Star Trek: La conquista del espacio (1966-1969). Segunda parte: La primera temporada (1966-1967)
«Juro lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la República por la que existe, una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos».
Ha llegado el momento de dedicarle un par de líneas a la primera temporada de “Star Trek: La conquista del espacio” (1966-1969). En este pequeño análisis intentaremos presentar la estructura y la trama general de la serie, atendiendo especialmente al juego de personajes. Luego, repasaremos los temas capitales recurrentes que iremos encontrando, para, después, comentar también las influencias más significativas en obras posteriores; destacando, de ese modo, por si alguien guarda aún alguna duda, la importancia y la repercusión de dicha obra en la ciencia ficción posterior. Más adelante, ahondaremos con una mayor profundidad en los puntos fuertes y en las reflexiones recurrentes que destacan en los capítulos, para ir cerrando con la misma estrategia, pero esta vez poniendo la atención en los puntos débiles. Terminaremos, pues, con una mención a los cinco mejores episodios, otra a los cinco peores, y una conclusión que probablemente no sorprenda a nadie. Una vez trazada la ruta, os avisamos de que no nos vamos a cortar a la hora de destripar toda la historia. Comencemos ya este análisis.
La estructura de esta serie se basa en episodios auto-conclusivos de 50 minutos sin prácticamente progresión, salvo en contadas ocasiones, que se mueven bajo el paraguas de una trama general con el mismo trasfondo y personajes. En cada capítulo la historia se suele centrar en parte del elenco principal y secundario, además de en uno o varios actores invitados. Normalmente, dichos personajes especiales aparecen como habitantes del planeta que visita el Enterprise, o como tripulación de otra nave; y en torno a ellos suele girar el conflicto que vertebra cada nueva entrega. Más allá de las diferentes coyunturas y misterios que deben afrontar nuestros protagonistas, dado que el núcleo de la historia no evoluciona, nos encontramos la progresión en el paulatino descubrimiento del contexto de este futuro que la serie nos pretende plantear, junto con la personalidad y biografía de cada uno de los personajes principales. En esta primera temporada, el acento está puesto en el desarrollo de personajes. Es cierto que, al terminar todos los episodios que la conforman, conocemos lo fundamental de cómo funciona el apartado militar, concerniente a la Flota Estelar, y el político, donde nos encontramos la Alianza de Planetas —además de una idea aproximada sobre la tecnología de la que disponen en este futuro—, pero esto cae en un plano secundario en comparación con la importancia que se les da a los protagonistas; que, indudablemente, son el capitán —oficial al mando de la nave estelar USS Enterprise— James Kirk, el primer oficial —comandante y oficial científico jefe— Spock y, por último, el teniente comandante Leonard McCoy, que ostenta el cargo de oficial médico jefe.
Dichos personajes, encarnados por William Shatner, Leonard Nimoy y DeForest Kelley, personifican tres tipos humanos muy bien perfilados y, en cierto sentido, antagónicos. Por un lado, el capitán Kirk es el paradigma del hombre de acción y del líder nato. Carismático, atractivo e intuitivo, nos presenta el brillo, junto con el peso, de un puesto de gran responsabilidad. El capitán siempre se suele mover en situaciones de riesgo donde debe tomar decisiones que afectan a la vida de los 430 hombres que conforman la tripulación del USS Enterprise, así como también, en muchas ocasiones, de poblaciones enteras de planetas y tripulaciones de otras naves. Todo esto provoca que nuestro capitán, aun queriendo encontrar el amor, tenga que renunciar a él por su compromiso con su nave y sus hombres —frustración que se va explorando a través de sus no pocas conquistas—. Por otro lado, el oficial Spock es la quintaesencia del científico, lógico, racional e irónico, el cual, con su prodigiosa inteligencia y memoria, no sólo destaca casi como un genio en su especialidad, sino que consigue mantener a su vez una rectitud moral y una lealtad hacia los códigos, las órdenes y su capitán al alcance de muy pocos. Esta fortaleza de carácter se entiende mejor cuando vamos descubriendo que es un híbrido de padre vulcaniano y madre terrícola, lo que le brinda el brío, el oído y la salud propia de un hijo de Vulcano, potenciados, al mismo tiempo, por el vigor híbrido. En resumen, Spock sería un personaje artificialmente perfecto y atractivo para el público, si no fuera porque todas sus virtudes están contrapesadas por un gran defecto: el conflicto íntimo con su parte humana, que le hace sufrir en silencio —eso, y… su proverbial tozudez—. Por último, y también dentro del trío protagonista, nos encontramos con el doctor MacCoy, apodado Bones, que ejemplifica muy bien el estereotipo del médico que, más allá de su profesionalidad y conocimientos, destaca por su humanidad y empatía por las faltas de sus compañeros; aunque a costa de chocar frontalmente con Spock, que le considera un ‘sensualista’. MacCoy tampoco se queda atrás en cuanto a las calificaciones referidas a su compañero de orejas puntiagudas, dado que suele asemejarle jocosamente con una máquina. Además de esto, MacCoy, debido a su oficio, suele enfrentarse continuamente a los accidentes, a las más variopintas patologías —muchas veces nuevas— y a la muerte de sus compañeros; contrapesando de ese modo su carácter optimista con la continua responsabilidad de ser el oficial médico de una nave con 430 personas a bordo, en una misión que conlleva muchos riesgos (nada más ni nada menos que los inherentes a explorar mundos desconocidos y a alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar).
Pero una obra cinematográfica no es nada si, a pesar de tener buenos personajes principales, no cuida de la misma forma a sus secundarios. En este apartado, por orden de importancia, nos encontraríamos a la teniente —oficial de comunicaciones— Uhura, al teniente comandante —oficial de ingeniería jefe— Scott, al teniente timonel Sulu, a la asistente —secretaria del capitán Kirk— Rand, y a la enfermera jefe —ayudante del doctor McCoy— Chapel. Todos ellos están interpretados magistralmente por James Doohan, Nichelle Nichols, George Takei, Grace Lee Whitney y Majel Barrett. Estos personajes contrapesan y representan mezclas de los diferentes temperamentos del trío protagonista; siendo Scott, por ejemplo, una unión entre la racionalidad de Spock y el carácter intuitivo de Jim Kirk, o Uhura una combinación entre la emotividad de MacCoy y el espíritu científico de nuestro vulcaniano favorito. Por lo demás, el ingeniero jefe comparte el amor, casi incondicional, del capitán por la nave, y Uhura el ego que tiene Spock. Más allá de estos dos personajes, Sulu destaca por su ironía y su alma aventurera, Rand por su profesionalidad y mesura a la hora de cumplir con sus funciones —siendo objeto del amor inconfesable del capitán—, y, por último, pero no con menos importancia, la enfermera Chapel eleva a otro nivel la humanidad del doctor MacCoy; estando ésta, a su vez, secretamente enamorada de Spock (lo que demostrará en repetidas ocasiones cuando le tenga que tratar como paciente —chocándose contra un muro de hormigón en la misma medida que Uhura, pero sin el ego que le haría darse por vencida—). Por cierto, por mucho que pueda parecer que Majel Barrett tiene el papel menos importante de cara al elenco de la serie, no ocurre de igual forma de cara a la dirección, dado que en todos los episodios que sale nos recuerdan que es «la primera dama de Star Trek». Al margen de los actores recurrentes, dentro de los invitados encontramos estrellas del calibre de Joan Collins o Ricardo Montalbán, sin demérito de las bellísimas Marianna Hill, Sherry Jackson, Barbara Babcock, Tonia Barrows y Madlyn Rhue, o los carismáticos Mark Lenard y David Opatoshu. A todos ellos les dedicaremos unas líneas más adelante; pero, antes de bajar tanto al detalle, debemos comentar los temas recurrentes que observamos a lo largo y ancho de esta temporada.
En la primera temporada de esta serie, el tema por antonomasia, y base para muchos otros secundarios, es que hay un misterio, que puede tomar la forma de una criatura extraña, un campo de fuerza nunca antes detectado, una nave no identificada, una enfermedad desconocida, etcétera. Ante un hecho extraordinario y desconocido como los antes enumerados, se suele examinar detenidamente lo que pasa, ya sea bajando al planeta donde ocurre, ya sea intentado contactar con la anomalía espacial en cuestión. A tal efecto, se suele determinar un pelotón con los especialistas más adecuados; algunas veces uno de ellos es un historiador, un psicólogo o un profesional diferente al oficial médico o científico, aunque siempre suele ir uno de estos últimos, ya sea MacCoy o Spock —no es raro tampoco que sean los dos—, junto con el capitán y un equipo de seguridad que no suele durar mucho. Cuando bajan al planeta o entran en contacto, suele ocurrir un problema que habitualmente les impide la comunicación con la nave, lo que les lleva a una serie de coyunturas comprometidas mientras descubren el enigma —la fuente de energía, la naturaleza del alienígena, el engaño de algún personaje, la naturaleza del fenómeno natural, etcétera—, hasta que terminan dando con la clave para resolver el problema y vuelven a la nave para hacer un par de chistes y cerrar así el episodio.
Más allá de este contexto general temático, no es raro que uno de los personajes especiales del capítulo, o de las especies alienígenas desconocidas, sea o muy bueno —pacífico, avanzado, civilizado y físicamente atractivo— o muy malo —violento, atrasado, cruel, anárquico y peludo—, o que sencillamente la tripulación del Enterprise se encuentre literalmente con un dios. El aparente maniqueísmo se suele resolver con sabiduría mediante la moraleja implícita de que casi nada suele ser tan exagerado y puro como aparenta; siendo un muy buen ejemplo el capítulo “El propio enemigo”, donde Jim Kirk aprende que necesita de su parte más impulsiva para ser un buen capitán y no dudar de las decisiones propias de un líder. Otras muestras de esto aparecen en “El equilibrio del terror” —donde trabaja Vincent McEveety—, episodio en el que se termina admitiendo la honorabilidad de los romulanos, o en “Tentativa de salvamento”, cuando se reconoce la cercanía entre la Federación y los Klingon, al fundamentar ambas su poder e influencia en la supremacía militar (por mucho que unos se revistan de democracia mientras los otros lo hagan de monarquía feudal). En lo que respecta a la existencia de una deidad, se explora desde el ‘niño dios’ en “Charlie X” —que cuenta con la dirección de Lawrence Dobkin y el guion de D. C. Fontana— o “El escudero de Gothos”, pasando por seres mejorados artificialmente, como en el caso de Khan en “Semilla espacial”, o mutantes, como en “Un lugar jamás visitado por el hombre” —donde nos encontramos a James Goldstone—. En todos estos ejemplos se explora la responsabilidad que implica un poder tan formidable y las diferentes posibilidades de caer en la tentación de corromperse. El único caso donde el ser todopoderoso se decanta por el lado sencillamente bueno es en «Arena», donde una especie superior obliga al capitán Kirk a demostrar si el género humano es susceptible de considerarse como civilizado; terminando por probarlo, dicho sea de paso, a través de la capacidad de compadecerse del enemigo derrotado.
Hablando de compasión, éste es otro tema importante junto y en íntima relación con el del amor, la enfermedad y el sacrificio. Más allá de que no son pocos los capítulos donde literalmente hay dos personajes enamorados, y que todos los oficiales, al margen de sus relaciones formales, son amigos, siendo la mera misión un sacrificio continuo para todos los que han decidido embarcarse en ella…, la compasión y el amor por el semejante permean por encima de la cuestión individual; desde “Las chicas de Mudd”, cuando va creciendo la preocupación por la situación de las mujeres que trae consigo el mencionado personaje —de los poquitos aditivos cómicos que dan en el clavo alguna vez—, hasta “La colección de fieras”, donde Spock se ve obligado a asumir un consejo de guerra y arriesgarse a ser condenado a pena de muerte por lealtad y compasión por la situación de total invalidez que ha dejado postrado en una silla de ruedas, paralizado y privado de la capacidad de hablar a su antiguo capitán, Christopher Pike. Otro capítulo que ejemplifica muy bien esto es “El Galileo siete”, en el que Spock, por respeto a la vida de unas criaturas primitivas y violentas, asume un riesgo y una complicación mayores a la hora de escapar del planeta donde se han estrellado. Sin olvidar el final de Khan, que, después de tomar la nave, amenazar de muerte a varios tripulantes y fracasar…, es perdonado por el capitán y desterrado a un planeta salvaje donde puede encontrar un reto a la altura de él mismo y de sus iguales. Cerraremos este tema mencionando que, en el capítulo de “El diablo en la oscuridad”, cuando se descubre a una criatura que ha matado a varios hombres y sembrado el caos en una mina, Spock, después de herirla, consigue comunicarse con ella —descubriendo que sólo estaba defendiendo a sus huevos—; terminando no sólo por perdonarle la vida, sino haciendo un pacto con ella para que ayude a los mineros a extraer los preciados recursos del planeta.
Como hemos visto, muchas veces entran en combate diferentes lealtades, deberes, órdenes y conflictos emocionales; además de que en muchas situaciones los medios más efectivos y seguros suelen ser moralmente reprobables, destacando aquí el dilema clásico de si el fin justifica los medios. Son infinitas las situaciones donde parece que la supervivencia, o las directrices, piden matar o destruir; siendo estas coyunturas tratadas con la gravedad que se merecen (dado que no siempre se puede optar a una opción moralmente buena; teniendo que decantarse uno a veces por la difícil resolución del mal menor). Encontramos buenos ejemplos de esto en el capítulo “Las maniobras de la Carbonita” —con guion de Jerry Sohl—, en el que la defensa de la nave ante un agresor superior se basa en la mutua destrucción; en el mencionado “El Galileo siete”, con el problema de los nativos violentos; o en “La trampa humana”, donde se toman muy en serio que la criatura es inteligente a la hora de decidir si deben o no matarla. Hablando de dilemas y problemas dialécticos, no nos podemos olvidar de que hay varios juicios muy interesantes de analizar, con las típicas reflexiones sobre la acusación, los recuerdos y las pruebas, como el mencionado capítulo que protagoniza el capitán Pike o el maravilloso “Consejo de guerra”, el cual veremos más adelante. Aparte de esto, la díada de la utopía y la distopía se trata recurrentemente, como bien vimos en nuestra crítica a “El apocalipsis”, pero también en otros capítulos, entre los que cabe señalar “Esa cara del paraíso” —que cuenta con la participación de Ralph Senensky, Jerry Sohl y D. C. Fontana—, donde literalmente se reflexiona sobre una versión del edén y acerca del sentido del esfuerzo para el hombre, o “El retorno de los arcontes” —episodio en el que nos pararemos después—. Repasados todos estos temas, conviene apuntar que, evidentemente, cuestiones como la inmortalidad, la inteligencia artificial o el equilibrio necesario para la felicidad están también tratadas aquí, pero creo, a la altura del capítulo 24 de la segunda temporada, que se exploran mejor más adelante.
Una vez revisados, muy por encima, los puntos más recurrentes, un matiz que no se le escapa a nadie es la continua sensación de déjà vu. En algunos casos resulta tan evidente que podemos nombrar la película y la escena que en un futuro robará descaradamente elementos completos de la trama de uno de los capítulos. Los ejemplos más evidentes surgen de “La trampa humana”, dado que los poderes de la criatura nos recuerdan mucho al hilo fundamental de “Solaris” (1972); de “Un lugar jamás visitado por el hombre”, donde los poderes del mutante inspirarán posteriormente las capacidades de los caballeros jedi; o de “¿De qué están hechas las niñas pequeñas?” —dirigido por James Goldstone—, que servirá más adelante a películas como “Blade Runner” (1982) —estando la escena donde Roy salva la vida a Deckard, evitando que caiga al vacío, literalmente calcada—, “Terminator” (1984-2003), “Ghost in the Shell” (1989-1990) o “Matrix” (1999-2003). Luego, aunque de manera más sutil, los métodos empleados en el frenopático para ‘sanar’ en “La daga de la mente” —donde participa Vincent McEveety— nos recuerdan mucho al método Ludovico de la “Naranja mecánica” (1971); ciertos elementos de “La colección de fieras” respecto a mundos ilusorios nos hacen pensar en una serie como “Black Mirror” (2011-2019); y detectamos, al mismo tiempo, cómo está en “El permiso” la premisa fundamental de “Almas de metal” (1973) —aunque aquí también hay detalles que recuerdan a la mencionada “Solaris”—. Y, realmente, hay muchas más ideas que luego veremos en “Matrix” que están inspiradas en “El retorno de los arcontes”, así como otras tantas que influirán en “Alien: el octavo pasajero” (1979), sacadas de capítulos como el ya mencionado “El diablo en la oscuridad”, pero también de “Operación aniquilación” —donde trabaja Herschel Daugherty—, sobre todo en lo que al parásito se refiere.
Hemos repasado la trama general, los personajes, los temas recurrentes y los elementos que luego veremos desarrollados en otras películas del género. Una vez sobrevolado todo esto, estamos en condiciones de abstraer las ideas fundamentales que hacen al conjunto de los capítulos de la primera temporada de Star Trek una obra cinematográfica de primer nivel —sin pararnos a repetir lo ya dicho en la intruducción—. De entrada, encontramos una idea capital por encima de las demás: la exploración, el desarrollo y la intriga que encierra el personaje de Spock. Este híbrido, mitad vulcaniano mitad humano, es la niña bonita de Gene Roddenberry, como lo puede ser Tyrion Lannister para George R. R. Martin. Perfectamente delimitado, con un carácter bien construido, así como con un trasfondo interesante y un conflicto interno grave, el señor Spock nos va presentando poco a poco el sentido de la lógica y racional vida vulcaniana, con sus luces y sus sombras; terminando por descubrir que es un personaje, en el fondo, mucho más humano de lo que le gusta reconocer. Spock, no sin esfuerzo, sufrimiento y un cierto aire de héroe trágico, siempre se encuentra ensayando la perfección a la que debe aspirar todo hijo de Vulcano; encontrando en su fracaso la mejor versión de la humanidad hacia la que un hombre puede proyectarse.
Ya hemos comentado la importancia de la compasión, la piedad o el respeto por la vida que, junto con la conflictiva directriz de no interferencia, rigen como máximas kantianas la política dentro de la Flota Estelar. Además, también juegan un papel fundamental el sentido del amor y el peso del sacrificio que implica corresponderlo. A su vez, hemos repasado la repercusión de los juicios a la hora de dirimir acusaciones y el método abductivo experimental para afrontar misterios —siendo un ejemplo de todo esto “La conciencia del Rey”—, así como la reflexión sobre la responsabilidad que implica el poder y lo que significa ser un hombre de ciencia frente a uno de acción. Más allá de todas estas cuestiones, hay brillos pequeños, pero deslumbrantes, como si estuviéramos ante diamantes, que merecen ser apuntados. Ya lo comentamos en la introducción, pero, para 1966, la imagen del capitán Kirk calentando a toda la tripulación, sudoroso y en torso, en “Las maniobras de la Carbonita” —además de esas escenas de tantos otros capítulos con el ángulo correcto de cámara, para disfrutar de lo bien que le quedan los pantalones, o todas esas veces en las que, casualmente, se le rompe el uniforme—; la imagen del elenco femenino en las mismas —destacando la psiquiatra Helen Noel, en “La daga de la mente”, cuando se tiene que deslizar por los conductos de ventilación —; alegorías de viajes psicotrópicos, como en “El permiso”; la reflexión sobre el sentido de los modales y las convenciones sociales; y el enfoque de que el empleo de la violencia nos asemeja a nuestros enemigos —así como caer en la crueldad nos iguala a ellos, en contraposición a practicar la compasión, que nos diferencia—, entre otros tantos detalles, son temas que resultaban muy rompedores para una serie familiar estadounidense. Yendo más allá, incluso llegan a tocar la cuestión del suicidio —como en “¿De qué están hechas las niñas pequeñas?”—, o asuntos semejables a la prostitución, la trata de blancas o el matrimonio forzado en el irregular episodio “Las chicas de Mudd”; que es, eso sí, de los peores capítulos, sobre todo por no saber salir de un barrizal demasiado profundo y complicado aun para los guionistas de una serie como ésta. Y ya que hemos comenzado con los problemas, sigamos por esta línea.
¿Qué es lo peor de la primera temporada de Star Trek? Más allá del mencionado capítulo, y del sonrojante “El factor alternativo”, los problemas son fundamentalmente tres, que son claros y cristalinos como el azul radiante de una mañana de verano. El primero de todos, y más gordo, por recurrente, dado que sucede de manera evidente en 7 de los 29 episodios que conforman la primera temporada, es el error de acabar con un Deus ex machina: desde soluciones increíbles, como las ondas de radio que enfadan a todos en “Esa cara del paraíso” o el segundo párpado vulcaniano olvidado por Spock en “Operación aniquilación”, hasta la aparición en los últimos minutos de los padres del pequeño dios revoltoso en “Charlie X” o “El escudero de Gothos”, pasando por ejemplos verdaderamente sangrantes tipo ‘al final todo era un juego y el Doctor MacCoy no está muerto’ en “El permiso” o ‘al parecer todos los habitantes de este planeta son seres superiores etéreos e incorpóreos y no nos habíamos dado cuenta’ en “Tentativa de salvamento”. Tampoco podemos olvidar que el mencionado peor capítulo de la primera temporada, sin paliativos, que es el desesperante “El factor alternativo”, termina con otra genuina sacada de manga. Es tan evidente este defecto recurrente, que permea hasta el segundo: el de dotar a ciertos personajes de poderes que rompen el sentido de la trama y destrozan la suspensión de la incredulidad. Ejemplos de esto tenemos dos muy claros. En “La colección de fieras”, los alienígenas ilusionistas tienen un poder tan inmenso que generan el espejismo de la existencia del comodoro desde el principio del capítulo; así que, con dicha capacidad, no habrían sido necesarios tanta complicación y riesgo para el pobre Spock, dado que los mismos cabezones de cerebro inmenso podrían haber creado un sueño para que todos los tripulantes del Enterprise fueran a Talos IV. Pero lo peor es la capacidad que demuestra el señor Spock para controlar voluntades a distancia, y a través de muros, en episodios como “El apocalipsis”… Menos mal que es un defecto que no tiene repercusión en el conjunto de la trama, pero, aun así, resulta muy molesto ver cómo escapan de un calabozo de una manera tan tramposa y conflictiva —dado que, si Spock tiene esa capacidad, podría resolver a placer el 80% de las situaciones comprometidas a las que se enfrenta—. El tercer y último gran defecto suele ser el de dejar cuestiones sin explicar, como la razón de que el planeta del capítulo “Miri” —dirigido por Vincent McEveety— sea una copia de la Tierra. Al margen de estos tres fallos, no encontramos relleno de ningún tipo, salvo en la batallita contra el reptiliano en “Arena”, y el nivel de maniqueísmo suele ser autoconsciente la mayor parte de las veces —y, la menor, a niveles bajos en comparación con el resto de cine comercial—; lo cual se agradece mucho desde 2021, donde las salas de cine y las plataformas de vídeo bajo demanda son, en su mayor parte, un cúmulo de relleno olvidable y maniqueísmo a la carta de los prejuicios del consumidor, guiados por la moda política dominante.
Ya hemos reflexionado sobre lo que es la primera temporada de “Star Trek: La conquista del espacio”, pero hemos dicho muy poco acerca de quiénes son sus principales ideólogos y artífices, más allá de su creador Gene Roddenberry. El problema en este punto es que un servidor no conoce apenas las carreras de dichos directores, aunque sí que es cierto que hay que apuntar un par de series, vista la calidad de Star Trek. La primera de todas, por conocida y por compartir mucho con la serie que hoy nos ocupa, es “Misión imposible” (1966-1973), donde encontramos a algunos de los mejores directores de la serie, como Marc Daniels —“Semilla espacial” y “Consejo de guerra”—, Joseph Pevney —“El retorno de los arcontes”, “La ciudad en el límite del tiempo” y “El apocalipsis”—, Robert Butler —“La colección de fieras”—, Robert Gist —“El Galileo siete”— y Don McDougall —“El escudero de Gothos”—. Aparte de esto, encontramos también muchas correlaciones con “El fugitivo” (1963-1967), donde además hallamos a otro muy buen director, Joseph Sargent —“Las maniobras de la Carbonita”—. En un segundo nivel, pero manteniendo todavía el interés, descubrimos series como la famosa “La dimensión desconocida” (1959-1964), “Los héroes de Hogan” (1965-1971), “Bonanza” (1959-1973), “Los Intocables” (1959-1963), “El inmortal” (1969-1971) y “Los detectives” (1959-1962). En cuanto a la dirección, secundariamente también destacan “La ciudad desnuda” (1958-1963), “La familia Monster” (1964-1966), “Fama” (1982-1987) y “Batman” (1966-1968).
A nivel de guion, apreciamos algunas relaciones: encontramos a John D. F. Black —“Horas desesperadas”— en “Misión Imposible”, a Oliver Crawford —“El Galileo siete”— en “El fugitivo”, y a Shimon Wincelberg —“La daga de la mente” y “El Galileo siete”— en “El inmortal”, a la par que en “La ciudad desnuda”. Más allá de las series ya comentadas, la relación con “Perdidos en el espacio” (1965-1968), además de la temática, se potencia porque encontramos a los guionistas Robert Hamner —“El apocalipsis”— y Carey Wilber —“Semilla espacial”—, junto al ya mencionado Shimon Wincelberg; los cuales también se encuentran en “El túnel del tiempo” (1966-1967). La siguiente serie que comparte más guionistas, aunque suene un poco sorprendente, es “Se ha escrito un crimen” (1984-1996), donde están el señor Hammer y John D. F. Black. Volviendo a la temática espacial, tenemos la canadiense “The Starlost” (1973-1974), esta vez con el señor Wincelberg y Paul Schneider —“El equilibrio del terror”—. Y las relaciones cercanas se cierran con la segunda serie de “Misión imposible” (1988-1990), donde encontramos otra vez a Hamner, y “Babylon 5” (1993-1998), en la que participa Harlan Ellison —“La ciudad en el límite del tiempo”—. Más allá de esto, lo más destacable es el trabajo de Robert Bloch —“¿De qué están hechas las niñas pequeñas?”—, que es el autor detrás del libro de “Psicosis” (1959), y que también escribió para “Alfred Hitchcock presenta” (1955-1965). Además de éstas, encontramos otras obras más desconocidas o menores, como “Dr. Kildare” (1971-1973), con Boris Sobelman —“El retorno de los arcontes”—; “Un paso al más allá” (1959-1961), con guiones de Don M. Mankiewicz —“Consejo de guerra”—; la perdida “Channing” (1963-1964), con la colaboración de Steven W. Carabatsos —“Consejo de guerra” y “Operación aniquilación”—; y “Código del hampa” (1964), de Gene L. Coon —“El diablo en la oscuridad”, “Semilla espacial” y “El apocalipsis”—. Para terminar, queda mencionar a Barry Trivers —“La conciencia del Rey”—, del cual podemos destacar “Man with a Camera” (1958-1960) y “Mujeres en la Guerra” (1940). Se pueden encontrar muchas relaciones con las temáticas de detectives o de misterio, pero la verdad es que la gran mayoría de las obras mencionadas quedan pendientes para análisis ulteriores.
Vamos terminando ya, pero no sin antes comentar algo un poco más concreto sobre los mejores y los peores episodios. Sobre los mejores, ya tenemos trabajo adelantado en la anteriormente mencionada crítica a “El apocalipsis”, donde también reconocemos el valor de “La ciudad en el límite del tiempo”. Más allá de estos grandes capítulos, destacamos cuatro: “Semilla espacial”, “El Galileo siete”, “El retorno de los arcontes” y “Consejo de guerra”; con la ventaja de que ya hemos apuntado lo suficiente para la intención de este artículo respecto a los dos primeros. Sin más dilación, metámonos en harinas con “El retorno de los arcontes”, donde la premisa fundamental es que un planeta entero es dominado por una máquina que, para mantener la paz, ha lavado el cerebro a todos sus habitantes en una especie de colmena poblada, no por hombres, sino por vacas hindúes con caras inexpresivas, tranquilas y de buenos modales; salvo en la Hora Roja, donde todos se vuelven locos y suponemos que es el momento en el que este pueblo se reproduce. Obviando este último matiz, dado que el mismo capítulo lo evita descaradamente, nos encontramos ante una especie de proto-Matrix, y frente a la enésima reflexión sobre la utopía, el precio de la paz, el sentido del esfuerzo y el sufrimiento necesario para el desarrollo pleno de la persona humana. Otro detalle interesante de este episodio sería relacionarlo con “La invasión de los ladrones de cuerpos” (1956), dándonos como resultado una alegoría mucho más sutil del miedo ante la amenaza roja.
Respecto a “Consejo de guerra”, nos encontramos un capítulo que aparentemente se centra en un juicio contra el capitán Kirk y el conflicto de intereses que despierta que el abogado de la parte que le denuncia sea una mujer con la que antaño mantuvo una relación amorosa. Al margen del interés que puede despertar esto, el fondo de la trama se centra en el testimonio de Kirk, que, supuestamente, según los registros imperturbables del ordenador de la nave, miente; pero que afirma recordar perfectamente algo que la máquina contradice. Nos viene a la memoria el capítulo aquel, clásico ya, de “Black Mirror: Toda tu historia” (2011), además de las reflexiones de “Juicio a la memoria: Testigos presenciales y falsos culpables” (2010), de Elizabeth Loftus, y la problemática de los sistemas autónomos de contramedidas nucleares tipo “Punto límite” (1964) o “Juegos de guerra” (1983). Al final, este capítulo nos muestra lo evidente: que todos somos falibles y que confiar a una carta, humana o electrónica, el destino de un acusado es, a todas luces, una exageración peligrosa. Siempre se deben comprobar las acusaciones con un conjunto coherente de pruebas empíricas, así como barajar todas las posibilidades en el supuesto de que las cosas no cuadren; como en este caso, donde el muerto realmente no lo estaba, y sencillamente había simulado su muerte, manipulado el ordenador y preparado una trampa al capitán Kirk para que éste fuera condenado. Esta entrega de Star Trek es un alegato más por la presunción de inocencia, por la máxima de que el denunciante tiene la carga de la prueba y por el hecho de que la demostración de la culpabilidad debe ser sin margen de duda —tema desarrollado con profundidad en “Doce hombres sin piedad” (1957)—; entre otras cosas, porque hemos decidido como civilización tomarnos la justicia desde el punto de vista de preferir 1.000 criminales sueltos que un solo inocente condenado injustamente.
Llegamos a la parte menos bonita de este artículo: aquella donde levantamos la perdiz y mostramos las vergüenzas de la primera aproximación de la obra de Gene Roddenberry. De los cinco peores capítulos, sobre “Las chicas de Mudd” ya hemos señalado todo lo significativo, salvo que es obra de Harvey Hart y Stephen Kandel; y lo mismo ocurre con “Tentativa de salvamento”, de John Newland y Gene L. Coon. De “El permiso”, de Robert Sparr y Theodore Sturgeon, ya hemos comentado la carambola final, pero lo que no hemos dicho, más allá de señalar el valor surrealista del mismo, es que, en la línea de “Alicia a través del espejo” (1871), es un pastiche de locuras oníricas que no aguanta bien, incluso a pesar de contener un par de frases memorables, como aquella que dice el capitán Kirk de que «los derechos de un tripulante terminan donde empieza la seguridad de la nave», para terminar por sorprenderse de que lo que precisamente está poniendo en peligro la nave es su propio agotamiento y tozudez a la hora de no querer tomarse un descanso; o la que intenta deslumbrarnos al final, para que no hagamos caso a un cierre sacado de la chistera, cuando el señor Spock comenta que «cuanto más compleja es la mente, mayor necesidad hay de la simplicidad de un juego». Por lo demás, de “El propio enemigo”, al margen de constatar que es obra de Leo Penn y Richard Matheson, tenemos que admitir que, por mucho que intente conciliar el maniqueísmo, está planteado de una manera exagerada y pueril, que, además, adolece de basarse en la teoría freudiana y de tomar los elementos más débiles de “Planeta prohibido” (1956). Y, por fin, llegamos a “El factor alternativo”, de Gerd Oswald y Don Ingalls…
Si me propusiera poner a este episodio una nota sobre 10, tendría un 3’75; muy lejos del 5 de “El permiso” y de las “Las chicas de Mudd”. En primer lugar, nos ponemos abstractos con unas imágenes en negativo temblorosas cada cierto rato, cuyo único propósito terminamos por concluir que es meramente el de comer segundos de metraje. Por otra parte, nos encontramos con un personaje especial, encarnado por un Robert Brown terriblemente caracterizado, con una barba de cuatro pelos asquerosa. A su vez, ante la evidencia de que Lázaro —que no ‘Lazarus’, que hace falta ser pedante— no está bien, y que su estado guarda relación con las anomalías que está sufriendo el Enterprise, se le deja ir por la nave como Pedro por su casa. Y, por último, terminamos con una explicación sacada de la manga que, en el fondo, es un Deus ex machina perezoso y carente de toda originalidad. Es un capítulo que no tiene sentido alguno en ninguna de sus partes; es un delirio, una mala idea y un desastre. No se entiende cómo pasó el corte en la situación en la que se encuentra —que se salva del 0 por el resto de los personajes, el arte, la fotografía y el sonido—. En la sacrosanta Wikipedia comentan que tuvieron problemas de última hora con el actor original… Personalmente, creo que ésa debió ser una cosa de tantas, dado que huele a la milla que fue desde el principio un desarrollo conflictivo; única posibilidad que permitiría explicar un despropósito de este calibre en medio de una calidad media tan alta (tanta, como que, ya que nos ponemos a dar números, le doy un 6’91 a la temporada completa).
En conclusión, la primera puesta en escena de Star Trek es un muy buen desarrollo de personajes sobre un trasfondo cuidado, junto con unas tramas episódicas, en general, muy bien hiladas, originales y afiladas en cuanto a cargas de profundidad. Trata los temas propios de la ciencia ficción, marcando en muchos casos el camino a seguir en las siguientes cuatro décadas. A nivel más particular, podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que la primera temporada se centra en una reflexión sobre la utilidad y el perjuicio del pensamiento lógico en un contexto profesional de riesgo, eminentemente humano, desde perspectivas tan diferentes como las de un científico, un político o un médico. Por el camino no se quedan atrás reflexiones sobre la compasión, la lealtad y el deber, que siempre están tomadas desde una sabiduría vital y una prudencia que pocas veces se suelen ver en el cine palomitero. No faltan tampoco temas clásicos en el arte como el amor, la muerte o la amistad; el destino, la guerra o la libertad… Pero, antes de cerrar, en vez de volver a las cuestiones que ya he comentado, os voy a presentar una idea que no he escuchado sobre cierta faceta del carácter del capitán James Tiberius Kirk (más allá de la evidente reflexión sobre la responsabilidad, la gloria y el sacrificio que implica ser un líder). Resulta muy curioso constatar el uso y el disfrute que hace de su evidente atractivo físico y, sobre todo, la respuesta que produce su belleza natural en los personajes femeninos de la trama, especialmente en los enemigos. Habitualmente en la historia del cine, el estereotipo de ‘mujer fatal’, caracterizado por una dama de belleza incuestionable y atractivo ineludible, se aprovecha de la inocencia —o la complicidad— de los hombres para embaucarles, engañarles y salirse con la suya. Esto es precisamente lo que hace Jim Kirk cada vez que se le presenta un problema donde una mujer es parte de sus enemigos; siendo lo más grave, si bien al mismo tiempo lo más propio de la ‘mujer fatal’, el hecho de que es algo con lo que disfruta. Jim no sólo rompe con el canon de hombre serio enchaquetado y proveedor de una familia propia de una maravillosa casita en el extrarradio norteamericano, sino que también rompe con el incipiente canon del hombre desenfadado, jovial y jipioso. Jim, aunque tiene un fondo honesto y leal, si te cruzas en frente de su camino, no dudará en seducirte con las más oscuras artes para, después, en el momento en que menos te lo esperes —y tras besarte como más te gusta, con pasión o ternura—, dejarte noqueada cuando bajes la guardia, quitándote el arma para escapar, cumplir con su misión y volver a su conflictivo matrimonio con una nave estelar llamada Enterprise. En fin…, si no abusaran tantas veces de acabar con un Deux ex machina, podría quedarse muy cerca del sobresaliente.
Con lo que tenemos, y a la altura de la primera temporada de “Star Trek: La conquista del espacio”, hay que reconocer que, para un buen observador, es un manantial de ideas a las que volver, tanto de cara a la reflexión como para buscar inspiración para nuevas historias de ficción. ¡Vamos con la traca final! La propuesta filosófica de fondo es algo tan claro y distinto como el modo de vida, el talante, las leyes y los bienes propios del Imperio norteamericano a la altura de finales de los años 60, bajo la depuración de la crítica; buscando su mejor cara y mirando con esperanza a un futuro mejor y posible. Estamos ante un proyecto universal que prácticamente no tiene fisuras, y las que tiene, lejos de obviarse, se exploran a lo largo de los conflictos que mueven cada capítulo. Star Trek propone un porvenir por el que todos querríamos luchar, un destino donde la Federación Unida de Planetas articulara a todos los humanoides bajo unos principios comunes capaces de asegurar la libertad y la justicia a través de la defensa de la riqueza, las formas y las costumbres que todos disfrutamos hoy, hemos disfrutado desde el origen de la historia y disfrutaremos en el futuro, con arreglo a una cierta necesidad eterna. Grecia, Alejandro; Roma, César; España, Isabel y Fernando; la República, Napoleón; Inglaterra, Victoria; Estados Unidos de América…, 232 años después…:
«Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, con el fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, lograr lo necesario para la defensa común, promover el bienestar general y asegurar la bendición de libertad para nosotros, y asegurarla también para nuestra posteridad, ordenamos y establecemos la Constitución».
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God bless America
https://freeworldnews.tv/watch?id=608339c8662c4a0603a259de
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Amén. (Y buen vídeo.)
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¿Un par de líneas? Me he venido abajo.
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Sí, he sido poco preciso; tanto como un mallorquín.
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