Juicio y sentimiento (1811)
Comienzo este nuevo curso con la misma temática del anterior —como os podéis imaginar, Jane Austen—, pero adentrándome ya por fin es su primera novela larga. Aunque conocida habitualmente en español bajo el nombre de “Sentido y sensibilidad” —en inglés, “Sense and sensibility”—, yo voy a referirme a ella tal y como se hace en la traducción que yo he manejado, la de Alba, a cargo de Luis Magrinyà, y que responde al título de “Juicio y sentimiento” (1811). Si bien tengo ciertas desavenencias con la traducción en sí, de las que a continuación hablaré, comparto la opinión de que esas dos palabras se asemejan mucho más a lo que el libro quiere transmitir que las que normalmente se asocian a esta obra. Por su parte, la editorial Alianza opta por llamarla “Sensatez y sentimiento”; y, aunque no me parezca del todo errónea, pues es bastante similar a la propuesta de Alba, sigo creyendo que es más acertada esta última, pues la palabra «juicio» resulta ser más abarcadora que la de «sensatez». Para evitar confusiones, también me gustaría señalar que, con sus novelas largas, a diferencia de lo que hice con sus obras de juventud y con sus novelas cortas, “Lady Susan” (1871) y “Los Watson” (1871), que fue ordenarlas atendiendo a la fecha en la que fueron concebidas y fundamentalmente escritas, voy a analizarlas siguiendo el orden de publicación, pues resulta complicado determinar en qué medida fueron o no retocadas a lo largo de los años. De cualquier manera, y tras haber dejado claras estas cuestiones menores, profundicemos ahora en el primer escrito de considerable longitud de Jane Austen, “Juicio y sentimiento”, que, en líneas generales, estaba concluido ya en 1797, cuando la autora contaba con 22 años de edad, pero que no fue publicado hasta 1811, bajo el curioso seudónimo de «A Lady» (una dama). La segunda edición, que salió en 1813 y que estaba corregida por ella, es la que habitualmente se ha utilizado para las ediciones posteriores y, de la misma forma, también para la traducción que yo he leído.
Creo que es importante recalcar la fecha en la que fue elaborado en lo sustancial este texto, pues, aunque apunta maneras, se aprecia claramente que su autora aún tenía mucho más y mejor que ofrecer en escritos que vendrían después, pues no encontramos aquí su plena madurez narrativa. De hecho, no sé si responde a que tenía demasiadas expectativas puestas en él, pero tengo que reconocer que me ha decepcionado un poco. Aunque tenía la esperanza de que me sirviera de alivio en unas semanas que no han sido precisamente agradables, he de decir, y lo hago con todo el dolor de mi corazón —me apena enormemente que mis autores más queridos no estén siempre a la altura que espero de ellos—, que no ha conseguido atraparme a lo largo de sus 467 páginas. Y creo, mal que me pese, que parte de la culpa corre a cuenta de la traducción, que me ha resultado, en no pocas ocasiones, farragosa, hasta el punto de tener que releer varias veces la misma frase para entender plenamente su significado. No te digo yo que esto no responda a una torpeza congénita de la que quizá me deba hacer responsable, pero sospecho que tiene cierto anclaje en la traducción misma, pues, en lo que llevo leído hasta ahora de Jane Austen, es una característica que jamás he asociado a su estilo, sumamente certero, conciso y claro. Al parecer, por lo que me he informado, es una traducción que goza de cierta fama, pero a mí me ha chirriado en varios momentos. Por poner algún ejemplo, una expresión como «… su cuñada de usted» se repite varias veces a lo largo del texto, y a mí no me puede sonar más extraña. O, también, algunas frases como las siguientes, que creo que ningún español usaría: «… las ganas que ambos tenían de verse eran cosa de no decir» o «… lo conocen íntimamente desde antiguo». Quizá sean expresiones típicas de la jerga decimonónica que desconozco, pero lo cierto es que no me suena haberlas leído en ningún otro libro de la época, lo que me hace tener ciertas sospechas de que se podrían haber volcado en nuestro idioma de una forma más fiel y precisa.
Aun así, desde luego que no pongo todo el peso en Luis Magrinyà, cuyo trabajo seguramente es encomiable para quienes saben de esto y para quienes dedican sus esfuerzos a una tarea tan poco valorada e invisible como es la de la traducción. Y es que, en este caso, ni la historia ni los personajes han conseguido encandilarme, y eso no lo consigue salvar ni la mejor traducción, por mucho que sea algo que siempre ayude. De hecho, todos guardamos traducciones pésimas de libros que nos encantaron igualmente, lo que viene a corroborar precisamente esa idea. Sin embargo, lo que me ocurre con “Juicio y sentimiento” es mucho más complicado de explicar de lo que implicaría exponer las razones por las que considero que una novela es sencillamente mala. Porque es que la primera obra larga de Jane Austen no es en absoluto una novela mala. Y, aun así, no consigue atraparme, no me crea la necesidad y las ganas de continuar leyendo, sino que la cojo, veo cómo va avanzando la historia, pero no sigo los pasos de los personajes con demasiado interés. No hay ninguna trama que despierte especialmente mi curiosidad, como tampoco hay ningún personaje memorable o alguien que me desagrade en exceso. Todo se mueve en un término medio que no acaba por convencerme. Y desde luego que no puedo achacar esto a mis ánimos a la hora de empezarla, pues no podía tener mejor predisposición para ello. De hecho, incluso consiguió engancharme en un principio, pues si hay algo que valoro sobremanera en un autor es que sólo le basten las primeras páginas para dibujar el panorama de lo que nos vamos a ir encontrando a lo largo de la narración, y en detalles como ése destaca la evidente maestría de Jane Austen.
Pero, yendo ya propiamente al libro, ¿qué podemos esperar de “Juicio y sentimiento”? Una historia, como no podía ser de otra manera, narrada con mucho gusto, como nos tiene acostumbrados la autora. Ya en un primer momento se nos presenta a la familia Dashwood, dueños desde hace mucho tiempo de Norland, hacienda situada en Sussex. El último propietario de estas tierras había sido un hombre soltero que, tras la muerte de su hermana, diez años antes de que acaeciera la suya propia, decidió invitar y recibir en su casa a su sobrino Henry Dashwood, al que acompañarían tanto su mujer, la señora Dashwood, como sus hijas, Elinor, Marianne y Margaret. A su vez, Henry Dashwood tenía un hijo de un matrimonio anterior, John, cuyo patrimonio era notable por la gran fortuna de su madre. Además, casándose con Fanny Ferrars, su riqueza aumentó todavía más, pues también ella procedía de una familia de amplios recursos. Por esta razón, la sucesión a la heredad de Norland era de radical importancia y necesidad para las hijas de Henry, que no podían contar con ningún ingreso por parte de su madre y cuyo padre contaba con un capital algo escueto, y no para su hijo John, cuya vida iba a ser igualmente holgada le beneficiara o no dicho legado. Sin embargo, las cosas no suelen suceder de acuerdo con lo que resulta ser más adecuado, sino, en muchas ocasiones, del modo más injusto posible; por lo que, una vez muerto el anciano tío de Henry Dashwood, su testamento no dejó pocas sorpresas en los interesados: si bien no fue tan ruin de no dejar las tierras a su sobrino, lo hacía en tales condiciones que el legado quedaba reducido a la mitad de su valor y, además, beneficiaría únicamente a John, que se había ganado la simpatía del vetusto caballero en sus visitas esporádicas a Norland, sin tener en cuenta a las mujeres Dashwood, que no recibirían nada de dicho usufructo. ¡Qué papel tan importante jugaron también en la familia Austen estos malditos testamentos odiosos!
Ante tales perspectivas, el pobre Henry Dashwood se encuentra absolutamente desolado por no poder garantizarles un futuro digno a su mujer y a sus hijas, y todo esto encuentra un final todavía más desgraciado: su inminente muerte. De hecho, cuando ya este fatídico desenlace es inevitable, le pide encarecidamente a su hijo John que se encargue de cuidar a las mujeres Dashwood, procurándoles una vida lo más apacible posible. Sin embargo, a raíz de esta petición descubriremos realmente el carácter de John y de su mujer, Fanny, que no puede ser más manipuladora con su marido y que termina convenciéndole de que tener demasiadas consideraciones con ellas iría en detrimento de beneficiar al hijo que tienen en común (a este respecto, cabe destacar el capítulo II, especialmente logrado y con una socarrona maldad a la altura de su autora, capaz de inventar unos personajes femeninos especialmente perversos y retorcidos). Además, y por si fuera poco, Fanny utiliza tales artimañas, que el pusilánime de John se siente incluso satisfecho con tan egoísta resolución —¡qué asombrosa capacidad la que tenemos los hombres para mentirnos a nosotros mismos!—. De este modo, y como era esperable derivar de un matrimonio tan pérfido, la estancia de las mujeres Dashwood en Norland, tras la muerte de Henry, es de todo menos agradable; algo favorecido también por la incómoda coyuntura de sentirse extranjeras en el lugar que antes había sido su hogar. Además, convivir con Fanny no puede ser más desagradable para ellas, pues es evidente que no les guarda ningún cariño (aunque esto, sin duda, se hace extensible en ambas direcciones).
Pero no todo es malo en Norland, o no al menos para Elinor, que empieza a entablar una relación muy cercana y agradable con Edward Ferrars, el hermano de la odiosa Fanny. Aunque su carácter algo retraído no consigue convencer demasiado a Marianne, por no hablar de su supuesta falta de gusto, característica primordial para la mediana de las Dashwood, Elinor disfruta enormemente de sus encuentros con Edward, hasta el punto de que su madre y su hermana creen que un compromiso entre ambos es inminente. Sin embargo, nada más alejado de la realidad, pues el destino de las Dashwood habría de cambiar radicalmente cuando John Middleton, un pariente de la señora Dashwood, al enterarse de la circunstancia precaria en la que se encontraban sus allegadas, les ofrece una pequeña casita de campo en Barton, cerca de la gran finca en la que él reside con su mujer, lady Middleton, y sus hijos. (Inevitablemente, esto nos recuerda a Chawton Cottage, la última residencia de Jane Austen, que compartiría con su hermana Cassandra, su madre y su eterna amiga Martha Lloyd, y a la gran casa que tenía su hermano Edward muy cerca, a la que frecuentemente iban; sin embargo, a la altura a la que se escribió este libro, nada de esto había sucedido todavía.)
Allí se trasladarán finalmente la señora Dashwood con sus tres hijas, no sin antes asistir a una despedida un tanto fría y distante entre Edward y Elinor, sumada a una respuesta no muy convincente por parte de él al ofrecimiento sincero de la señora Dashwood —mujer muy afable y tierna cuya disposición acogedora recuerda a la de la madre de las hermanas March— de recibir una visita suya en su nueva casita de campo. Si bien es cierto que Fanny se muestra absolutamente intransigente respecto a la más mínima posibilidad de que hubiera un trato predilecto entre Elinor y su hermano —y esto implicaba cualquier relación que excediera la mera cortesía—, no lo es menos que jamás termina por explicitarse si realmente se da una reciprocidad en ese supuesto enamoramiento. De cualquier manera, sí que hay varios momentos en los que Elinor intenta convencer a Marianne de que se equivoca al enjuiciar a Edward tan estrictamente y tan a la baja, alegando que cuenta con virtudes más que notables en las que ella parece no reparar. Sea como fuere, y hubiera o no posibilidad de que el asunto se convirtiera en algo de mayor envergadura, el traslado a Barton termina decidiendo por ellos, que no tienen más remedio que acatar el hecho de separarse.
De esta forma, las mujeres Dashwood iniciarán una vida muy distinta a la última época en Norland, y lo harán gracias a la calurosa bienvenida de John Middleton, que se encargará de que no les falte de nada a sus allegadas, y que, por su carácter sociable y dicharachero, las invitará a numerosas cenas y bailes en su amplia y cómoda casa. Allí se relacionarán también con su mujer, lady Middleton, de carácter anodino y soso, y cuya ocupación principal consiste en consentir y mimar a sus hijos, al tiempo que sus múltiples y variadas visitas los adulan, algo que adora por encima de todo. Pero también se codearán con la madre de lady Middleton, la señora Jennings, que, aunque al principio tenga un papel secundario en la historia, terminará apareciendo bastante a lo largo y ancho del libro. Esta mujer, de naturaleza cotilla y metomentodo, disfruta especialmente emparejando a los jóvenes de su alrededor que cree que tendrán futuro y ejerciendo de casamentera. En un primer momento, su idiosincrasia resulta algo cansina, pero es un personaje al que se le acaba cogiendo cierto cariño, pues tiene buen corazón a pesar de sus cargantes dotes para el chismorreo. De hecho, gran parte del libro transcurre en Londres, a donde deciden ir Elinor y Marianne tras acceder a su insistente invitación a su casa, algo que les da cierta pereza al principio, pero que acabarán agradeciendo; y es que es innegable que la señora Jennings aprecia mucho a las hermanas Dashwood y que se comporta con ellas con bastante generosidad, sufriendo sinceramente las vicisitudes en las que se verán envueltas durante su estancia en la gran ciudad.
Pero no adelantemos acontecimientos, pues, antes del viaje a la conocida urbe, Marianne debía conocer todavía al hombre que luego le amargaría tanto la existencia. Durante uno de sus recurrentes paseos, esta vez acompañada de Margaret, Marianne sufrió una aparatosa caída. Para suerte de las dos hermanas, un joven galán que pasaba precisamente por allí en el momento del accidente se dispuso a ayudarla, conduciéndola de vuelta a su pequeña casita de campo. Marianne quedó prendada de este caballero, que respondía al nombre de Willoughby, y que le haría múltiples visitas hasta que se hubo asegurado de su completa recuperación. La superioridad de Willoughby frente al coronel Brandon, amigo cercano de John Middleton que estaba prendado de ella, resultaba evidente para Marianne, cuyas principales quejas hacia el pobre enamorado eran su edad —35 años frente a sus 17— y su afición por los chalecos de franela, algo que asociaba como síntoma claro de ancianidad. En cambio, en Willoughby encuentra todo lo que a ella le encanta: los mismos gustos —especialmente, la música y la lectura— y una predisposición hacia la intensidad y los sentimientos apasionados, algo a lo que su temperamento tan romántico tiende de una manera inevitable. Así, ambos amantes se convierten en uña y carne y muestran una incuestionable complicidad entre los círculos que frecuentan. Pero cuantísimo habría de cambiar todo en tan poco tiempo… ¡Ay, querida Marianne, en qué jardín te estabas metiendo sin tan siquiera imaginarlo!
A lo largo de esta parte de la historia, descubriremos a una Marianne completamente prendada de su caballero y a un galán que, por su parte, también parece corresponder al desbordante amor de su amada. Tanto es así, que el resto de las Dashwood dan por hecho que el compromiso entre ambos está al caer. Sin embargo, como ya advertimos…, las cosas no suelen suceder tal y como se espera de ellas, y este caso no iba a ser menos. De hecho, después de haber tenido el descaro de pedirles a las Dashwood que no cambiaran nada ni hicieran reforma alguna en su acogedora casa, pues era un lugar en el que había sido tremendamente feliz, Willoughby decide marcharse de una manera repentina e inesperada a Londres, lo que marcará un antes y un después en su relación con Marianne, que nunca volverá a restablecerse, y que dejará a la hermana mediana de las Dashwood enormemente destrozada. Pero el traqueteo constante de visitas en la casa de sus anfitriones no iba a cesar por mucho que el gallardo cortejador de Marianne hubiera partido a la ciudad, por lo que las hermanas Dashwood no tuvieron más remedio que conocer a Charlotte, hermana de lady Middleton e hija de la señora Jennings, y a su marido, el señor Palmer, de carácter arisco y seco, y al que su mujer, de amable cara, constante sonrisa y sin muchas luces, no sólo ríe todas sus salidas de tono, sino que también se muestra afable con sus comportamientos excéntricos e incluso con las palmarias ofensas que van dirigidas descaradamente hacia ella. Además, en Barton también conocerán a las hermanas Lucy y Nancy Steele, unas primas provincianas de las Middleton, carentes de elegancia y no muy cultas, a las que John, con su don de gentes y amabilidad habitual, decide hospedar en su casa durante una temporada, pero cuya compañía les resulta algo tediosa a Elinor y Marianne, sobre todo a esta última, que jamás hace esfuerzo alguno en asumir de buena gana los ritos y las liturgias que supuestamente van ligadas a las visitas, incluso aunque éstas no sean del agrado de uno.
De hecho, este tipo de muestras de cortesía y de educación están representadas a lo largo de toda la trama por Elinor, que siempre ha de hacerse cargo de ellas y disculpar a Marianne cuando no tiene ganas de esta serie de encuentros protocolarios. Ésa es una de las tantas diferencias entre las dos hermanas, cuyos temperamentos se alejan en casi todos los puntos, pero que, sin embargo, guardan una sorprendente buena relación. Quizá esto último se entienda si nos detenemos a señalar que la impulsividad de Marianne, que casi siempre le hace cometer errores y mostrarse desagradecida con quien precisamente muestra contemplaciones con ella, viene compensada con una bondad de corazón que le hace disculparse cuando se percata de que muchas veces actúa de manera egoísta o como si ella fuera la única que tiene problemas —debido, nuevamente, a su intensidad sentimental, que la hace ser muy extrema—. Pero para entender el contraste entre una y otra tenemos todavía que viajar a Londres, e incluso antes detenernos en el desencadenante de la tristeza que Elinor tiene, pero no puede mostrar, y en la gran fortaleza de ánimo que conserva, con una resignación heroica, a lo largo de toda la trama. Y es que Lucy Steele, desconociendo la relación tan íntima que ella guarda con Edward, le confiesa que están comprometidos en secreto desde hace cuatro años —ocultación que responde al miedo a las represalias de la señora Ferrars, que, sin duda, estallarán cuando un enlace tan desafortunado para sus deseos salga a la luz—. Al ser Elinor una persona tan íntegra, y al haberle dado su palabra a Lucy de no contárselo a nadie, debe afrontar sola y sin ayuda un descubrimiento tan atroz. Sin embargo, Elinor se niega a aceptar que aquello que tuvo con Edward en Norland fuese una quimera, y no puede sino mostrar pesadumbre ante la perspectiva de que un hombre de su talante se conforme con una mujer como Lucy Steele, incapaz de satisfacer sus gustos más elevados y de estar a la altura de su bondad. Ésta es casi la única certeza que le queda a Elinor para sobrellevar una noticia que le resulta tan poco halagüeña y difícil de digerir: la de que el futuro que ella esperaba para sí se derrumbe de un plumazo.
Así las cosas, y tras las reticencias iniciales de Elinor y Marianne por dejar a su madre sola en Barton con Margaret, finalmente se irán las dos hermanas a Londres con la señora Jennings, que las acogerá como a unas hijas en su casa. Desde luego, el contraste de esa excesiva amabilidad vendrá de la mano de Willoughby, que va a ignorar las cartas que le enviará Marianne a lo largo de su estancia en la ciudad y que, cuando alguna vez se encuentren por casualidad, actuará como si no la conociera y como si nada hubiese pasado nunca entre ellos. Esta coyuntura provocará que Marianne no encuentre ninguna salida y se hunda en la tristeza más absoluta, sobre todo al enterarse de que su amado Willoughby, además de comportarse como si no la quisiera, va a casarse con otra mujer, la señorita Grey. En Londres, las Dashwood no sólo se reunirán con el coronel Brandon, los Middleton, los Palmer y las Steele, sino que también volverán a ver al matrimonio conformado por su hermano, John, y Fanny. Y también será allí cuando se descubra el compromiso secreto entre Edward y Lucy, ése que la pobre Elinor tuvo que guardarse para sí, sufriendo lo indecible (y nunca mejor dicho, porque tuvo que ser fiel a un silencio que la carcomía por dentro). De hecho, al enterarse de la dura carga que ha tenido que soportar Elinor, estallará la culpa de Marianne por la falta de tacto que ha tenido con su hermana, que ha cuidado de ella con suma diligencia y mimo sin abandonarse a su propia pena.
Además, las consecuencias de esta noticia inesperada para todos, excepto para Elinor, serán tremendamente nefastas para Edward, del que su madre —la señora Ferrars— no quiere saber nada y a quien abandonará a su suerte, sin otorgarle el dinero que le correspondería como hijo de una dama de alta cuna. De hecho, al tener ella ya elegida a la candidata para que se casara con su hijo, la señorita Morton, una joven de familia pudiente, esta noticia no puede resultarle más molesta e inapropiada (es curioso que, aquí, sea un varón a quien se le intente concertar un matrimonio, pues es algo que habitualmente solemos ver que sucede con mujeres). Sin embargo, este incidente dará pie a que el coronel Brandon pueda mostrar su carácter bondadoso; y es que se eleva, sin duda, como otro de los héroes discretos y que pasan desapercibidos de “Juicio y sentimiento”. De hecho, para evitar cualquier atisbo de protagonismo, le pide a Elinor que le dé ella misma la noticia a Edward: el ofrecimiento del beneficio de Delaford, el lugar donde él vive y de cuyas tierras es propietario, un sitio de pequeño tamaño y que tampoco cuenta con grandes lujos, pero que, al menos, espera que le sirva para sobrellevar el escollo de haber perdido toda seguridad económica y el vínculo con su familia. Sin duda, esto supone una sorpresa tremendamente grata para Edward, que encuentra allí la única salida a la incomodidad que supone que su entorno más cercano le haya dado la espalda.
Paralelamente, Marianne sigue sin levantar cabeza, y el regreso a Barton, para estar cerca de su madre, se empieza a volver fundamental para ella. Además, por mucho que Elinor no sienta esa necesidad imperiosa de Marianne por volver a su hogar, tampoco cuenta con nada demasiado bueno que la retenga en Londres. De esta forma, se disponen a viajar las dos hermanas con la señora Jennings y Charlotte, a quienes se unirían pocos días después el coronel Brandon y el señor Palmer, hasta Cleveland, una de las residencias del matrimonio, donde pretenden hacer una parada estratégica durante unos días antes de marchar definitivamente a su casa. Pero la ansiada vuelta al hogar todavía habría de esperar un poco más, pues Marianne enfermaría de una infección, algo que provocaría que los Palmer abandonaran su propia morada por temor a que su hijo se contagiara. Aun así, el señor Palmer insta al coronel Brandon a que no abandone la casa, pues así él podrá irse de allí más tranquilo sabiendo que alguien de su notoria benevolencia se queda ayudando. Y, como era de esperar y como nos tiene acostumbrados, cumple con suma diligencia. De hecho, cuando Marianne empieza a empeorar notablemente y se teme por su vida, Elinor le pide que vaya a Barton a por su madre, pues cree que, si no lo hace, será demasiado tarde para que la señora Dashwood pueda despedirse de su hija predilecta.
Cuando Elinor contaba con que al coronel Brandon y a su madre aún les quedarían dos horas para volver, Willoughby hace una aparición estelar y absolutamente inesperada en Cleveland. Le cuenta a la hermana mayor de las Dashwood que, al enterarse de que el estado de salud de Marianne había empeorado notablemente, sentía la necesidad de explicar todo lo que había sucedido en Londres, sobre todo para que la impresión que tenían de él pudiera cambiar un poco a mejor. De esta forma, le empieza a narrar a Elinor cómo en Barton estuvo jugando con Marianne por el mero afán de satisfacer su inagotable vanidad, y es que le agradaba enormemente que ella estuviera tan enamorada de él. También le cuenta que, al no saber qué era realmente el amor, al no tener apego alguno y al haberse acostumbrado a llevar una vida licenciosa, necesitaba emparejarse con alguien de dinero —en este caso, la señorita Grey—. Sin embargo, fue tras haber tomado tan nefasta decisión cuando empezó a percatarse de que debería haberse casado con Marianne, pues fue con ella con quien pasó los mejores momentos de su vida y de quien estaba realmente enamorado, por mucho que se hubiera mentido durante algún tiempo y que la hubiese tratado de una manera tan desalmada. Willoughby se acaba despidiendo de Elinor deseando que su disertación haya sido suficiente para que las dos tengan una consideración de él algo menos repugnante, y le pide encarecidamente a Elinor que se lo transmita a Marianne, algo a lo que ella accede con su promesa sincera.
Para suerte de todos, especialmente de Elinor, la eterna cuidadora, la salud de Marianne empieza a mejorar milagrosamente y, para cuando llegan su madre y el coronel Brandon a Cleveland, ya no se teme en absoluto por su vida, si bien aún tiene que recuperarse de una enfermedad que la había dejado tan débil. En cuanto las cosas empezaron a encauzarse, las Dashwood pudieron volver a su querido hogar, aquel que habían abandonado con unas perspectivas muy distintas a aquellas con las que ahora regresaban. Es ya en Barton cuando asistimos a la máxima serenidad de Marianne, cuando vemos que empieza a asumir el desengaño que ha sufrido, aunque jamás vaya a olvidarlo, y cuando se disculpa, con toda la sinceridad, por haberse dejado llevar tanto por sus sentimientos y haberse comportado de una manera tan injusta con aquellos que le brindaron toda su ayuda y apoyo (especialmente, claro está, se siente en deuda con Elinor, y más sabiendo lo que ella misma estaba sufriendo en silencio mientras la consolaba sin descanso). Será durante ese regreso a Barton cuando Marianne se decida a tomar la determinación de llevar, a partir de ese momento, una vida rodeada de su familia y dedicada con esmero tanto al estudio de materias que desconoce como a la música, su gran pasión. En este sentido, cabe señalar cómo se toma la hermana mayor de las Dashwood esa resolución de Marianne: «Elinor la honró por un plan tan noblemente ideado, sin dejar, con todo, de sonreír al ver que la misma impenitente fantasía que la había llevado al límite de la languidez y la indolencia, y de la propia compasión egoísta, era ahora la que introducía el exceso en un plan de desarrollo intelectual y de virtuoso control de sí misma». ¡Qué bien conoce Elinor a Marianne y con cuánta ternura ve los defectos que van unidos a las virtudes de su hermana!
Pero su ambicioso plan estaba destinado al fracaso, y es que todavía “Juicio y sentimiento” debía dar dos últimos giros que cambiarían el futuro de las dos queridas hermanas. El primero de ellos, y probablemente el más inesperado, es el que tiene que ver con Elinor. Y es que, a raíz de hacer uno de sus recados en Exeter, Thomas, el criado de las Dashwood, vuelve con la noticia de que Edward y Lucy se han casado finalmente. Esto, por mucho que pareciese que Elinor ya lo tenía completamente asumido, le sienta como un jarro de agua fría. Tanto es así, que se obsesiona con buscar más información de la odiada ceremonia. Pero…, ingenua de ella, no sabía cuán pronto le llegarían esas ansiadas noticias y de qué manera harían que todo estallara por los aires. Y es que el mismísimo Edward aparecería poco después en Barton, contándoles a las Dashwood, de primera mano, el desenlace atroz que había tenido su matrimonio. Al parecer, la relación entre él y Lucy se había ido enfriando en los últimos tiempos, especialmente cuando Edward se empezó a percatar de que su elección por ella respondía a un mero capricho, a la falta de experiencia y a un desconocimiento de que ahí fuera había mujeres mucho mejores que aquella con la que él había decidido conformarse de una manera tan precipitada e inmadura. Así las cosas, y sabiendo Lucy que Edward no estaba enamorado de ella sino de Elinor, decidió tomarse la justicia por su mano y actuar de manera paralela y unidireccional a favor de sus intereses, a saber: casándose con el hermano de Edward, Robert, el favorito de su madre, la señora Ferrars. Cabe hacer alusión a cómo se refiere Lucy a esta coyuntura en la carta que le envía a Edward: «… me niego a aceptar la mano cuando es de otra el corazón».
Por mucho que esto fuera un giro inesperado y desagradable de los acontecimientos, teniendo en cuenta que el propio Robert había dejado claro en alguna ocasión su desagrado por Lucy, a la que consideraba de gustos mucho más vulgares de lo que él estaba dispuesto a asumir, era una coyuntura que le permitía a Edward terminar en los mejores términos posibles, a saber: casándose con su querida Elinor. Desde luego que las razones que le llevaron hasta ahí son de lo más pusilánimes y erradas, pero le condujeron al final más feliz que cabría esperar para él. De hecho, incluso se reconcilió con su madre, que aceptó, aunque fuese a regañadientes y sin mucho convencimiento, su matrimonio con Elinor. Ambos se trasladarían al beneficio de Delaford, aquel que generosamente le había ofrecido el coronel Brandon a Edward cuando iba a casarse con Lucy y sus perspectivas económicas no eran buenas. Y lo más curioso de todo es que terminarían viviendo al lado del coronel Brandon y… de Marianne, que, aunque en un principio se casó con él por la presión que tenía de sus seres queridos, que deseaban fervientemente que el pobre coronel dispusiera de la mejor recompensa por todas sus buenas y desinteresadas obras, terminaría queriéndole con verdadero y sincero amor, tal y como lo había hecho en su momento con Willoughby; y es que, como ya ha quedado claro a lo largo de este escrito, Marianne no sabía quedarse a medias: con ella era siempre o todo o nada. Y así cierra “Juicio y sentimiento”: «Entre Barton y Delaford se dio esa comunicación constante que dictan espontáneamente los fuertes lazos familiares; y entre las virtudes y las alegrías de Elinor y Marianne, cabe señalar, y no entre las de menor importancia, que, aun siendo hermanas, y viviendo casi puerta con puerta, pudieran hacerlo sin desavenencias entre ellas, y sin inspirar tiranteces en sus maridos».
Conclusión
Creo que si hay una reflexión valiosa, a la par que triste, en “Juicio y sentimiento” es la de cómo muchas veces quien peor hace las cosas tiene más suerte que el que se esfuerza día tras día. Y es que, casi siempre, la persona desastrosa que, de vez en cuando y de forma puntual, hace algo bien, es premiada de una manera aparatosa y desproporcionada, mientras aquel que se esfuerza de una manera constante y discreta suele pasar desapercibido y nunca recibe el aplauso o el agradecimiento que merece. Esto se aprecia, por ejemplo, en la herencia de Norland, que va a parar en las manos de John, que tan sólo realizó visitas esporádicas a esta hacienda, pero que, por avatares del destino, cayó bien al anciano propietario de la misma, y no en las mujeres Dashwood, que le prestaron innumerables atenciones en un espacio de tiempo mucho más extenso, pero que no se vieron recompensadas en absoluto por tales consideraciones y cuidados. Y, por supuesto, lo vemos de una manera mucho más profunda en el contraste entre Elinor y Marianne. Y es que, aunque ambas sufran por amor de una manera bastante equivalente —Marianne por haberse encaprichado de Willoughby, un hombre que parecía corresponderla pero que acaba por descubrirse que estaba jugando con ella, y Elinor por creer tener un vínculo amoroso no explicitado con Edward y luego descubrir que está comprometido con Lucy Steele—, Elinor se compadece de manera ejemplar de la tristeza de Marianne y traga con su propia desgracia hasta que ésta se hace evidente a la vista de todos.
Así que en “Juicio y sentimiento” tenemos dos sufrimientos por amor —similares en cierto sentido, en tanto que son fruto de unas esperanzas creadas para luego ser frustradas— y dos maneras completamente opuestas de llevarlos: mientras que la de Elinor es la discreta, la que afronta con resignación la desgracia acontecida y, en vez de enconarse en ella, se recompone con presteza y tira para adelante, la de Marianne es justamente la contraria, a saber, aquella que se reboza en el dolor, que rememora cada detalle de la felicidad pasada y que se hunde en la más absoluta desgana y miseria por no encontrar ninguna salida, llevando su descuido hasta el abandono. Sin embargo, y como bien le hace notar Elinor a su hermana cuando ésta le reprocha que parece asumir con demasiada entereza todo lo ocurrido con Edward, la frialdad o la fortaleza que algunos muestran ante ciertas desgracias no responde necesariamente a una falta de sentimientos, sino a un constante empeño por sobreponerse a ellos. De hecho, Elinor justifica así su postura, que ahora puede parecerle serena y tranquila a su hermana, pero que no siempre resultó tan afable: «La moderación con que finalmente puedo considerar lo ocurrido, el consuelo que he buscado y deseado, no se han conseguido sino tras esfuerzos dolorosos y constantes; no han nacido por sí solos… no han podido ser mi alivio desde el principio…».
Sin embargo, en “Juicio y sentimiento”, a pesar de los tira y afloja que se producen entre las palabras que dan nombre a su título, Jane Austen quiere resarcir con un final feliz a quien, en la vida real, por regla general, tiene menos recompensa que el desastroso, que el que le echa morro, que el que no actúa con bondad sino por mero interés, egoísmo o capricho. Inevitablemente, uno no puede dejar de ver esto como un pulso con la realidad, pues eso es lo que allí casi nunca ocurre. Sin embargo, como el desenlace de su obra lo elige ella, la fortuna le toca a quien realmente se la merece. Así que, en este libro, el que más se sacrifica, el que menos aspavientos hace, el que muestra mayor compasión por los demás que la que manifiesta por sí mismo, es precisamente el que va a tener el cierre más dichoso. Y no hablamos, obviamente, de la tranquilidad de conciencia que da el acostarse cada noche sabiendo que uno está haciendo lo que puede y de la mejor manera que le es posible —pues eso es algo que siempre les quedará a esos héroes silenciosos—, sino que, además, a esto se le suma algo que viene de fuera: a Elinor la dota con la suerte de casarse con Edward, por el que ha sufrido tanto, pero del que no desconfió jamás, y al coronel Brandon hacerlo con Marianne, de la que quedó prendado desde un primer momento y a la que esperó paciente y discretamente sin demasiada esperanza de poder terminar con ella.
Además, en relación con esto último podemos traer la reflexión de que, en muchas ocasiones, lo más vistoso —en este caso, Willoughby— no suele ser lo mejor, mientras que, en cambio, a veces el que está ahí de una forma constante, pero pasando desapercibido, es quien termina convirtiéndose en el héroe —aquí, encarnado por el coronel Brandon—. Al final, lo que el libro nos quiere hacer ver es que cualquier vida humana que se precie debe contener tanto juicio como sentimiento, y así lo demuestran los emparejamientos de las dos hermanas: Elinor se casa por amor con Edward, por muy juiciosa que sea, mientras que Marianne, aunque no sienta esa pasión desbocada hacia el coronel Brandon al principio, acaba comprendiendo, a través del razonamiento, que él le hará mucho más feliz de lo que le habría hecho nunca Willoughby (y, de hecho, acabará por quererle igual que a su primer amor). A su vez, también en “Juicio y sentimiento” se tratan las consecuencias de casarse sin reparar profundamente en la seriedad que tiene un asunto como éste. Así, el señor Palmer vive resentido por haberse casado con una mujer tonta —Charlotte—, una de las razones que explicaría su arisco carácter y sus ásperas maneras, mientras que Elinor se muestra sumamente preocupada porque Edward pretenda hacerlo con Lucy Steele, de disposiciones mucho más vulgares que aquellas con las que él cuenta. De esta misma manera, y con el ejemplo de Marianne y Willoughby, se nos plantea la reflexión de cómo, por muy terribles que sean, las mentiras, las expectativas frustradas y los desengaños amorosos es mejor sufrirlos cuanto antes, precisamente para evitar que uno se acabe casando con la persona incorrecta.
Sin embargo, y en relación también con los desaciertos y las confusiones, una de las cosas más bellas de “Juicio y sentimiento” es que, a lo largo de la narración, asistimos a las disculpas sinceras de muchos de los personajes que han tomado decisiones erróneas: Marianne se excusa por haberse comportado de manera egoísta y haber creído que ella era la única que tenía problemas; Willoughby, por haber jugado con Marianne y haberle dado más importancia al dinero que al amor que sentía por ella; y Edward, por haberse comprometido con Lucy Steele a causa de su falta de experiencia y por mentirse sobre sus sentimientos hacia Elinor. Así que, si bien Jane Austen nos propone caracteres que, pese a sus buenas cualidades, a veces toman el camino equivocado, les hace lo suficientemente inteligentes como para que se den cuenta de sus faltas y se acaben disculpando ante quienes han sido injustos (y esto, como bien sabemos, no es algo que suceda de manera tan habitual en la vida real). Pero algunas disculpas llegan tarde, y el daño hecho ya es irreparable. Y es que, aunque es cierto que tanto Edward como Willoughby crean falsas expectativas en sus amantes —el primero por creer que su compromiso de matrimonio con Lucy Steele le otorgaría la fortaleza suficiente como para impedir que se enamorarse de Elinor, y el segundo por vanidad y egoísmo, por mero disfrute de pasar tiempo con una bella dama que estaba prendada de él—, el desenlace de uno y otro será radicalmente distinto. Pues, así como Edward conseguirá casarse con su querida Elinor, al truncarse su matrimonio de una manera inesperada, Willoughby tendrá que vivir sabiendo que se ha casado con la mujer incorrecta y que, sin embargo, él mismo tuvo la posibilidad de hacerlo con la que verdaderamente le quería y a la que él también amaba. (En este punto, no podemos evitar pensar que esa relación malograda entre Marianne y Willoughby tiene su eco en Catherine Earnshaw y Heathcliff; de hecho, incluso la vuelta inesperada de uno y otro guarda cierto paralelismo.)
Pero en “Juicio y sentimiento” no sólo se reflexiona sobre el matrimonio (y aquí también habría que añadir las divertidas e ingenuas teorías que tiene Marianne acerca del amor entre quienes ya han cumplido una cierta edad), sino que también hay bellas reflexiones sobre la dureza de abandonar un lugar que uno ha considerado su hogar. A este respecto, no puedo evitar citar las propias palabras de Marianne cuando están a punto de dejar Norland para trasladarse a Barton, y que muestran lo incómodo que resulta que el mundo sea ajeno a nuestra tristeza: «¡Cuándo cesará mi pesar! ¡Cuándo aprenderé a reconocer mi hogar en otra parte! ¡Oh…! ¡Dichoso hogar, cómo puedes saber lo que sufro al verte ahora desde aquí, desde este lugar desde donde tal vez no vuelva a verte nunca más! ¡Y vosotros… vosotros, mis árboles, a quienes conozco tan bien! ¡Pensar que seguiréis siendo los mismos! ¡Que no se os caerá ni una sola hoja porque nosotras partamos, que ni una sola rama dejará de moverse porque ya no podamos contemplarlas más! ¡No! ¡Seguiréis siendo los mismos! ¡Sin conocer el placer o el dolor que ocasionáis, e insensibles a cualquier cambio que se produzca en aquellos que caminan bajo vuestra sombra! Pero ¿quién, quién os queda? ¿Quién os disfrutará?». Inevitablemente, este grito al cielo también nos traslada al dolor de la propia Jane Austen cuando tuvo que abandonar Steventon para instalarse en Bath, así como a todos los cambios de residencia posteriores que las mujeres Austen vivieron en sus propias carnes tras la muerte de George Austen.
Además, también asistimos a las consecuencias de una vida excesivamente ociosa y a la importancia de tener algún proyecto de vida, especialmente para evitar caer en el tan temido tedio, que con tanta facilidad conduce a tener una vida desgraciada. Esta disposición la encontramos encarnada en Edward, que se lamenta de no haber tenido necesidad de ejercer un oficio, pues ha terminado convirtiéndose, en sus propias palabras, en «un modélico holgazán». A este respecto, me gusta especialmente una frase que pronuncia Marianne, aunque la lance injustamente contra el pobre coronel Brandon un día que éste llama a una hora extraña: «Un hombre que no sabe qué hacer con su tiempo no sabe nunca cuándo molesta a los demás». Pero también asistimos al morro que le echan algunos y a cómo tratan de resarcir sus pecados echándoles el muerto a otros y pareciendo que encima uno les tiene que dar las gracias. Con esto nos referimos a John Dashwood, que, como bien sabe que no ha cumplido en absoluto con la palabra que le dio a su padre de cuidar de las mujeres Dashwood, pretende expiar su culpa instando a que Elinor se case con el coronel Brandon, que le podrá proveer de una buena vida, o dando por sentado que parte del legado de la señora Jennings irá a caer a las hermanas Dashwood, porque es evidente el cariño que las tiene (a fin de cuentas, busca tener la conciencia tranquila a través de la búsqueda de cualquier cosa que le libre a él de la carga de tener que ayudar en algo). A su vez, también hay una crítica a las «veladas de esparcimiento», como se les llama en una ocasión en la novela: esos encuentros multitudinarios en los que brillan por su ausencia el juicio, la elegancia, el espíritu o el carácter.
Sé bien que al principio he manifestado que esta novela me ha resultado algo decepcionante, en tanto que no ha conseguido provocarme un genuino interés. Aun así, no quiero cometer injusticia, pues desde luego cuenta con numerosas virtudes y creo que su reflexión fundamental es valiosa y no suele estar demasiado en boga: cómo hay quienes, a pesar de cargar con grandes pesadumbres, se las tragan y no se lamentan apenas (Elinor), mientras otros no dejan de hacer aspavientos y siempre se quejan de su mala fortuna (Marianne). De hecho, Marianne se encuadra muy bien en ese tipo de carácter que entra en bucle y que, en vez de mejorar, sólo consigue culparse y desesperarse aún más. Por otra parte, creo que es valiente el planteamiento de “Juicio y sentimiento”, pues opta por dar protagonismo a estos dos temperamentos tan dispares, marcando sus luces y sus sombras. Y no lo hace de una manera torpe y simplista —como no podía ser de otra manera siendo Jane Austen la que escribe—, sino que permite que uno sienta afecto tanto por un carácter como por el otro, compadeciéndose de ambos en diferentes momentos de la narración. De hecho, el peso de la trama se va turnando entre una y otra hermana hasta desembocar en un cierre bastante equivalente para las dos. De cualquier modo, no puedo evitar que el final me parezca un poco precipitado; y es que, teniendo en cuenta la larga extensión del libro, es casi como si Jane Austen hubiera tenido prisa por cerrar “Juicio y sentimiento”, sin dar demasiado tiempo a que el desenlace tuviera algo más de desarrollo y convenciera en mayor medida al lector.
En resumidas cuentas, es una novela agradable de leer —probablemente, de hecho, sea una buena opción para inmiscuirse en la lectura de los clásicos—, pero en la que yo no he notado la genialidad de Jane Austen en todo su esplendor. De cualquier manera, y para hacer honor a la verdad, no puedo obviar las maravillosas descripciones que hace la autora de los personajes, en donde vierte su gran capacidad de observación, su fina ironía y su sátira más salvaje. ¿En qué momento se perdieron esas descripciones en la literatura actual, que parece obsesionada con el retrato minucioso y exhaustivo de cuestiones sin ningún tipo de relevancia a cambio de descuidar tanto el carácter de sus personajes? Es tristísimo que ese detalle al milímetro de tantos tipos de seres humanos haya quedado relegado a un segundo plano en los libros de hoy en día, y por eso es siempre tan reconfortante leer la construcción que hace de los personajes una autora como Jane Austen, en la que se explaya con gran esmero y dedicación. Ya sólo me queda decir que, antes de meternos con la siguiente novela suya, “Orgullo y prejuicio” (1813), que es la que tiene más fama y renombre, analizaremos, en los siguientes artículos, las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de “Juicio y sentimiento”. ¡Espero que me acompañéis en este largo y reconfortante viaje!
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No sé si el libro será de mi agrado pero desde luego con este análisis de la obra no me queda otro remedio que leerla.
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¡Muchas gracias por tus generosas palabras! Si te decides a hacerlo, espero que lo disfrutes y que te pases por aquí para comentar qué te ha parecido.
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