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Orgullo y prejuicio (1813)

Hoy nos toca analizar la que probablemente es la novela más conocida de Jane Austen: “Orgullo y prejuicio” (1813). Escrita en torno a 1796, cuando la escritora tenía unos 21 años, fue revisada entre 1809 y 1810, así como también después, en 1812. En un principio se la dio el nombre de “Primeras impresiones”, pero, finalmente, vio la luz en 1813, 17 años más tarde de que hubiera sido concebida en términos generales, bajo el título que todos hoy conocemos. Como ya dijimos que haríamos, el orden que vamos a seguir a la hora de hablar de sus obras es el de publicación, precisamente haciendo hincapié en el trabajo de edición y corrección, que tan fundamental es en el oficio de escritor, y que, en el caso específico de la autora inglesa, lo es de una manera paradigmática, pues muchas veces pasaron períodos de tiempo muy largos desde que sus obras fueron esbozadas hasta que definitivamente el público las pudo disfrutar. De hecho, seguramente sea esa vuelta a sus escritos a lo largo de varias épocas distintas lo que favorece que el lector esté ante textos que irradian sencillez y espontaneidad y que, sin embargo, están medidos al milímetro. Hechas las presentaciones de rigor, pasemos ya a comentar uno de los clásicos de la literatura universal.
 
“Orgullo y prejuicio” abre con una frase que, además de ser de esas que uno recuerda —y que resultan tan fantásticas de descubrir en las aperturas de las novelas—, resume en buena medida lo que nos vamos a encontrar en sus páginas: «Es una verdad universalmente aceptada que todo soltero en posesión de una gran fortuna necesita una esposa». En una afirmación aparentemente tan simple y escueta como ésa identificamos ya una serie de ideas que rondarán la trama y que funcionarán como telón de fondo de la historia que se nos va a contar. “Orgullo y prejuicio” nos narra la vida de los Bennet, una familia instalada en Longbourn, conformada por un matrimonio y sus cinco hijas: Jane, Elizabeth —también llamada Eliza o Lizzy—, Mary, Catherine —conocida comúnmente como Kitty— y Lydia. Así como las dos mayores, Jane y Elizabeth, son las más razonables de las cinco y se llevan muy bien entre ellas, las dos más pequeñas, que son bastante estúpidas, simples y superficiales, son uña y carne también (aunque Lydia ejerce una mala influencia sobre Kitty, siempre a rebufo de su hermana menor y nunca contrariando sus irracionales ideas). Por su parte, Mary, que está entre medias de ambas parejas, se dedica casi exclusivamente al estudio, a sermonear al personal y a hacer ostentación de unos talentos de los que carece. A su vez, el señor Bennet, un hombre sarcástico y prácticamente indiferente a la deriva a la que puede conducir cierta indulgencia en la educación de algunas de sus hijas, se refugia constantemente en la biblioteca y vive ajeno a la clase de chismorreos con los que en cambio disfruta tanto su mujer, la señora Bennet, que, además de bastante necia y escandalosa, sufre de nervios (para desgracia de todos los que tienen que soportar sus constates achaques y sus exageradas quejas por cualquier contrariedad que se precie).
 
El libro abre con un acontecimiento muy concreto: la ocupación de Netherfield Park, una hacienda muy cercana a Longbourn que hacía tiempo que estaba vacía, por un joven del norte de Inglaterra del que se tiene constancia de su considerable fortuna. Obviamente, las habladurías no se harán esperar y ninguna madre con hijas solteras en edad de casarse —especialmente la señora Bennet, cuya obsesión por esta cuestión es acusada en exceso— quiere perder la oportunidad de que su marido haga la visita estipulada ante el nuevo arrendatario. El inquilino en cuestión es el señor Bingley, un caballero apuesto y de irreprochables modales que, poco después de instalarse en Netherfield, se dará a conocer en uno de los bailes del vecindario, al que irá acompañado de sus dos hermanas, la señorita Bingley y la señora Hurst (casada con un anodino hombrecillo por el que recibe ahora ese nombre y que también estará presente), así como del señor Darcy, un muy querido amigo suyo que, sin embargo, se comporta de una manera absolutamente opuesta a él y cuyo semblante guarda un cariz serio y en absoluto afable. En ese evento, que tendrá lugar muy poco después de empezar la novela, ya atisbamos una absoluta predilección del señor Bingley por Jane, la más guapa de las hermanas Bennet, cuyo carácter sumamente bondadoso le impide pensar mal de los demás, disculpando con una compasión sin límites las faltas que estos puedan cometer. Por su parte, el señor Darcy se muestra muy reacio a participar activamente en la velada, alegando que no hay ninguna joven por la que merezca la pena vencer la molestia que le producen estos festejos. De hecho, incluso vemos cómo rechaza sacar a bailar a Elizabeth, recalcando que su belleza no es lo suficientemente reseñable como para que le tiente. De cualquier forma, Elizabeth, haciendo honor a su carácter desenfadado y alegre, pronto vencerá la irritación inicial de haberle escuchado espetar esas cosas sobre ella y compartirá esta anécdota con su querida amiga Charlotte Lucas, que vive muy cerca de los Bennet (ambas familias comparten frecuentes encuentros a lo largo de la historia).
 
Este baile será el desencadenante de casi todas las tramas más importantes que se irán abriendo paso a lo largo de las páginas, pero no adelantemos acontecimientos todavía. Poco después de esa fiesta y tras algún que otro encuentro similar, la señorita Bingley escribirá a Jane para proponerle reunirse con ella y su hermana en Netherfield. Jane, dada su simpatía y su temperamento afable, acepta sin pensárselo dos veces. El problema es que se topará con una lluvia muy intensa en su camino hacia Netherfield, cayendo poco después enferma (algo prácticamente fomentado por su madre, que veía una golosa oportunidad en que, llegado el caso, se quedase más días allí, intimando así con los elegantes forasteros). Lizzy, que no dudará en visitarla nada más enterarse, no sólo cuidará sin descanso a su querida hermana, sino que en los pocos ratos libres que le quedan podrá observar más detenidamente a todos los integrantes de Netherfield. Si bien no podrá dudar de la indiscutible afabilidad del señor Bingley, que se muestra muy preocupado por el estado de salud de Jane, constatará que el señor Darcy se revela tan distante y silencioso durante su visita como ya lo hiciera en los encuentros previos. A su vez, Elizabeth descubrirá también la evidente predilección de la señorita Bingley por el señor Darcy, cuya atención siempre está tratando de reclamar, pero que, muy a su pesar, no recibe un trato igual de distinguido por su parte. Ya muy al principio descubriremos la tirria que le tiene la señorita Bingley a Elizabeth, que irá creciendo de manera exponencial al detectar cómo el señor Darcy va sintiendo poco a poco una cierta debilidad hacia la joven (le gustan especialmente sus hermosos ojos); algo que, por el carácter circunspecto y despegado de él, ella jamás llega a sospechar.
 
En otro orden de cosas, un asunto muy divertido que se trata en la novela de Jane Austen es esa inclinación de ciertas jóvenes hacia un tipo determinado de hombres que, casualmente, tienen profesiones que requieren de uniforme. En este caso, y como era de esperar, son Lydia y Kitty las que tienen como ocupación preferida ir hasta Meryton, el pueblo más cercano a Longbourn, por haber sido destinado allí un regimiento de la milicia. Además, cuentan con la suerte de que la señora Philips, su tía y la hermana de la señora Bennet, vive en ese lugar, por lo que tienen asegurado el flujo de chismorreos continuos y ciertos encuentros con sus queridos oficiales, con los que a veces coinciden en algunas veladas. De hecho, en una de esas idas y venidas, las hermanas Bennet conocerán a George Wickham, un oficial apuesto, guapo y de modales exquisitos del que cualquier mujer quedaría fácilmente prendada. Sin embargo, hay algo que Elizabeth sospecha que sucede con este joven, pues, mientras se estaban realizando las presentaciones, pasó un carruaje en el que iban el señor Bingley y el señor Darcy, y este último y el señor Wickham se dirigieron unas miradas de lo más extrañas e incómodas.
 
Por suerte, su deseo de indagar en este asunto pronto se verá saciado, y es que el señor Wickham, que conectará desde el primer momento con Elizabeth, rápidamente se sincerará respecto a lo que le ocurre con el señor Darcy. Al parecer, ambos jóvenes se criaron de manera conjunta y, si bien el padre de Wickham trabajaba para el fallecido padre del señor Darcy, siempre tuvieron una relación muy estrecha. De hecho, este último sentía predilección por el señor Wickham y le aseguró que, tras su muerte, podría disponer del beneficio eclesiástico vinculado a su familia (una oferta bastante buena si tenemos en cuenta la fortuna con la que contaba). Sin embargo, según Wickham, nada de esto se había cumplido, sino que, a la muerte del padre del señor Darcy, éste le negó ese ofrecimiento, dejándole con una mano delante y otra detrás. Como era de esperar tras este nuevo descubrimiento, a la mala fama que ya tenía el señor Darcy en el vecindario por su distante temperamento y frías maneras había que sumarle ahora este reprobable suceso, que no pudo sino atribuírsele a su orgullo y a la envidia que le producía que su padre tuviera más estima por Wickham que por él mismo. De esta forma, a medida que el gusto de Elizabeth por el señor Wickham aumenta, se incrementa también en la misma proporción el rechazo que le inspira el señor Darcy, al que ve incapaz de justificar una afrenta como la que le atribuye el oficial. Su opinión del señor Darcy, que nunca fue buena dados los precedentes narrados, se vuelve cada vez peor, y, como ella, nadie de los alrededores guarda ninguna estima por él (salvo la bondadosa Jane, que es incapaz de condenarle así de entrada, y que tiene la certeza de que debe de haber alguna explicación para semejante comportamiento).

A lo largo de esta primera parte de la historia asistiremos a algún que otro encuentro más entre los caballeros y damas pudientes y la modesta y en parte escandalosa familia Bennet. Además, se nos hará también partícipes de algún que otro diálogo entre Elizabeth y el señor Darcy e incluso, en una de las veladas, Elizabeth aceptará bailar con él. Las pocas palabras que intercambiarán los dos jóvenes no serán en absoluto fluidas, pues, aunque ella siempre trate de sacarle de quicio y no mostrar ningún tipo de adulación hacia él —como hace constantemente la señorita Bingley sin que el interesado le siga la corriente—, el señor Darcy tiende a mostrarse escueto en sus respuestas (aunque, sin duda, siempre que puede la observa con atención desde la distancia a ver cómo se mueve y qué cosas dice). Hemos visto cantidad de veces en la literatura y en el cine ese carácter retraído que tanto atrae a algunas mujeres; y, sin embargo, aquí, lejos de que Elizabeth se sienta tentada a caer en las redes de quien, por lo que deja entrever, no muestra ningún tipo de inclinación hacia ella, tenemos a un hombre que, luchando con todas sus fuerzas por impedir que esto ocurra, se está enamorando de una muchacha de una clase social mucho más baja y que convive con gente de naturaleza muy vulgar y ruidosa. Fuera de este amor con tantas luces y sombras, tenemos también el afecto puro y sincero del señor Bingley hacia Jane, así como la excesiva discreción con la que ella se toma esas deferencias, algo que precisamente va a terminar pasándole  factura a la hermana mayor de los Bennet.
 
En este estado de cosas, en el que casi todo el mundo vislumbra una muy probable boda entre el señor Bingley y Jane, la cuadrilla pudiente va a marcharse de manera inesperada y sin previo aviso a Londres, volviendo muy poco factibles todas las especulaciones sobre un matrimonio de perspectivas tan alentadoras para los Bennet. Entre tanto, eso sí, se producirá una pedida de mano con ninguna esperanza de prosperar, que, sin embargo, terminará conduciendo a un enlace matrimonial absolutamente alejado de las intenciones iniciales. Pero, para que nadie se pierda, iremos por partes. En Longbourn van a recibir la visita del señor Collins, primo del señor Bennet y heredero de esta propiedad cuando él muera. Si no perdemos de vista esto, entenderemos mejor la poca estima que sienten por él todos los miembros de la familia y, en especial, la señora Bennet, que, aunque sólo sea porque carece de cualquier atisbo de reserva y mesura, no puede dejar de narrar lo que sea que le vaya viniendo a la cabeza, y su rechazo por el señor Collins, que las dejará a todas ellas sin hogar a la muerte de su marido, no puede ser más palmario desde el momento en el que se nos presenta a este personaje. De cualquier manera, el señor Collins pretende visitar Longbourn en buenos términos, pues precisamente quiere elegir a una de las hermanas Bennet para que se convierta en su mujer. Para su desgracia, la escogida es Elizabeth, que, como ya hemos adelantado, se niega en rotundo (y eso que la insistencia de él será de todo menos discreta, hasta el punto de que Elizabeth, tras exponer en reiteradas ocasiones, y con toda la claridad y educación que podría esperarse de ella, sus razones para no aceptar la proposición, tendrá que espetarle en un determinado momento lo siguiente: «¿Se pueden decir las cosas con mayor franqueza? No me considere una mujer elegante que trata de atormentarlo, sino una criatura racional que le habla con el corazón en la mano»).
 
Para restar incomodidad al asunto —dado que el señor Collins no planea dejar Longbourn de inmediato—, la mejor amiga de Elizabeth, Charlotte Lucas, trata de dar conversación y entretener al clérigo. Aunque sus intenciones parecen magnánimas y desinteresadas, lo que pretende conseguir con las atenciones dirigidas al señor Collins es que éste se decida a pedirle matrimonio a ella (algo que terminará haciendo poco después del rechazo de Elizabeth, que nunca pudo llegar a entender ni a encajar). Obviamente, al enterarse, Elizabeth se siente decepcionada, pero no tanto porque lo que parecía una deferencia por la amistad que las unía acabara por ser un favor interesado, sino porque está convencida de que ninguna mujer podría ser feliz al lado del señor Collins (y menos, claro, su amiga Charlotte). Y es que, para hacer honor a las duras declaraciones de Elizabeth, conviene hacer un inciso aquí para recalcar lo pomposo, adulador y baboso que es este personaje, cuya empalagosa obsesión por lisonjear siempre que puede a su acaudalada benefactora, lady Catherine de Bourgh, que precisamente es la tía del señor Darcy y hermana de su madre, es recurrente a lo largo de toda la novela. Sin embargo, semejante hombrecillo acabará consiguiendo comprometerse con una mujer, aunque no fuera la de su primera elección (como nos hace la propia Charlotte saber, ella no tiene una visión romántica del matrimonio, donde el amor deba ocupar un lugar fundamental, sino que meramente ve los beneficios materiales que conseguirá, y eso le resulta suficiente para fomentar su enlace con él). 
 
Durante todo este periplo, Jane recibirá una carta de la señorita Bingley confirmando sus peores sospechas: que se habían instalado en Londres para pasar el invierno. Así, las esperanzas de la hermana mayor de los Bennet de que su relación con el señor Bingley pudiera llegar a prosperar van a truncarse de la noche a la mañana. De cualquier modo, dada la poca pompa de Jane y su tan característica modestia, trata de restarle importancia al asunto. Sin embargo, por mucho que le asegure a Elizabeth que pronto superará el haber tenido que interrumpir abruptamente sus encuentros con un hombre por el que había sentido un verdadero afecto, a pesar del poco conocimiento mutuo, ésta no se lo termina de creer. Además, Elizabeth está convencida de que el señor Bingley sí que está enamorado de Jane, y que los rumores de la señorita Bingley de su predilección por Georgiana, la hermana del señor Darcy, sólo responden a un mero afán de poner celosa a Jane y de evitar que se ilusione con un posible matrimonio que sería tan poco provechoso para el joven, que es precisamente lo que quieren impedir a toda costa tanto sus hermanas como el señor Darcy. Desde luego que a la inocente Jane esta hipótesis le parece rocambolesca en exceso y simplemente cree que responde a las elucubraciones infundadas de su hermana, pero lo cierto es que luego veremos cuán certeros eran los presentimientos de Elizabeth.
 
La frialdad de la señorita Bingley con Jane, con la que siempre había mostrado una aparente afabilidad que, sin embargo, Elizabeth jamás había creído sincera, se verá confirmada cuando la hermana mayor de los Bennet viaje a Londres a pasar una temporada con los Gardiner, sus tíos, con el fin de cambiar un poco de aires. Allí se reunirá con la señorita Bingley en una ocasión, viviendo un momento bastante incómodo con ella que la hará dudar de su supuesta amistad y que provocará que le tenga que terminar dando la razón a Elizabeth, que siempre puso en entredicho esa supuesta simpatía. Como era de esperar, al señor Bingley se le ocultará la visita de Jane a Londres, precisamente para evitar que el plan de mantenerle alejado de ella se vaya al traste. Desde luego, hay quien podría pensar que sólo un pusilánime se dejaría influenciar con tanta facilidad, y esto es completamente cierto. Sin embargo, a la flexibilidad del carácter del señor Bingley habría que añadir también la confianza plena que tiene en el señor Darcy, cuyo convencimiento de que los sentimientos de Jane no se corresponden con los de su amigo es sincero y que quería evitarle al joven pasarlo peor de lo que ya inevitablemente lo iba a pasar (sumado a que, en términos económicos, tampoco es que fuese un matrimonio demasiado beneficioso para el señor Bingley).
 
Siguiendo con otros viajes, cabe también abordar el que hace Elizabeth con Maria y sir William Lucas, la hermana y el padre de Charlotte respectivamente, a ver a esta última y al señor Collins a su discreta casa. Antes de llegar a Hunsford, pasarán por Londres, donde Elizabeth podrá comprobar por sí misma que el estado de salud de su querida Jane no es tan terrible como cabría esperar por las recientes circunstancias acontecidas. Pero las sorpresas estaban al caer, y Elizabeth no era en absoluto consciente de ellas. Cuando finalmente llegan a Hunsford, no sólo podrán ver la modesta forma de vida del recién estrenado matrimonio, sino que también asistirán varias veces a Rosings, del que tantísimo habían oído hablar por el repetitivo y cansino señor Collins, y que es el hogar de la señora Catherine de Bourgh, de carácter fuerte y con tendencia a opinar taxativamente sobre cualquier asunto que se precie, y de su hija, la señorita De Bourgh, de naturaleza frágil y temperamento anodino (casi como si viniera de una madre opuesta a la que tiene). Hasta aquí, todo es bastante esperable. Sin embargo, Catherine de Bourgh va a recibir días más tarde a dos invitados muy queridos por ella: sus sobrinos el coronel Fitzwilliam y… ¡el señor Darcy!
 
A lo largo de esta visita, Elizabeth y el señor Darcy, que seguirá haciendo alarde de su mutismo y frialdad en todo momento, van a coincidir en algunas veladas, pero los ojos de la joven estarán puestos en el coronel Fitzwilliam, que, a diferencia de su primo, se muestra muy agradable y es de fácil conversación. Por lo que, cuando de repente el señor Darcy se le declara, a Elizabeth no puede pillarle más por sorpresa. Y lo cierto es que la circunstancia es bastante incómoda: él se muestra absolutamente abatido por haberse enamorado de ella, además de hacerle saber la carga y la desgracia que supone querer a alguien de una clase tan inferior y con una familia tan vulgar y poco ilustrada. Y, sin embargo, a pesar de toda esa soberbia y prepotencia, da por hecho que Elizabeth va a aceptar, porque… ¡cómo iba a rechazarle a él! No le entra en la cabeza que alguien que tiene unas perspectivas de futuro tan poco alentadoras sea capaz de declinar una propuesta de matrimonio tan tentadora en lo que a la seguridad económica se refiere. Pero a Elizabeth, tozuda e inflexible como pocas, le resulta imposible emparejarse con alguien que ha estado detrás de la separación del señor Bingley y de su hermana, y que se ha comportado de manera tan cruel y poco compasiva con el señor Wickham, al que ella considera intachable.
 
El problema es que, igual que es terca, también se ha dejado llevar muy fácilmente por la versión que le ha contado alguien a quien apenas conocía y, por tanto, por los tan traicioneros prejuicios. Así que, cuando poco después de esta infausta pedida, que deja al señor Darcy muy descolocado, Elizabeth lea una carta que éste le entregará, ciertas opiniones que ella creía muy firmes van a estallar por los aires, provocando que se sienta muy desgraciada y estúpida por haber sostenido a capa y espada cosas que ahora pasan a estar en entredicho. Al parecer, y según la versión del señor Darcy —sobre la que él mismo le decía a Elizabeth que, en el caso de que dudara de su veracidad, podía contrastarla con la de su primo, que estaba también al tanto de todo—, Wickham, al haber decidido no ordenarse, le había pedido cambiar el beneficio eclesiástico por dinero, con la excusa de que iba a estudiar leyes, pero con la intención de financiarse una vida dedicada al ocio y al libertinaje. Cuando ese presupuesto se le agotó, quiso solicitar el cargo al que en su momento había renunciado, pero el señor Darcy no estaba dispuesto a satisfacer su petición. Repleto de rabia y como forma de venganza, Wickham quiso rizar el rizo de la manera más cruel contra el señor Darcy: intentando seducir a su hermana Georgiana para disponer de sus desahogados recursos. La pobre niña inocente, que conocía a Wickham desde la infancia y que no estaba al tanto del reverso vicioso de su carácter, no pareció oponerse; pero, por suerte, el señor Darcy lo descubrió todo a tiempo para cortar por lo sano un hipotético enlace que habría sido tan desdichado para su querida hermana (hacia la que sin duda muestra un irreprochable comportamiento a lo largo de toda la historia). Cuando Elizabeth se percata de que no se le ocurrió poner en duda en ningún momento la versión en la que se había estado escudando durante todo este tiempo para despreciar sin remordimientos al señor Darcy, se condena duramente por haber sido presa del prejuicio y de la opción que mejor le cuadraba a ella creer. Sin embargo, esa carta será un antes y un después en su manera de ver al señor Darcy, algo que precisamente tomará aún más cuerpo cuando realice un viaje con sus tíos los Gardiner, los mismos con los que Jane se había hospedado en Londres y un matrimonio con el que las dos hermanas mayores de los Bennet se llevan especialmente bien.
 
Este viaje será muy significativo en las idas y venidas por las que pasará la relación entre el señor Darcy y Elizabeth, pero para eso tenemos todavía que contextualizar un poco. En un principio, esta aventura, que tenía muy ilusionada a Elizabeth, iba a consistir en recorrer el Distrito de los Lagos; sin embargo, en el último momento, por temas de agenda de su tío, tuvo que quedarse en un periplo más austero: recorrer la zona de Derbyshire. Obviamente, Elizabeth sabía de sobra que ésa era la región en la que se encontraba Pemberley, la majestuosa mansión del señor Darcy; pero lo que no se imaginaba es que la señora Gardiner, con la aquiescencia de su marido, fuese a proponer visitarla. Después de cierta reticencia inicial por parte de Elizabeth, accedió a ir cuando se hubo asegurado de que el señor Darcy se encontraba de viaje. El ama de llaves, muy amablemente, no sólo los llevará por todas las estancias de la casa, sino que hablará maravillosamente bien de su amo, por el que siente un gran cariño y hacia el que sólo tiene buenas palabras. Esto, sin lugar a dudas, irá calando poco a poco en Elizabeth, que verá cómo esa descripción se ajusta bastante mejor a la última versión que tiene de los hechos que a la que había mantenido con firmeza durante tanto tiempo. Y, para colmo, se va a ver en parte confirmada por la peor coyuntura en la que se podía ver envuelta en una circunstancia como ésa: que, de repente, el señor Darcy apareciera y la encontrara allí, en su casa, después de todo lo que había pasado. Y, sin embargo, le sorprende y le descoloca la amabilidad con la que se dirige a ella y a sus tíos, sus maneras afables y sus gentiles gestos. Lejos de haber cualquier atisbo de resentimiento por su rechazo, exhibe una cortesía que nunca antes Elizabeth le había visto. De hecho, incluso se muestra muy interesado en que se reúna con Georgiana, su hermana, que, al parecer, está deseando conocerla (algo que sucederá al día siguiente, cuando ésta se presente en su posada acompañada no sólo de su hermano, sino también del señor Bingley, con el que Elizabeth por fin volverá a coincidir y sobre el que no detectará ningún trato preferente hacia Georgiana, lo que le hará confirmar sus esperanzas de que aún no ha olvidado a Jane). Además, el señor Darcy invitará a los Gardiner y a Elizabeth a pasar una velada en Pemberley, donde esta última volverá a coincidir con las hermanas del señor Bingley, confirmando cómo la inquina que siempre le profesó la mayor sigue intacta (e incluso más acusada si cabe).
 
Sin embargo, este agradable viaje pronto se verá interrumpido por una inesperada y nada alentadora noticia: la fuga de Lydia con Wickham. Pero, para que se entienda bien este episodio, rememoremos la coyuntura que lo envuelve. Mientras Elizabeth estaba en Longbourn antes de viajar con sus tíos, Lydia fue invitada por el matrimonio Forster a pasar una temporada con ellos en Brighton, lugar que contaba con dos fuentes de distracción clara: ser un balneario de moda y tener un campamento militar. Un ofrecimiento así no era en absoluto extraño para una joven como Lydia, cuyo carácter extrovertido y sus continuas visitas a Meryton a ver a los oficiales le hicieron intimar con la señora Forster. Era evidente que nada apuntaba a que este viaje pudiese ser beneficioso de alguna forma para la educación y los modales de Lydia, deficientes en exceso, sino más bien un refortalecimiento de sus estúpidas maneras y de sus superficiales ocupaciones, algo que Elizabeth le comentó preocupada a su padre, que, sin embargo, restó importancia a sus temores, permitiendo que su bobalicona hija hiciera ese ansiado viaje, pues nada malo podría pasarle… ¡Ya tendría tiempo de lamentar más tarde lo perjudiciales que son la desidia y la ingenuidad a la hora de formar a jóvenes con no demasiadas luces! Al parecer, los insensatos amantes se habían marchado sin avisar. Aunque algunas sospechas apuntaban a que podrían haberlo hecho a Escocia para casarse, el mejor amigo de Wickham ponía en entredicho que él pudiera tener esas intenciones con Lydia. Esto hizo que todas las alarmas saltaran y que la búsqueda del señor Bennet para encontrar a su hija no se hiciera esperar. Justo después de que Elizabeth leyera la carta que le había escrito Jane contándole todo el periplo, apareció el señor Darcy, que la notó lo suficientemente alterada como para que se terminara sincerando con él sin demasiada resistencia, aunque pidiéndole que no lo difundiera entre los demás invitados de Pemberley. De hecho, al notarla tan nerviosa, fue él mismo el que se ofreció a avisar a los Gardiner, que habían salido a dar un paseo. Tan pronto como Elizabeth les comentó lo ocurrido, emprendieron el viaje de vuelta con la mayor presteza posible; y, como cabía esperar de un hombre tan diligente y atento, el señor Gardiner accedió al encargo de Jane, que le pedía encarecidamente que ayudara al señor Bennet a dar con Lydia.
 
Tras los vanos intentos del señor Bennet de encontrar a su hija, regresó de vuelta a Longbourn con la certeza de que dejaba el asunto en buenas manos, pues el señor Gardiner le aseguró que no pararía hasta dar con el paradero de Lydia. Y, de hecho, cumplió con su palabra. Días después le escribió para comunicarle que habían localizado a la tránsfuga pareja en Londres, y que Lydia se encontraba ahora con él y su mujer en su casa mientras todas las deudas contraídas por Wickham, que ascendían a una gran cantidad de dinero, quedaban saldadas. Las condiciones pedidas para llevar a término el matrimonio entre su hija y Wickham no podían ser más favorables para la familia, así que el señor Bennet no tuvo más remedio que aceptarlas y sentirse en deuda eterna con su cuñado, que se había comportado de la manera más generosa posible. Sin embargo, hay algo que empieza a chirriarle a Elizabeth en toda esta historia, y es que, cuando finalmente se produce el accidentado enlace y los recién casados visitan Longbourn —con la incomodidad inevitable por todo lo acontecido—, a Lydia se le escapa un detalle que no le pasa desapercibido a la perspicaz Lizzy: comparte un dato que da a entender que el señor Darcy asistió a la boda. Lydia se escuda en que no le está permitido decir nada más al respecto, pero la intriga de Elizabeth debe saciarse de algún modo, así que decide escribir una carta a su querida tía, que, después de reprocharle esa vena chismosa, que le desagrada en exceso y que no le parece propia de ella, le confiesa algo que, por si todavía tenía dudas, le hace a Elizabeth cambiar aún más para mejor la opinión que ya desde hacía tiempo empezaba a tener sobre el señor Darcy. Y es que el artífice de todos los méritos que le habían estado atribuyendo al señor Gardiner era realmente el señor Darcy, que es el que había dado con la pareja y el que, pese a su difícil relación con el señor Wickham, le había convencido de que se casara con Lydia, haciéndose cargo también de todos los gastos que arrastraba consigo, e incluso consiguiéndole un puesto en el ejército. ¡Qué agradecida se sintió Elizabeth con este descubrimiento y, al tiempo, qué desgraciada por tener casi la certeza de que la predilección que él había sentido por ella ya se habría esfumado y nada podía hacer para remediarlo!
 
Poco después de este agradable hallazgo, y tras la marcha de Lydia y el señor Wickham de Longbourn, empezó a extenderse en el vecindario la noticia de que estaba prevista la vuelta del señor Bingley a Netherfield. Jane, haciendo honor a su carácter, quiso desentenderse de las miradas de todos los Bennet, que estaban puestas en ella por esta inesperada primicia (incluso quiere convencer a la propia Elizabeth de que no siente ya nada por el señor Bingley, aunque ésta sepa cuán poco de verdad tiene eso). Sea como fuere, la primera aparición que hará el señor Bingley en la casa de los Bennet vendrá con sorpresa, pues irá acompañado de alguien que nadie esperaba recibir: el señor Darcy. La peor parte de esta velada se la va a llevar Elizabeth, que sufre horrores por lo poco apreciado que es el joven galán entre sus seres queridos —especialmente por la señora Bennet—, cuando ella sabe lo fundamental que ha sido su papel en toda la odisea alrededor de Lydia y el señor Wickham (y no sólo arreglándolo en la sombra y sin esperar nada a cambio, sino incluso sabiendo la mala fama que tiene entre casi todos los miembros de la familia a la que precisamente estaba ayudando y a cuyos integrantes no debía nada en absoluto). Sin embargo, el señor Darcy, tras preguntarle a Elizabeth cordialmente por los Gardiner, vuelve a mostrar su frialdad de antaño, tan alejada de las muestras afectuosas que les había ofrecido tanto a sus familiares como a ella misma en Pemberley. Aun así, y pese a los gestos descorteses de la señora Bennet al callado caballero, Elizabeth sí que disfruta de un detalle de la velada: observar cómo la predilección del señor Bingley por Jane permanece intacta.
 
Todas estas mismas dinámicas volvieron a repetirse de similar forma durante el siguiente encuentro, pero las ganas que tenía Elizabeth de que el señor Darcy se mostrase más atento con ella fueron en aumento, hasta el punto de que empezó a percatarse de que necesitaba fervientemente que los sentimientos de él hacia ella se hubieran mantenido incorruptibles durante este tiempo, pues empezaba a ser notorio que ahora sí que iban en ambas direcciones. A su vez, en relación con su hermana, las elucubraciones de Lizzy parecían tener bastante apoyo en la realidad, pues el señor Bingley se presentó en Longbourn pocos días después. Eso sí, esta vez lo hizo solo, pues su amigo había viajado a Londres, aunque se esperaba su regreso en algo más de una semana. Contra todo pronóstico, el señor Bingley sólo se quedó una hora, para desgracia de la señora Bennet, que no había nada que deseara más en el mundo que el hecho de que su hija Jane recibiese por fin una buena noticia. Sin embargo, accedió a visitarlas al día siguiente, algo que tranquilizó los nervios de la anfitriona de la casa, cuyo deseo veía cada vez más cerca de cumplirse. Pero tampoco iba a tener suerte aquel día, y eso que hizo todo lo posible por dejarles solos en el salón. Aunque aún tenía una nueva oportunidad cerca: el señor Bingley prometió ir a la mañana siguiente a cazar con el señor Bennet. Por la tarde, la señora Bennet volvió a ingeniárselas para dejar a los dos jóvenes a solas y… consiguió salirse con la suya, pues Jane no pudo ocultar por mucho tiempo lo dichosa que se sentía de que el señor Bingley le hubiese pedido matrimonio.  
 
Pero aún los Bennet tendrían que presenciar una visita todavía más inesperada que la de los dos caballeros: la de Catherine de Bourgh. Poco después de llegar, la vetusta dama le pidió a Elizabeth dar un paseo, algo que le resultó tremendamente molesto a la joven, pues, a su soberbia natural, que ya conocía por el viaje que realizó para ver al señor Collins y a Charlotte, había que sumarle ahora una insolencia insoportable, que provocaba que no tuviera ningunas ganas de compartir conversación y espacio con ella. Para su sorpresa, lo que Catherine de Bourgh quería comentarle era que corrían los rumores de que, además del matrimonio del señor Bingley con Jane, había otro que pronto podría consumarse: el suyo con el señor Darcy. Lo que le venía a decir a Elizabeth es que cesara en sus intentos de que eso se llevara a término, pues ella y su hermana —la madre del señor Darcy— habían previsto, desde el nacimiento de ambos, que él se casaría con su hija, la señorita De Bourgh, con quien compartía un estatus social irrebatible y con quien podría prosperar mucho más que con alguien de su clase. Por supuesto, Elizabeth no se rebaja ni un poquito ante ella y ante las ofensas que le espeta, y le dice que el señor Darcy se casará con quien estime oportuno, y que, por mucho que quiera y se empeñe, no conseguirá que se case con su hija si no es la mujer con la que desea pasar el resto de su vida (sin decir con eso que necesariamente sea ella la elegida, aunque esperando fervientemente que ése sea el caso). Obviamente, y por muy segura que Elizabeth se hubiera mostrado ante la irritante aristócrata, temía que le comiera la cabeza a su sobrino y que éste nunca más regresara a Netherfield a decirle que no había podido olvidarla en todo este tiempo. De hecho, ante esa coyuntura tan desagradable, Lizzy se consuela así: «Si se conforma con lamentar mi pérdida, cuando podría haber conquistado mi amor y mi mano, no tardaré en olvidarlo».
 
La verdad es que pocos son los que sospechan del amor entre Elizabeth y el señor Darcy —curiosamente, durante el viaje a Derbyshire, los Gardiner sí que se olían algo, pero su notable discreción les impidió comportarse de manera grosera o cotilla con su sobrina—; y, de hecho, cuando el señor Bennet le habla a Elizabeth de una carta que le ha llegado del señor Collins, en la que le pone en situación sobre el supuesto rumor de la boda entre ambos y de la dura oposición de Catherine de Bourgh al respecto, él no se lo puede tomar más que como una broma, haciendo uso de su célebre ingenio e incluso siendo algo cruel con su hija preferida. Menos mal que pronto todo iba a desvelarse, las cartas se iban a poner sobre la mesa y la oscuridad iba a dar paso a la claridad más meridiana. Contra todo pronóstico para Elizabeth, poco después de la desagradable visita de lady Catherine, el señor Bingley apareció en Longbourn acompañado del señor Darcy. Antes de que la señora Bennet pudiese irse de la lengua con la que para ella había sido una maravillosa visita por la que se sentía muy halagada —la de Catherine de Bourgh—, el señor Bingley propuso que todos salieran a dar un paseo. Si bien la señora Bennet y Mary prefirieron quedarse en casa, los grupos que se conformaron fueron dos: Jane y el señor Bingley por un lado, desperdigando la emoción propia del enamoramiento, y Elizabeth, el señor Darcy y Kitty por otro, generándose una coyuntura algo incómoda. De cualquier manera, esta última fracción pronto se dispersó, porque Kitty quería visitar a Maria a casa de los Lucas, y ellos se quedaron al fin solos.
 
Haciendo alarde de su ímpetu, y dado que la situación podía derivar en un eterno silencio si no se decidía a dar el paso, Elizabeth rompió el hielo dándole las gracias por todo lo que había hecho por Lydia y, de esa forma, por su familia al completo. Él se sintió un poco molesto de que Elizabeth se hubiese enterado, pero pronto le confesó que no le debían nada, pues tan solo lo había hecho pensando en ella, ya que sus sentimientos no habían cambiado en absoluto desde que se le declaró. Finalmente, Elizabeth le confesó que su opinión había cambiado durante este tiempo, y que también ella estaba ahora enamorada de él. De hecho, incluso la propia Catherine de Bourgh tuvo bastante que ver en la determinación que tomó el señor Darcy de regresar a Longbourn, pues su tía le hizo saber el contenido de la conversación que había mantenido con Elizabeth, y él, conociendo su carácter y naturaleza, sabía que tenía esperanzas de ser correspondido. Además, en este intercambio de pareceres entre los dos amantes, hubo también tiempo para disculpas varias: Elizabeth por haber sucumbido a los prejuicios y haberle rechazado de una forma tan cruel, y el señor Darcy por haberse comportado de una manera tan reprochable con ella. La verdad es que resulta muy bello cómo el orgullo del señor Darcy y los prejuicios de Elizabeth quedan sepultados por el amor que se profesan. Así lo explica el señor Darcy: «¡Te debo tanto! Me diste una lección, muy dura al principio, pero enormemente provechosa luego. Recibí una cura de humildad. Me acerqué a ti sin albergar ninguna duda sobre cuál iba a ser tu respuesta. Y tú me mostraste cuán insuficientes eran mis méritos para agradar a una mujer que merecía el mejor de los tratos».
 
Cuando regresaron a casa de los Bennet, después de que se les hiciera más tarde de lo previsto, Lizzy acabó confesándole todo a su querida Jane, que no daba crédito ante semejante noticia. De hecho, como le costaba entender que se hubiera enamorado del señor Darcy después del rechazo a su propuesta de matrimonio, Elizabeth le reveló cómo poco a poco sus sentimientos habían ido cambiando y que, cuando se enteró de que había sido el artífice del arreglo matrimonial de Lydia, se percató de que había sido muy injusta juzgándole tan severamente por comentarios de alguien a quien apenas conocía. A la mañana siguiente, tanto el señor Bingley como el señor Darcy aparecieron en Longbourn. Si bien el primero gozaba de toda la aprobación y el cariño de la señora Bennet, por el segundo volvió a mostrar su recurrente inquina. De hecho, incluso mandó a su hija Elizabeth a que se diera un paseo con él para que los jóvenes enamorados —refiriéndose al señor Bingley y a Jane— pudieran estar tranquilos, disculpándose por el marrón que supondría para ella —es evidente que, si bien es la preferida de su padre, es la menos afín a su madre— y no sospechando que, lejos de ser una carga, era el mayor de los placeres para ambos. En ese paseo decidieron cómo iban a contar su compromiso. Después de que el señor Darcy pidiera el consentimiento del señor Bennet, éste recibió a su querida hija en la biblioteca y le dijo estas bellas palabras, pues no podía evitar mostrarse escéptico ante este giro inesperado de los acontecimientos: «Conozco tu temperamento, Lizzy. Sé que no podrías ser feliz ni respetable si no quisieras de verdad a tu marido, si no lo miraras como a alguien superior. Tu inteligencia y tu ingenio te expondrían a grandes peligros en un matrimonio desigual. Difícilmente escaparías al descrédito y la desdicha. Hija mía, no me inflijas el dolor de verte incapaz de respetar a tu compañero en la vida. No sabes bien el riesgo que corres».
 
Finalmente, Elizabeth también le comunicó a su madre las buenas noticias. De hecho, el escandaloso júbilo que mostró la señora Bennet, después de varios minutos de incredulidad, fue tan exagerado que agradeció habérselo contado en privado. Pronto, todos los conocidos de uno y otro lado se enteraron de un enlace que para algunos resultaba tan espinoso y desagradable —especialmente, para la señorita Bingley y Catherine de Bourgh— y, para otros, tan dichoso y próspero —como era el caso de Jane y del señor Bingley—, y la señora Bennet pudo ver colmadas sus más altas aspiraciones: tener a tres de sus cinco hijas casadas (el hecho de que fuera bien, mal o regular era casi lo de menos para ella). Como se nos deja apuntado en las últimas líneas de la novela, siguiendo con la tradición de perfilar el futuro de los personajes, si bien el señor Bingley y Jane residieron durante un año en Netherfield, acabaron mudándose a un condado limítrofe de Derbyshire, por lo que las hermanas, para su gran satisfacción, vivían a una distancia lo suficientemente corta como para verse con mucha asiduidad (algo que, por cierto, aprovechó Kitty, que iba a visitarlas constantemente). Por su parte, el matrimonio compuesto por Lydia y Wickham continuó derrochando y viviendo por encima de sus posibilidades, al tiempo que trataba de sacar tajada del enlace entre Elizabeth y el señor Darcy; lady Catherine se mostró muy furiosa con la decisión de su sobrino, pero acabó visitándoles en Pemberley; y con los Gardiner siempre guardaron una relación estupenda, pues no podían dejar de agradecer que, debido al viaje que realizó Elizabeth con ellos a Derbyshire, los sentimientos de la joven hacia el señor Darcy mudaran desde el más palmario rechazo hasta el más tierno y sincero amor.
 
Conclusión
 
En esta novela, tal y como su nombre indica, presenciamos el tira y afloja del orgullo de Darcy y de los prejuicios de Elizabeth sobre él. A su vez, se reflexiona constantemente sobre la distancia insalvable que muchas veces hay entre lo que nos llega de los demás y lo que luego acaba resultando ser cuando nos tomamos la molestia de conocerlos a fondo. Lo cierto es que muchas veces nos conformamos con lo que se dice por ahí en vez de tratar de contrastarlo con nuestra propia experiencia (y esto funcionaría tanto para las personas como para los libros o cualquier otra cosa). De algún modo, así como Wickham representaría la apariencia de un galán, pero siendo realmente un crápula; el señor Darcy encarnaría lo que se espera de los actos de un caballero, aunque mostrando un carácter retraído y poco cercano. Precisamente al hilo de esto, cabe señalar el gran cambio que se produce en los personajes de Elizabeth y el señor Darcy, pues hay un desarrollo sustancial entre cómo empiezan y cómo acaban. Así como ella va del rechazo al enamoramiento, pues pasa de tener una imagen distorsionada y nada halagüeña del caballero a tener que admitir y agradecer su generosidad discreta, él lo que va a tratar de corregir es ese orgullo que le hace parecer distante y serio, mostrándose muy afable cuando se encuentra a Elizabeth en Pemberley después de que ella declinara su propuesta de matrimonio. De algún modo, ese cambio responde a que se ha dado cuenta de que su orgullo no le ha llevado a nada bueno, sino a dar por sentado cosas que no tendrían por qué suceder de la manera en la que él espera que lo hagan, como lo de creer que Elizabeth iba a aceptar casarse con él sin ninguna duda ni reparo. Sin embargo, tampoco es que esa gentileza se vaya a mantener de manera definitiva a partir de ese momento, sino que siempre habrá una tendencia a que su mudez haga su aparición. En este sentido, me parece muy tierna la forma en la que se indigna siempre Elizabeth por ese carácter circunspecto del señor Darcy, pues no entiende cómo, amándola tanto como dice, se comporta de una manera tan fría y extraña.
 
Además, me parece también muy interesante la forma en la que “Orgullo y prejuicio” introduce un aspecto que se ha visto menos a lo largo de la literatura que su opuesto: que sea la dama la que no está interesada en el caballero. Así, Jane Austen en esta novela provoca que dos varones —el señor Collins y el señor Darcy— se declaren a la misma mujer —Elizabeth— en dos momentos distintos, y que ambos reciban el rechazo que jamás podrían haber imaginado obtener. De algún modo, tanto uno como otro esperan que les acepten porque sí, sin haber mostrado ningún tipo de predilección por la joven a la que pretenden cortejar y como si sus méritos económicos fuesen suficientes para que ella tome una decisión tan determinante en su vida (cuando, precisamente, que su amante tenga virtudes parejas a las suyas es lo realmente primordial para Elizabeth). Curiosamente, cuando el rechazo sucede a la inversa suele ser porque los hombres dan a entender cosas y luego huyen por miedo, por incapacidad de comprometerse o por no querer asumir una diferencia de clase social. Y es que, si hay una preocupación que late a lo largo de todo “Orgullo y prejuicio” es, sin duda, la del dinero y, por lo tanto, también la del matrimonio. Las consecuencias de los malos matrimonios vienen aquí ejemplificadas en los señores Bennet (fruto de la irracionalidad de la juventud, que se centra más en la belleza que en la inteligencia o en el carácter), en Charlotte Lucas y el señor Collins (por cuestiones económicas) o en Lydia y Wickham (por mero capricho y como método de saldar deudas).
 
Pero la radical importancia del matrimonio no termina aquí, sino que se extiende a la tan variada y complicada tarea de los hijos, donde vienen a desembocar casi todas las malas consecuencias derivadas de los enlaces desgraciados, pues la desidia ocupa el lugar que debería haber sido destinado a las fuerzas y a las ganas de educar con firmeza e interés. De esta forma, y teniendo como referencia a la familia Bennet, se nos plantea cómo, con unos padres demasiado blandos, poco estrictos y que no reman en la misma dirección, tan sólo los vástagos que tengan verdadera disposición hacia el saber, siendo ya de base de naturaleza inteligente —en este caso, Jane y Elizabeth—, tenderán a ennoblecer su carácter y hacerse mejores, mientras que una indulgencia de estas características será sumamente perjudicial en los temperamentos ociosos, simples y licenciosos —encarnados en esta novela por Kitty y Lydia—, pues no hará nada por paliar los defectos contenidos en ellos. Además, muy unida a esta idea, y como una constante a lo largo de todo el libro, aparece la carga que muchas veces conlleva tener una familia más torpe y vulgar que lo que uno cree representar. El lastre de tener que relacionarse con espíritus muy poco elevados, así como la complicación que en ocasiones supone soportar la necedad con la que uno convive, que hacía también su aparición en “Agnes Grey” (1847), tiene un lugar predominante en “Orgullo y prejuicio”, recorriendo toda la trama y provocando no pocos problemas en las relaciones amorosas a las que asistimos.
 
En cuanto a los personajes, creo que ha habido una evidente mejora respecto a “Juicio y sentimiento” (1811), sobre todo en los masculinos, que estaban algo desdibujados y eran bastante sosines. Desde luego, el señor Darcy encabeza por ahora la lista de los gallardos galanes surgidos de la afilada pluma de la autora inglesa (algo que no es ninguna novedad, pues raro es no haberse cruzado con este nombre en alguna ocasión). Este joven apuesto y elegante, aunque de modales poco risueños, comparte algo de la discreción del coronel Brandon, pero con unas luces y unas sombras que le dan más brillo y fuerza a su personaje. A su vez, Jane Bennet, que se asemeja en muchas cosas a Elinor Dashwood, tiene un mayor grado de ternura y menos frialdad que su antecesora, aunque sin dejar de volver a recordarnos a la hermana de la autora, Cassandra, con esa fortaleza de ánimo y esa imperturbabilidad tan características y poco comunes. Pero la que se eleva como la heroína de esta novela es, sin duda, Elizabeth, que, socarrona e irónica, terca y obstinada, perspicaz e inteligente, poco sociable y taciturna, con gran sentido del humor e ingenio, con una naturalidad y espontaneidad particulares, con talante vivaz y sincero, con nula tendencia a la adulación por razones de rango social o monetario y no por virtudes intrínsecamente meritorias, con cierta altanería impostada y graciosa, con férreos principios y con una vergüenza manifiesta ante las actitudes vulgares de su entorno más cercano, guarda muchas similitudes con el carácter de la propia Jane Austen (de los personajes femeninos que conozco hasta la fecha, la que más me recuerda a ella). Además, una de las cosas interesantes de Lizzy es que, lejos de querer ser un espíritu independiente, quiere encontrar a alguien con el que poder medirse y, por esa misma razón, con el que poder bromear a gusto. En estos términos define ella esta circunstancia con la que tanto disfruta: «Mis buenas cualidades las fío a tu cuidado, y eres tú quien debe exagerarlas al máximo. A mí me corresponde, en cambio, aprovechar cualquier ocasión para contrariarte y discutir contigo».
 
En “Orgullo y prejuicio” asistimos a dos historias de amor que están entrelazadas y que ejercen poder la una sobre la otra, a diferencia de lo que ocurría en “Juicio y sentimiento”, donde las tramas del querer y de los desengaños amorosos iban por caminos más separados. Además, también las protagonistas de una y otra novela son distintas: así como en el texto de 1811 los caracteres de Elinor y Marianne eran opuestos, aquí los temperamentos de Jane y Elizabeth son muy diferentes, pero consiguen encontrar un tono menos dispar en ciertas maneras de funcionar, lo que favorece que, al contemplar una mayor escala de grises y de términos intermedios, los diálogos que ambas comparten tengan más interés. Otra diferencia sustancial entre Elinor y Marianne respecto a Jane y Elizabeth es que, así como Marianne vive ajena a la excesiva bondad de Elinor y sólo se percata de ella al final de la novela, aquí Lizzy es consciente desde el inicio y durante todo el libro de que su hermana es «la criatura más benévola del mundo». A su vez, no sólo el hecho de que las hermanas Bennet sean cinco hace algo más divertida y menos reiterativa la historia, sino que también, por ejemplo, que las ocupaciones y el tono del señor y la señora Bennet sean tan heterogéneos permite asistir a conversaciones muy ridículas, al tiempo que pone de manifiesto la importancia radical que tiene la elección en el matrimonio, pues no darle la seriedad que merece es algo que se acaba pagando muy caro. Y es que, como se dice en un momento de la novela: «Si Elizabeth hubiera tenido que forjar su juicio a partir de su propia familia, no habría tenido una imagen muy agradable de la felicidad conyugal ni de la vida hogareña».
 
Asimismo, no sólo aparece la reflexión sobre cómo ciertos defectos van aparejados a ciertas virtudes (en tanto que, como bien sostiene el señor Darcy, «… todo temperamento manifiesta cierta tendencia a un mal concreto, un defecto natural que ni siquiera la mejor educación puede vencer»), sino también cómo, cuando alguien está por encima de la media, tiende a mirar a su alrededor con la agonía y la rabia que produce que la necedad siempre se abra paso. Además, asistimos a una crítica a la inconstancia del carácter, así como a las mentiras y apariencias que van aparejadas al débil y torpe ser humano. A fin de cuentas, “Orgullo y prejuicio” es una novela que se lee de manera muy fluida, que nos plantea reflexiones importantes acerca de los límites del ocio, de la relevancia de una buena educación y de contar con ejemplos fiables a seguir, y que nos presenta a una heroína que, aun ansiando tener a su lado a un hombre que esté a su altura y al que pueda admirar, no está dispuesta a asumir que eso implique plegarse, adular sin descanso o renunciar al humor y a la ironía que la caracterizan.

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