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Star Trek: La conquista del espacio (1966-1969). Sexta parte: Conclusión

Terminamos hoy con nuestro repaso del clásico de la ciencia ficción de la televisión estadounidense trayéndoos lo que consideramos que es su núcleo más íntimo. Este trasfondo se encuentra tras varios niveles de abstracción metafórica. En un principio, le pasa un poquito como a “Blade Runner” (1982), dado que, como ya mencionamos en nuestro artículo sobre “Viaje a la Luna” (1902), al margen del misterio sobre la metáfora que nos presentan mediante el género —la cual dejaremos para el final—, Star Trek toma muchos elementos de las series policíacas o de suspense, y es que es frecuente encontrarnos siempre un enigma por resolver. Sin embargo, detrás del nudo habitual de cada episodio, las aventuras de la tripulación del Enterprise esconden un giro más: realmente están ocultando la verdadera historia que Gene Roddenberry nos está sugiriendo y que va más allá de cuestiones superficiales fácilmente detectables, como lo son la reflexión sobre la figura del hombre de acción respecto al intelectual y la comparación entre tomar una actitud emocional o racional a la hora de afrontar las encrucijadas de la vida, algo que viene introducido a través de los tres tipos humanos distintos: el líder, el científico y el médico. Todos estos temas ya los hemos tratado a lo largo de los artículos anteriores, así que tampoco vamos a pararnos demasiado a repetir que propone una defensa de Occidente mediante un ensayo sobre su posible evolución futura, como ya vimos en el artículo que le dedicamos a la primera temporada; donde también recordamos que las cuestiones del amor, la verdad y la belleza o la compasión, el deber y el sacrificio son capitales —siendo Star Trek, en este sentido, diferente al ciberpunk, pero tampoco contraria, dado que el enfoque no es idealista, sino crítico, aunque sin llegar a caer en el pesimismo—. De cualquier modo, estos asuntos, si bien sirven al conjunto, se encuentran en la mera superficie, lo que provoca que sólo adquieran su verdadero sentido cuando comprendemos el significado de la metáfora de la ciencia ficción en este caso concreto. Pero como no estaría completo este análisis si no comentásemos, antes de adentrarnos más allá, qué es eso de “Star Trek: La serie animada” (1973-1974) y las películas que vendrán después, vamos a ponernos primero con ello. No nos enzarcemos en exceso con las presentaciones y comencemos ya.

La serie animada de Star Trek sólo se puede entender como una manera desesperada de darle continuidad a la historia, rebajando los costes de su elaboración hasta el punto de que pudieran volver a convencer a una productora para revivir la trama tras el fracaso de la tercera temporada. El resultado, tras dos temporadas, 22 episodios y una nueva cancelación… es malo. Partiendo de una animación justita, de la mano de Filmation —los dibujantes de “He-Man y los amos del Universo” (1983-1985)—, que no tiene remilgos a la hora de reciclar escenas de manera obvia, se queda, de media, en un 3’7. Salvo los episodios “Antaño” (2/2) —que, por alguna extraña razón, en la Wikipedia llaman «Retorno al pasado»— y “La magia de Megas-Tu” (8/8), no se puede salvar casi nada, más allá de algunas caras o gestos irresistiblemente ridículos. Para poner en contexto la distancia que hay respecto a la serie original, diremos que la media de la tercera temporada fue de 5’3; la de la segunda, de 7’14; y la de la primera, de 6’72; lo que daría una media total de 6’38. Y no podemos olvidar la cuestión de la localización al castellano… Porque, si hay algo que es caótico y poco consistente es, sin duda, el doblaje de todo lo que tiene que ver con la tripulación original de Star Trek; por ello vamos a dedicarle a esta cuestión un párrafo, o dos, antes de entrar a comentar las películas.

En “Star Trek: La conquista del espacio” (1966-1969), el trío protagonista —por acotar el tema—, formado por el capitán Kirk, el primer oficial Spock y el médico McCoy, están interpretados en español por Jordi Brau, Pepe Mediavilla y Antonio Gómez de Vicente. Sin embargo, en la versión animada están doblados por Alejandro García, Luis Bajo y Txema Moscoso. Por otra parte, en la primera película nos encontramos a Kirk con la voz de Constantino Romero, a Spock con la de Camilo García y a McCoy con la de Pepe Mediavilla… Más allá de sangrarnos los oídos con tanto cambio, inevitablemente nos empiezan también a chisporrotear las neuronas, dado que nuestro vulcaniano favorito de la serie suena como el oficial médico en la cinta. A su vez, en la segunda película se mantienen al señor Romero y a Camilo García, pero Bones ahora suena como Joaquín Díaz…; y, ya para rematar, en la tercera mantienen a Díaz, pero cambian, tras dos películas, al que ponía voz a Spock, que pasa a ser ahora interpretado por Miguel Ángel Jenner. Eso sí, en la última que hemos analizado, gracias a Dios, no hacen cambios en el doblaje. Sin embargo, esta chapuza desconcertante es más graciosa aún cuando constatamos que existe un redoblaje de la primera película, donde nos encontramos a Jordi Boixaderas, Salvador Vives y Jordi Ribes; sacrilegio que, como podéis imaginar, responde a la excusa de siempre: remasterizar el audio.

Resulta evidente que, tras el estreno original en España en 1969, que pasó sin pena ni gloria —muy probablemente por la falta de confianza de Televisión Española, que ni se dignó a localizarla al español neutro—, la cosa empezaba mal. A esto hay que sumarle que los estrenos de las películas fueron muy pobres desde el principio en nuestro país, a lo que posiblemente contribuyó el que nadie se tomara en serio la historia del Enterprise, que sonaba como “El Chavo del 8” (1973-1980). Después llegó, por fin, el relanzamiento en 1992, a colación del estreno en España de “Star Trek: La nueva generación” (1987-1994), ya doblada correctamente…; pero, aun con todo, apenas alcanzó al sector más ‘friki’ —nunca sabremos si en TVE lo vieron venir o la mataron antes de nacer—. Toda esta situación es la razón por la que a nadie le ha interesado nunca poner una peseta de más a la hora de localizar las aventuras del Enterprise (si queréis profundizar en la situación de la obra de Gene Roddenberry en España, os recomiendo este artículo de Javier Zurro, “España no es Trekkie”, publicado en El Imparcial), lo que provoca que tengamos que sufrir un doblaje tan poco consistente. Sea como fuere, aclaradas estas cuestiones de tipo técnico, entremos a comentar rápidamente las películas. Creo que no hace falta recordaros que esto es un análisis y que vamos a destripar puntos importantes de las tramas. En cualquier caso, avisados estáis.

Empezamos por “Star Trek: La película” (1979), que viene de la mano de Robert Wise —conocido también por “Ultimátum a la Tierra” (1951)— y con guion de Harold Livingstone —que también participó en la serie de “Misión imposible” (1966)—. Esta es, sin duda, la única película de Star Trek que brilla y que tiene un mínimo de originalidad y sentido. El brillo viene de que, cinematográficamente hablando, es impecable y está muy bien llevada; la originalidad la comprobamos en la manera que tiene de llevar los temas de la serie primigenia —el misterio de lo desconocido, la idea de Dios, la cuestión de la tecnología, la defensa de Occidente y el tema de la emotividad en relación con la racionalidad— a un nuevo nivel; y el sentido lo apreciamos en tanto que le da el final merecido a la serie original. Hay que entender la película como el verdadero capítulo de cierre de la serie; pero es que, además, no sólo sirve como punto y final a la historia, sino que también, al mismo tiempo, funciona de homenaje a toda la trayectoria de la obra de Gene Roddenberry. Desde la escena inicial, donde la cámara sigue las curvas de la nave Enterprise —perdón, navío— ante la mirada devota de un ya maduro capitán Kirk, pasando por la enormidad de la nave alienígena, la cuestión de la búsqueda del creador, el problema del silencio de Dios…, nos encontramos ante una película visual, musical y conceptualmente impresionante. De notable alto; de 8. Es, sin duda, el desenlace que se merecía “Star Trek: La conquista del espacio”.

Pero… lo bueno acaba aquí. Y es que la segunda película, “Star Trek II: La ira de Khan” (1982), de Nicholas Meyer, es una chapucilla que recuece y profana el legado de uno de los mejores capítulos de la primera temporada: “Semilla espacial” (1/23). Al margen de que se nota la desgana y que pretendieron reducir costes —se pasó de 45 millones a 9—, ahora estamos ante una historia de venganza trivial, gratuitamente justificada, con agujeros de guion —¿qué es exactamente el Dispositivo Génesis?, ¿se está queriendo hacer una obvia y mal pensada comparación con la bomba atómica?— y… que no está a la altura de la muerte del señor Spock, que resulta completamente gratuita (lo que evidencia que se trata de un recurso efectista para intentar darle importancia a una película tan perezosa y mediocre, a la que no le puedo dar más que un 5).

Como a veces suele pasar después de un claro fracaso, en la tercera intentan reconstruir y contar algo interesante a partir de las cenizas de la anterior iteración. En “Star Trek III: En busca de Spock” (1984) nos encontramos un esfuerzo por volver a hacer buen cine, esta vez, para sorpresa del público, de la mano del propio Leonard Nimoy, que ya se había atrevido antes con la dirección con la serie “Galería nocturna” (1969). Con mucha más enjundia, y recordando que Star Trek no es una peliculilla de acción de serie B, vuelven los diálogos interesantes y las ideas de largo alcance, llegando incluso a hacer comprensible algo tan inverosímil como la búsqueda de la resurrección de Spock sin prácticamente caer en un Deux ex machina. Aprendemos cosas nuevas sobre la religión vulcaniana, intentamos no fijarnos en el desastre que es que los Klingon hablen a veces entre ellos en su idioma natal y otras en el nuestro, recuperamos un poquito del humor de la serie original —lo cual se agradece—, notamos un uso de los silencios magistral… y hay que decir que la reflexión final sobre la idea de que «el bienestar de la mayoría supera al bienestar de la minoría», así como la noción de «convertir a la muerte en lucha y esperanza de vida», no están nada mal traídas. Sobre todo al comprender que el señor Spock se sacrifica salvando a toda la tripulación, pero, luego, sus compañeros y amigos están dispuestos a sacrificarse no tanto por recuperarle, sino por respeto a los deseos de su padre y para darle un final honorable de cara a la cultura vulcaniana. Sin embargo, por el camino termina también siendo la manera de resucitarlo (lo que se produce, curiosamente, a través de la fusión mental con McCoy; algo que no deja de ser divertido). En resumen, no estamos ante un 8, pero sí ante un 7 o, incluso, un 7’5. En este caso, la destrucción del Enterprise está a la altura de la historia, y podemos considerar que, aun no debiendo existir, dado que nunca se debió hacer “La ira de Khan”, el resultado es favorable. Hay que reconocerle a Leonard Nimoy que consigue hacer de la necesidad virtud, a la par que nos recuerda que, a veces, de las enmiendas de los fracasos pueden salir cosas interesantes. (Y no estoy diciendo con ello que este artículo esté en ese punto, aunque sea ésa mi intención.)

Por último, dado que la nueva serie se estrena el 28 de septiembre de 1987 y la siguiente película con el elenco original queda después de esa fecha —siendo inevitable encuadrarla ya dentro de la etapa de “Star Trek: La nueva generación”—, nos encontramos con “Star Trek IV: Salvar la Tierra” (1986), donde repite Leonard Nimoy, aunque esta vez con peor suerte. De hecho, quizá haya que achacarlo a que nos volvemos a encontrar con Nicholas Meyer como guionista y…, Dios mío, ¡cómo se nota la influencia de “Star Trek II: La ira de Khan”! Para nuestra desgracia, ni tener a Leonard Rosenman como encargado de la música consigue evitar el maldito influjo de la segunda entrega en esta película (lo que no es decir poco, pues estamos hablando del responsable de la banda sonora de obras maestras como “Barry Lyndon” [1975] o de películas entrañables del calibre de “Rebelde sin causa” [1955]). Mal que nos pese, se cumple una vez más la verdad que reza que el efecto de un vaso de buen vino sobre un barril de desperdicios no es contrario —¿o contradictorio?, ¿o quizá subalterno?— ni simétrico al que ocurre cuando sumamos un vaso de desperdicios a un barril de buen vino. El bien, como ya vimos en “El telón salvaje” (3/22), es mejor, pero no por ser más fuerte que el mal, sino por ser literalmente lo moralmente bueno; por eso, el bien debe aspirar a la pureza, al orden y a la universalidad para triunfar, mientras que, por el contrario, el mal sólo necesita de una pequeña cantidad para prosperar…, y, de hecho, lo puede hacer desde el desorden, la imparcialidad y la impureza, siendo muy fácil que corrompa los más altos anhelos y a las almas bienintencionadas (aunque sólo sea porque el poder del lado oscuro puede mostrarse como un atajo o, peor, como la única vía para conseguir eso tan brillante que sería el bien o en esa terrible encrucijada que implica defenderse de un mal mayor). Ya se sabe: «si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen?», «todo lo excelso es tan difícil como raro» y «el camino hacia el infierno está pavimentado con buenas intenciones». Al final descubres que el bien total está a un paso, a una gota de tornarse en el mal total, ése que llega a su máxima u omnipotente forma a través de la infección de la pureza, el orden y la universalidad del bien, terminando así de aplastar la mera posibilidad de pensar más allá de las coordenadas del egoísmo y la esterilidad. Y como es imposible erradicar el mal, porque somos imperfectos, siempre estará esa gota presente y, por lo tanto, nos tenemos que contentar con el drama de que el bien sea poco e imperfecto para mantener al mal desordenado, parcial e impuro, aun estando en mayoría. Éste es el único equilibrio que permite vivir a los hombres buenos como tales, no de manera perfecta ni totalmente plena, pero sí libres de luchar por serlo con la esperanza de seguir siéndolo, pasar el testigo a otro y, especialmente, intentando que no todo se mueva entre lo bajo y lo terrorífico. Para los que en este punto se hayan perdido un pelín, os sugiero que recordéis la idea de pecado original.

La película…, estábamos hablando sobre la cuarta película de Star Trek… Centrémonos. Realmente…, si algo define a “Star Trek IV: Salvar la Tierra” es la mediocridad. El humor que había hecho su acto de presencia en la anterior entrega ahora se vuelve en seguida ridículo, y la propia cinta, que se mueve en ese pantanoso contexto que son los viajes en el tiempo, se pone la regla de intentar no modificar el futuro, para terminar pasando de todo por el bien de hacer una historia apta para las cabezas de la masa —te recomiendo que no recuerdes “La ciudad al fin de la eternidad” (1/29) si quieres evitar sufrir de manera gratuita—. Evidentemente, como también ocurre con los peores episodios de la serie, hay algún diálogo interesante y algún chiste que consigue arrancarte una sonrisa, pero, al final, te quedas con una sensación fría y tibia, de 5. La película tiene más interés sociológico que otra cosa, dado que, más allá del mensaje ecologista, también tiene una pequeña pátina de protofeminismo imbécil, como el que se fue haciendo hegemónico a partir de la primera década de nuestro siglo. Estados Unidos, en tanto que funciona como el imperio dominante actual, es quien marca las tendencias y las modas, e igual que puede exportar maravillas —como las que traía con la serie original en los años 60—, puede también hacer todo lo contrario. De hecho, resulta palmario que, para 1987, ya se estaban formando en las élites intelectuales y económicas yanquis los polvos que ahora son los lodos que tanto nos aburren. Ningún imperio brilla eternamente.

En resumen, y por ir ya concluyendo, la serie animada es una mera curiosidad para los que quieran conocerlo todo de Star Trek, de la cual apenas se pueden salvar dos episodios y un par de caras. De las películas, la primera es la única verdaderamente valiosa, siendo la tercera un intento digno de volver a sacarle brillo en la gran pantalla. En cambio, la segunda es una mediocridad fallida que suspende en cuanto a expectativas y que nunca debió existir, mientras que la cuarta es un experimento desesperado por refrescar la historia con un viaje al presente, pero que no pasa de ser una mera tentativa. Realmente, más allá de la primera intrusión en la gran pantalla, estaban pensando en quemar la fórmula y cayeron en la secuelitis sin paliativos. La única que genuinamente tiene sentido es la primera, dado que sirve a modo de conclusión, catarsis y despedida de la serie original, tras sufrir ésta un final tan poco glamuroso. Terminado el repaso de lo que vino después de la serie original, vamos a recapitular y ensayar una primera aproximación al fondo de lo que realmente nos está pretendiendo transmitir Gene Roddenberry. A nivel de temas, hemos comentado en varias ocasiones que, superficialmente, Star Trek es una reflexión sobre tres tipos humanos: el hombre de acción, el intelectual y el cuidador. Pero, más allá de esto, esta historia va sobre la misión en la que se embarca la tripulación del Enterprise, porque no podemos olvidar que su objetivo es «explorar mundos desconocidos, descubrir nuevas vidas y civilizaciones, hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar». ¿Qué significa esto? De entrada, un fin, un proyecto.

Por ir al grano, en esta historia, bajo el trasfondo de la defensa de las virtudes de los valores y bienes occidentales —depurados y perfeccionados en un futuro donde, utópicamente, han llegado a su plenitud, como vimos en el análisis de la primera temporada—, el Enterprise es una alegoría de una empresa —tal y como su propia palabra indica—; y una empresa no deja de ser una aspiración tan grande que supera las fuerzas individuales, implicando la coordinación de más de un hombre. Las aventuras del capitán Kirk y su tripulación no son nada más que una reflexión sobre los sacrificios necesarios para llevar tal objetivo a término. El verdadero misterio y la emoción de la serie vienen de la adrenalina y la satisfacción que siente el ser humano al emprender un proyecto arriesgado que le lleva a surcar mares desconocidos en busca de fortuna y, sobre todo, del entusiasmo por extender los límites de lo conocido para luego volver a casa con tesoros y una historia que contar. Aquí, la influencia original no son tanto las otras obras de ciencia ficción —que sirven, evidentemente, de inspiración—, sino, más bien, las narraciones de aventuras náuticas del siglo XIX y de tiempos pasados, junto con un poco de la épica del oeste americano como narración de conquista de lo desconocido. De hecho, casi podríamos remontarnos hasta el descubrimiento de América, la Reconquista o la “Odisea” de Homero. En este sentido, el subgénero de la «ópera espacial», al que Star Trek pertenece, realmente sería más específico si lo denomináramos «épica espacial». Como indicamos al principio, en Star Trek entran en juego tres metáforas, tres enigmas por resolver: el primero, y más superficial, es el misterio que encierra cada episodio; el segundo, el propio de la ciencia ficción, es que en realidad nos están hablando de una historia naval; y el último, sin duda, reside en el objetivo de esa narración de marineros, que no es otro que hablar sobre las dificultades y los sacrificios que implica armarse de valor para embarcarse en la empresa de surcar los mares en busca de nuevas tierras y tesoros. Esta cuestión, al mismo tiempo, encierra, por un lado, la reflexión sobre los riesgos que uno ha de aceptar si quiere tomar las riendas y no consentir trabajar para otro sino para sí mismo, y, por el otro, lo que significa seguir a alguien en una gran empresa, tan inmensa y brillante que consideras como propia.

En este contexto, la cuestión del amor es capital; y lo es en sus dos modos, dado que un marinero no sólo tiene que forjar amistades auténticas y profundas con sus compañeros —en el mar y en la guerra, la confianza en el otro es una cuestión de vida o muerte—, sino que, además, por su oficio, va a tener una complicación muy grave a la hora de poder aspirar a tener el amor de una mujer y formar una familia, pues su vida es peligrosa e implica pasar largas temporadas fuera de casa. En muchos casos, el trabajo en el mar conlleva tener que tomar la decisión de renunciar a todo lo que supone el amor romántico por una empresa mayor. Encuadrado en esta situación, la reflexión sobre el hombre de acción, el intelectual o el cuidador adquiere una nueva profundidad; y es que, normalmente, en toda empresa se necesita de un líder fuerte, de intelectuales que le ayuden a pensar en todo aquello que necesita para llevar a cabo su visión, y de cuidadores que permitan a los primeros centrarse en su cometido. Estos serían, respectivamente, el capitán, los oficiales y los marineros, o, dicho de otro modo, el empresario, sus directivos y los trabajadores. Éste es el núcleo de Star Trek, que, más allá de hacer una defensa de Occidente, se centra en reflexionar sobre el motor capitalista de una democracia liberal, a saber, sus empresas. En suma, nos encontramos ante una inspiración para jóvenes capitalistas. No es casual que personajes del calibre de Steve Jobs, Steve Wozniak, Elon Musk, Jeff Bezos o Bill Gates sean aficionados a la serie; sin olvidarnos de Elvis Presley, Frank Sinatra, Quentin Tarantino, Isaac Asimov o Stephen Hawking. No es sólo por la ciencia, tampoco únicamente por la tecnología, sino que es más bien por un afán de querer ser como el capitán Kirk y tener el valor para «alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar». (Obviamente, Elvis, Asimov y Sinatra tenían ya una edad cuando pudieron disfrutar de la serie, pero eso no les impidió reconocer su propia vida en el reflejo de las aventuras del capitán Kirk y su tripulación.)

Dicho todo lo anterior respecto al tema del amor, que, como hemos comentado muchas veces, es uno de los núcleos principales de la serie, al final se apuesta por el amor en forma de amistad y por la necesidad de sacrificar el amor romántico para llevar la misión a término. Esto, sin duda, refleja el 90% de los casos y la tendencia del modo de vida americano que se exporta al resto del mundo (por algo son los reyes del divorcio). De cara a crear empresas, el común de los mortales necesitará renunciar al amor, como le ocurre al capitán Kirk, salvo los que sean lo suficientemente geniales y fuertes para llevar ambas circunstancias de manera equilibrada —desde luego, los menos—, o aquellos con la suerte de encontrar a alguien que, por amor, decida apoyar abnegadamente la carrera del otro —sin lugar a dudas, los más—. De la misma forma que ocurría con las mujeres de marineros, se da ahora con las mujeres de empresarios u hombres que llegan a lo máximo en su oficio: siempre detrás de un gran hombre hay una gran mujer —sin olvidarnos de que también suele haber grandes madres, abuelas e incluso hermanas y tías—. En cuanto a los trabajadores, no pasa lo mismo, dado que sirven a la visión de otro; por lo tanto, les resultará más fácil compaginar trabajo con amor y familia, sobre todo si eligen seguir visiones que vuelen bajo, siendo el paroxismo de esta facilidad —y falta de valentía, o exceso de vocación de servicio— el trabajar para el Estado (obviamente, me estoy refiriendo aquí a cuando sucede esto en tiempos tranquilos, porque hay que ser muy necio para no constatar que hay circunstancias históricas donde toda una nación, incluido el Estado, se pone por bandera el universo).

Pero realmente existe un oficio, una vocación —si os van las cursiladas—, una visión de la propia vida y de la de los demás que favorece un término medio virtuoso, permitiendo apostar por el amor romántico y por un fin en apariencia diferente al mismo, sin tener que ser necesariamente genial y sin tener que depender de la abnegación de una de las partes: que tu proyecto sea la reflexión sobre lo que quieres, sobre lo que es dicho amor; reflexión que, a la vez, te permite llevarlo a la máxima perfección, porque el que quiere y no sabe por qué quiere quiere menos y de peor manera. Dos escritores de esta especie, hombre y mujer, se pueden repartir los roles de hombre de acción, intelectual y cuidador dentro del matrimonio, según se desarrollen las circunstancias y con vistas a crear una familia, sin perjuicio del amor ni del proyecto que implica dedicarse a pensar y a escribir. Es cierto que no sólo ser un intelectual permite esto, aunque quizá sí que sea el camino más sencillo, dado que, aun pudiéndose intentar si uno es un poeta, un músico o cualquier otro tipo de artista, se va a perder luminosidad teórica a cambio de abstracción estética, lo que favorece una oscuridad que sólo se puede compensar con genialidad y…, en este punto, es más fácil ser un ingeniero o un empresario genial que sepa combinar el amor con su actividad, que hacer esto mismo cuando se es un atormentado artista con demasiadas ínfulas. Sea como fuere, estas opciones no son contempladas y, al final, el capitán Kirk elige el amor por su nave y la amistad que, a través de la camaradería, surge entre misión y misión; eso sí, no sin sufrir el peso de la soledad y caer una y otra vez en intentar llegar a más de lo que realmente es capaz. Pero, claro, si uno tiene el valor para dejar tierra firme, tiene también la audacia de querer más; y, por lo tanto, no podemos sino comprender y compadecernos de los continuos fracasos amorosos de nuestro querido capitán, que, eso sí, siempre tendrá a su lado a sus leales amigos y una nave estelar que liderar al servicio de la Federación de Planetas Unidos…, que no es poco.

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