapaz de aceptar que alguien no le quiera bailar el agua. Pero no sólo la mirada de Tom Musgrave se fijará en la joven Emma, sino que casi todos los asistentes al baile mostrarán cierta curiosidad por esa nueva muchacha de tez morena, ojos alegres y rostro sincero. Incluso los Osborne, los aristócratas de la zona que no siempre se dejan ver en estas veladas y que, cuando lo hacen, suelen ser los últimos en llegar y los primeros en marcharse, trayendo con ellos un halo de distinción a las festividades en las que se dignan a aparecer, se fijan en la particular Emma. De hecho, por una inesperada casualidad, acabará bailando con el pequeño Charles, lo que favorecerá que el señor Howard, antiguo preceptor de lord Osborne y tío del pequeño, le acabe pidiendo que le conceda los dos siguientes bailes. Este galán, con fama de estirado según Elisabeth, pero del que tiene una muy buena opinión el señor Watson, que considera sorprendente la cortesía que muestra para su juventud y cuyos sermones juzga como insuperables, es precisamente el que sí llama la atención de nuestra Emma, que no podrá contener su dicha al compartir con él la intimidad que ofrece un baile.
No obstante, para su desgracia, después de ese encuentro no volverá a coincidir más con el señor Howard (que, por cierto, nos recuerda bastante al señor Weston de “Agnes Grey” [1847]), mientras que Tom Musgrave, que es a quien menos ganas tiene de ver, hará todo lo posible para hacer apariciones estelares en su casa que nadie espera y que a ella, además, le desagradan e incomodan (aunque alguna vez las agradece, pues restan algo de tensión familiar); no como a otra de sus hermanas, Margaret, que está convencida de que el joven está prendado de ella —algo que, por supuesto, no es el caso— y que es la típica persona que, de puertas para afuera, se muestra afable y dulce, mientras que, de puertas para adentro, resulta completamente insoportable e irritante. Pero tampoco se salva Robert, el hermano mayor de los Watson, que se cree más sabio que nadie y que está casado con una acaudalada mujer, Jane, con la que tiene una hija, Augusta. De hecho, será el matrimonio el que traiga a Margaret de vuelta al hogar familiar, pues había ido a pasar un mes con ellos a su mansión (desde luego que esto vuelve a tener reminiscencias de la lujosa vida de su hermano Edward, cuya residencia también era el lugar en el que los Austen pasaban ociosas temporadas de descanso; aunque, de carácter, Robert Watson probablemente se parezca mucho más a James, el hermano mayor de la escritora y con el que no tenía muy buena relación). Por otro lado, a los dos hermanos que faltan, Penélope y Sam, no les conocemos en persona durante la narración, sino que tan sólo nos podemos formar una opinión de ellos por lo que dicen otros personajes. Inevitablemente, de Penélope tenemos una imagen pésima, pues es la que le ha presentado Elisabeth a Emma y, de paso, a todos nosotros: una muchacha que está dispuesta a todo por casarse, hasta el punto de provocar que el hombre del que Elisabeth estaba profundamente enamorada, Purvis, termine alejándose de su hermana y casándose con otra joven. Elisabeth la describe en estos términos: «… tiene sus buenas cualidades, pero carece de lealtad, de honor y de escrúpulos cuando desea conseguir algo para sí misma». Por su parte, Sam Watson nos despierta, en cambio, mucha ternura: es un excelente médico que está enamorado de Mary Edwards (la hija de los Edwards, una familia pudiente, amiga de los Watson, que, cuando hay veladas por la zona, sabiendo que ellos viven algo más lejos, les invitan a «vestirse de gala, cenar y pasar la noche en su casa»), que no parece corresponderle por andar detrás del capitán Hunter, y cuyos padres, por las opiniones que vierten sobre el pobre Sam, tampoco parece que estarían muy por la labor de aceptar ese enlace en el hipotético caso de que su hija realmente lo quisiera (algo que está por ver, pues se deja abierto en la trama).
Jane Austen, por desgracia, abandonó la historia justo después de que Emma rechazara la invitación de su hermano Robert y de su mujer para pasar una temporada con ellos en su estupenda casa familiar, mostrando otra vez su carácter poco influenciable. Así que, inevitablemente, lo que nos queda es un final abierto, pues así lo dejó la autora al no cerrar nunca esta pequeña obrita, que bien podría haberse convertido en una novela con todas las de la ley. Pero… aquí no podemos dejar de señalar algo muy importante, y es que, cuando Cassandra Austen les mostró a sus sobrinas el manuscrito de “Los Watson”, les relató el final que se supone que su hermana Jane había querido que tuviera la historia. Teniendo en cuenta el carácter de Cassandra, tan rígido y firme, y la predilección que sentía por su querida Jane, nada indica que se lo pudiera estar inventando —¿para qué habría hecho algo así?—. Además, la única persona a la que Jane le contaba todo con absoluta confianza —también, por supuesto, aquello en lo que estaba trabajando— era a su hermana mayor, por lo que no sería nada extraño que le hubiera hablado de esta obra, que, por mucho que no la hubiera dejado cerrada por escrito, sin duda ya tenía claro cómo concluiría. Según este testimonio, recogido en la segunda edición de la biografía de la autora hecha por James Edward Austen-Leigh, Cassandra relató el final que a continuación describimos. Al parecer, a raíz de la muerte del señor Watson, que no tardaría mucho en suceder, Emma se vería obligada a depender de su mezquino hermano Robert y de su mujer. A su vez, mientras que la joven rechazaría una oferta de matrimonio de lord Osborne, el núcleo fundamental de la obra residiría en el amor de lady Osborne por el señor Howard, que se acabaría enamorando de Emma y que terminaría por casarse con ella.
Desde luego que no hay nada en este desenlace que resulte chocante o que dé un giro radical a lo que nos ha llegado de la historia de su puño y letra. De hecho, cuando uno descubre esto, comprende mejor que su sobrina, también escritora, acometiese la arriesgada tarea de cerrar una obrita que daba bastante más de sí si se tiraba de ella hasta el final. Sinceramente, no puedo hablar de la calidad de “The Younger Sister”, puesto que no la he leído, aunque sí que me parece bastante presuntuoso por parte de Catherine Hubback querer terminar algo que había esbozado una cabeza tan genial como la de Jane Austen. Inevitablemente, tengo cierta curiosidad por ver el resultado de semejante osadía; pero…, dado que sólo está en inglés, he de armarme de valor y paciencia para leerlo, además de tener el tiempo suficiente como para querer dedicárselo (y…, bueno…, lo cierto es que no sé cuándo llegará ese momento). Aun así, no quería olvidarme de mencionarlo, por si alguien tiene menos pereza y más ganas de emprender ese trabajo. Además, si bien no hay ninguna adaptación cinematográfica de “Los Watson”—o no que yo haya encontrado—, sí que hay una adaptación teatral, que también busca continuar la historia en el punto donde se quedó, realizada por Laura Wade, que se estrenó en 2018 en el Minerva Theatre de Chichester (capital del condado de Sussex Occidental, al sur de Inglaterra) y que también fue representada en 2019 (de hecho, incluso se pensaba ponerla nuevamente en escena en 2020, pero la pandemia del coronavirus lo impidió).
Por ir concluyendo, podemos decir que “Los Watson” es una obra muy agradable de leer, que cuenta con la suficiente profundidad de temas y personajes como para que pudiera haberse convertido en una gran novela (si hubiese tenido un desarrollo más sosegado y una mayor extensión, claro). De cualquier forma, no podemos obviar la construcción de nuestra protagonista, que consigue demostrar la nobleza de su carácter en unas pocas páginas (lo que tiene todavía más mérito). Emma es una heroína bastante diferente a las del resto de escritos de Jane Austen que hemos tratado hasta la fecha: es bondadosa, sincera, pero también tiene un fuerte carácter que le impide disfrutar de la adulación de aquellos que no considera dignos de admiración. Es reservada, introspectiva, no le gusta la cháchara superficial y anodina, y prefiere refugiarse en los libros antes que mantener una conversación sobre preocupaciones estúpidas e infundadas. De hecho, pese a la coyuntura complicada en la que la conocemos —y es que esta narración se extenderá aproximadamente durante las dos semanas posteriores a que ella regrese a su hogar familiar—, se muestra siempre serena y prudente. A su vez, no busca juntarse con cualquiera que le regale los oídos y se muestra férrea con sus principios. He de decir que, por ahora, es el personaje suyo que más se me parece a la propia autora. Y es que eso de estar a expensas de terceras personas es algo que tuvo que vivir la escritora en sus propias carnes durante toda su vida. A fin de cuentas, como jamás se casó, hubo siempre de seguir los pasos de sus progenitores allá donde iban —fue ésa la razón que la condujo hasta Bath, a pesar de la profunda tristeza que la produjo ese traslado—; y, cuando su padre falleció, al disponer de muy pocos recursos para mantenerse, las tres mujeres Austen —la escritora, su madre y su hermana Cassandra— estuvieron de peregrinaje entre varias casas de sus seres queridos hasta instalarse definitivamente en Chawton, donde viviría Jane Austen hasta su muerte, en 1817.
Cabe decir que, además de ser una historia que ahonda en esa idea de no tener un hogar fijo, que fue algo casi premonitorio de lo que ella más tarde viviría, o de no estar en sintonía con quien se supone que es tu núcleo familiar más cercano, “Los Watson” también nos brinda una oportunidad para asomarnos a algunas costumbres y a ciertas creencias de la Inglaterra de finales del siglo XVIII. De hecho, si bien se escribió a principios del siglo XIX, parece ser que está ambientada en una época anterior, pues lo de empolvarse los cabellos es una práctica a la que se hace mención varias veces a lo largo del texto y, sin embargo, era ya una costumbre obsoleta —o, al menos, anticuada— para cuando fue escrita la obra. Otro detalle curioso que hemos descubierto durante la lectura de “Los Watson”, y al que se hace alusión en alguna que otra ocasión en tono jocoso, es que, al parecer, durante la segunda mitad del siglo XVIII se puso de moda entre la gente elegante retrasar las comidas cada vez más, rozando casi el ridículo. Así, si bien los Watson, de origen humilde, cenan a las nueve, Tom Musgrave o los Osborne, de clase muy superior, almuerzan a las ocho de la tarde y cenan en torno a la una de la madrugada. Por otra parte, a través de las referencias al personaje de Sam descubrimos cómo a finales del siglo XVIII los médicos carecían de un buen estatus social, pues la medicina no estaba considerada como una profesión de caballeros (mentalidad, eso sí, que iría cambiando a lo largo del siglo XIX).
Pero lo que adquiere más peso en “Los Watson” es, sin duda, el matrimonio y, sobre todo, la importancia que tenía en esta época, donde los bailes, por ejemplo, jugaban un papel fundamental a la hora de conocer a posibles pretendientes que pudieran convertirse en futuros maridos que aseguraran la estabilidad económica de la familia. Desde luego que este asunto resultaba mucho más acuciante entre los pobres, pues las mujeres solteras de esas familias sabían la situación tan precaria que terminarían sufriendo si sus padres morían antes de que ellas hubieran encontrado un marido que las mantuviera. A su vez, no podemos dejar de entrever cierto paralelismo entre la historia de Elisabeth Watson y Purvis, que fueron separados de muy mala manera por la malvada Penélope, y la de Cassandra Austen y su prometido, Tom Fowle, que murió de fiebres en las Indias Occidentales antes de que se consumara su matrimonio; y es que, a pesar de las evidentes diferencias entre un caso y otro, que fundamentalmente se sustentan en aquello que interrumpió el enlace deseado —la mala fe y el azar, respectivamente—, hay algo muy parecido en la resolución que ambas tomaron ante sus particulares desgracias: declararse solteras de por vida, por haber perdido al que consideraban su único y verdadero amor. Desde luego que esta determinación no era fácil de tomar en según qué contextos, pues, como la propia Elisabeth señala con pesadumbre, «… es muy triste envejecer, ser pobre y convertirte en el hazmerreír de los demás»; pero, aun con todo, en lo que apunta Emma a este respecto se atisba la opinión de la autora —y también, claro, la de su hermana—: «La pobreza es una gran desgracia, pero para una mujer educada y sensible no puede ser tan terrible. Preferiría ganarme la vida enseñando en una escuela (y no se me ocurre nada peor) que casarme con un hombre al que no amo». Ese precio lo pagaron caro las hermanas Austen, pero, sin duda, las compensó y las hizo ser coherentes hasta el final de sus días: Cassandra por haber adoptado la condición de una viuda, y Jane por no encontrar la oportunidad de casarse con alguien que estuviera a la altura de que ella tomara ese decisivo y significativo paso.
Pero no sólo se trata la cuestión del matrimonio, sino que también, muy unido a eso, se van desgranando las costumbres y los estilos de vida de las diferentes capas sociales. Y, en el punto intermedio entre ambas esferas, aparece la figura de Emma Watson, que ha vivido entre comodidades, lujos y gozando de una educación refinada en casa de sus tíos, pero que ahora debe volver al lugar de donde ella realmente es, de carácter humilde y de gustos menos elevados. Pero precisamente porque ella ha disfrutado la mayor parte de su vida de la opulencia —algo que, en cualquier caso, no la ha llevado a caer en la arrogancia, pues tiene unos modales ejemplares y considera que sólo su conducta es la que podrá probar esa esmerada instrucción que le reconoce Elisabeth que aparenta tener—, detecta con facilidad la condescendencia que pueden mostrar los estratos más altos de la sociedad hacia los hogares con menos recursos. Sin embargo, “Los Watson” jamás cae en la torpe y boba resolución de que quienes más tienen son siempre déspotas mientras que quienes tienen lo justo y necesario son automáticamente santos. De hecho, el personaje de Emma refleja muy bien cómo la bondad no está ligada a lo adinerado o modesto que uno sea, y que, por esa misma razón, tampoco cambia cuando la coyuntura que nos rodea da un giro radical y el viento, por ejemplo, deja de soplar a nuestro favor, como le ocurre a nuestra protagonista; que, sin embargo, lejos de mostrarse resentida o enfadada con su tía, incluso defiende la bondad con la que siempre la trató y no permite que nadie haga comentarios desfavorables sobre ella, pues, a pesar de que sabe que la decisión que ha tomado no ha sido la más acertada, defiende que, si ha cometido una imprudencia, sufrirá mucho más las consecuencias de lo que lo hará ella misma en sus propias carnes.
De cualquier manera, y a pesar de que sea especialmente tierno cómo se refiere a quienes la criaron durante casi toda su vida —a su tío le defiende hasta el final respecto a la resolución de otorgarle todos sus bienes a su mujer, pues considera que da buena cuenta del amor inestimable que sentía por ella, justificándole a través de la idea de que «los espíritus más generosos e instruidos son siempre los más confiados»—, también hay una crítica a esa defensa a ultranza, en ocasiones estúpida, del concepto de ‘familia feliz’. Emma Watson se satura en muchos de los encuentros familiares que se producen a raíz de que su hermano Robert y su mujer Jane traigan de vuelta a casa a Margaret, resaltándose en la narración que «… estaba empezando a comprender que una reunión familiar podía ser la peor de las reuniones». Y es que, para colmo, Emma tiene que lidiar con las molestias y los roces de cualquier tipo de familia, pero sin sentirse completamente como parte de ella. A fin de cuentas, y como se narra justo antes de que Jane Austen abandonara el texto: «Emma se había convertido en una joven a la que nadie parecía querer, en una carga para aquellos cuyo afecto no podía esperar, en una boca más que alimentar en una familia demasiado numerosa, rodeada de inteligencias de un nivel inferior, con tan escasas probabilidades de sentirse cómoda en su nuevo hogar como de encontrar a alguien en quien apoyarse en el futuro. Era una suerte para ella ser de naturaleza alegre, pues el cambio era tan grande, que habría sumido en la desesperación a cualquier espíritu más débil que el suyo». ¡Cómo no acordarnos en este punto de la pobre Agnes Grey! Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre ambas, y es que, así como Agnes Grey, teniendo un hogar acogedor y agradable, decide libremente en un determinado momento ejercer de institutriz en un lugar donde jamás se sentirá comprendida, la pobre Emma Watson se siente extraña entre quienes son sus familiares más cercanos, lo que convierte su conflicto en algo más complejo e incómodo. Ojalá también ella, como le ocurre a la protagonista de la novela de Anne Brontë con el señor Weston, consiga encontrar en el señor Howard ese entendimiento tan esencial para no perder la cordura. Ya sólo me falta decir que acabo esta primera parte del ciclo de Jane Austen aquí, para retomarlo el curso que viene, y que espero que paséis un feliz verano (rezemos con fuerza para que sea algo menos infernal que este inicio de mes).
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