Star Trek: La conquista del espacio (1966-1969). Cuarta parte: La segunda temporada (1967-1968)
Seguimos con nuestra primera aproximación a lo que es, y fue, Star Trek, centrándonos hoy en la segunda temporada de la serie original. Como valoramos vuestro tiempo y, curiosamente, este tercer curso coronavírico está siendo el más pesado —algunos se preguntarán «¿de qué estás hablando?»—, vamos a intentar practicar la síntesis, para felicidad de todos. En esta línea, nos centraremos en las diferencias respecto a la primera temporada, dado que los capítulos se estructuran igual, el contexto es el mismo y los personajes repiten. Como novedad, eso sí, nos encontramos ante la definitiva ausencia de la secretaria y asistente del capitán, Rand —dejando inconcluso su arco romántico—, y la inclusión de Chekov (siendo este cambio una pista muy significativa del inminente ocaso de la serie). Pero, antes de liarnos, demos esta pequeña introducción por terminada y metámonos de lleno con este humilde análisis.
Lo primero que hay que destacar es que, respecto a los temas generales, el hilo conductor de la mayoría de los episodios sigue siendo un misterio por resolver; constatando, además, que el amor, así como su modulación en la amistad y la camaradería, continúan estando muy presentes. Volvemos a encontrar dioses o semidioses por doquier, el tema de las emociones se torna menos común, y el carácter moral de la primera temporada pasa de centrarse en la compasión, el sacrificio y la enfermedad a reflexionar más sobre la guerra y la inteligencia artificial —temas que apenas quedaban apuntados en la primera—, junto con una reflexión más general sobre cómo nos afecta la tecnología, tanto en su vertiente civil como militar. Por otro lado, en el campo de las influencias posteriores volvemos a notar esa sensación de déjà vu respecto a todas las inspiraciones que ya descubrimos en la primera temporada, aunque con un par de añadiduras muy curiosas. Entre ellas, cabe destacar aquella que nos recuerda a la historia de “Tiburón” (1975), pero también la que nos hace rememorar “Mass Efect” (2007-2012) durante “La máquina del juicio final”, el capítulo sexto (que sería el 35 si tenemos en cuenta la serie completa).
Repasando ahora lo mejor de la temporada, en un principio tenemos que reconocer que lo más brillante sigue siendo la exploración del personaje de Spock y la afición sensualista, marca de la casa, de no perder la oportunidad de pasear a nuestro capitán Kirk en torso, y demás situaciones que le favorezcan, junto con un elenco muy bien vestido y seleccionado de actrices, tanto recurrentes como invitadas, a la altura de las circunstancias —estando Uhura, en esta segunda temporada, incluso mejor que en la primera—. Ahora, hablando un poquito más en serio, observamos a lo largo de toda la temporada por aquí, por allá y por acullá muchos de los brillos que ya mencionamos en el artículo anterior. Como novedades más claras, estamos ante una tendencia muy evidente a la ruptura del tono habitual, visitando planetas ambientados, por ejemplo, en la Alemania nazi o en el Imperio romano, aunque pasando también por la antigua Grecia o el estilo mafioso del Nueva York de los años 20, además de una inclinación tímida, pero muy valiente, a cerrar episodios en clave baja (sin olvidar tampoco el único capítulo cómico brillante de todo el Star Trek clásico, el octavo o trigésimo séptimo “Yo, Mudd”).
Ya que estamos hablando del amigo Mudd, no puede venir mejor al pelo comentar lo peor de esta temporada, y es que nos apena comprobar que seguimos encontrando una cierta propensión a cerrar, con más o menos discreción, con un Deux ex machina, y que también vuelven a aparecer criaturas con poderes exagerados en la trama de más episodios de lo que es perdonable —en este sentido, destacan especialmente las caprichosas habilidades de control telepático del señor Spock—. Ya hemos hablado de lo pesadumbroso; pero, en el campo de lo literalmente malo, no podemos absolver que algunos capítulos cuenten con cierta dosis de relleno y con aquel mal que decidimos llamar una premisa desperdiciada. Pero ¿quiénes son los artífices de todo esto? Nuestros compañeros de fatigas intelectuales, los directores, así como los mal pagados guionistas. En el primer género de cineastas encontramos bastante menos variedad que en la anterior ocasión, siendo esta vez 7 directores frente a los 17 de la primera temporada. Repiten Joseph Pevney, Marc Daniels, Ralph Senensky y Vincent McEveety; empeorando su trabajo el primero, y mejorando, en cambio, el segundo, el tercero y el último. Y nos sorprende gratamente John Meredyth Lucas con su “El mejor ordenador” —conocido por dirigir algunos “Alfred Hitchcock presenta” (1955-1965)—, quedando muy por detrás de éste tanto Gene Nelson como James Komack —de los cuales, si bien no he visto nada, no parece que haya mucho que esperar por lo que se puede ver en los pósters y en los títulos de sus otros trabajos—.
Entrando de lleno con los guionistas, nos sorprende descubrir una tendencia semejante respecto a la dirección, y es que contamos 19 frente a los 26 de la estrenada en 1966. Nos volvemos a topar con D. C. Fontana, Gene L. Coon, el propio Gene Roddenberry, Robert Bloch, Don Ingalls, Stephen Kandel y Theodore Sturgeon; con resultados irregulares, eso sí, pues mejoran algunos y empeoran otros tantos. Después, como novedad, encontramos a Art Wallace, David P. Harmon, Jerome Bixby, John Meredyth Lucas, David Gerrold, Gilbert Ralston, John T. Dugan, Laurence N. Wolfe, Margaret Armen, Max Ehrlich, Norman Spinrad y Robert Sabaroff. Lo cierto es que, entre ellos, no cabe resaltar nada especialmente interesante que no hayamos mencionado ya, como eso de que participaron en “Misión Imposible” (1966) y demás obras de misterio; aunque aprovechamos este punto para recordar que, quizá, “The Starlost” (1973) pueda tener algo de buena pinta.
Pongamos ahora un poco la lupa en los cinco mejores episodios y en los cinco peores. Al primero de los mejores ya le hemos dedicado el suficiente tiempo de cara a los objetivos de esta serie, con una nota de 9 sobre 10 —no olvidemos que un servidor juzga objetivamente con la mirada puesta en la eternidad y en toda obra, fáctica o posible, hecha por un ser inteligente—. Estamos hablando del magistral capítulo 22 —que, por tener, tiene hasta una numeración bonita—, o 51 en general, “Por cualquier otro nombre”. En segundo lugar, tan cerca como con un 8’99, nos encontramos con la obra de Ralph Senensky, Gene Roddenberry y Gene L. Coon: “Pan y circos” (episodio 25/54). Más allá de la ambientación, un hipotético Imperio romano que se ha desarrollado paralelamente —lo cual se explica según la Ley Hodgkins de Desarrollo Planetario—, pero con la salvedad de que no ha caído, cabe señalar que, bajo esta premisa tan sugerente, que nos recuerda a la idea de ‘ucronía’ que nos presentó Enrique Alonso en 2019, se perfilan dos reflexiones muy interesantes: el poder de la propaganda para la prosecución de un sistema político o estado —me duele en el alma que me venga a la cabeza el palabro «eutaxia»—, y una meditación cristiana deliciosamente camuflada. Si a este núcleo le sumamos una reflexión sobre el sentido del progreso, la esclavitud, las máquinas y un final en clave baja…, uno hace todos los esfuerzos que puede por no ver el simulado Deux ex machina que resuelve la encrucijada final.
Una inmensidad más allá, con un 8’75, tenemos el capítulo 24, 53 en general —creo que, a partir de ahora, voy a establecer un código para esta pesadez reiterativa—, “El mejor ordenador”, de John Meredyth Lucas, Laurence N. Wolfe y D. C. Fontana. Este episodio, como aquel que perfila, hasta el punto de ser sospechoso en muchas notas, al “Tiburón” de Steven Spielberg ocho años antes de su estreno, inspira también a otra gran obra. En este caso, con apenas un mes de diferencia, dado que esta pieza de Roddenberry se estrenó el 8 de marzo de 1968, mientras que la de Kubrick lo hizo el 2 de abril de ese mismo año. Ciertamente, estamos ante la prueba de fuego de un ordenador inteligente que se presume que puede llegar a sustituir al capitán, así como a todos los oficiales, de una nave estelar. Obviamente, la prueba sale mal; pero, por el camino, se acaba reflexionando también sobre la supuesta infalibilidad de las máquinas frente a la imperfección de la carne. En este capítulo hay unas conversaciones preciosas sobre la lealtad y el sentido de la vida, a las que, cuando llegue el momento, dedicaremos un artículo completo. A modo de chascarrillo, es una casualidad muy caprichosa que se estrenara precisamente el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer Trabajadora; dado que, como bien desarrollamos en esta otra serie anual, el mejor aliado de la emancipación de la mujer ha sido, y siempre será, una máquina; la cual, en su perfección, es un ordenador (junto con todo lo que eso presupone e implica).
Ahora nos topamos con un problema fruto del azar: “Retorno al mañana”, capítulo 20/49, de Ralph Senensky y John T. Dugan, junto con “El lobo en el redil”, el 14/43, de Joseph Pevney y Robert Bloch; “Yo, Mudd”, episodio 8/37, de Marc Daniels y Stephen Kandel; y “¿Quién llora por Adonis?”, capítulo 2/31, de la mano de Marc Daniels y Gilbert Ralston, disfrutan todos de la dignidad de poseer un 8’5. Nos encontramos con que los mejores terminan siendo siete y no cinco episodios, así que procederemos a comentar, brevísimamente, qué los hace brillar. La obra de Senensky nos plantea la trama de unos seres artificialmente mantenidos que piden los cuerpos vivos de nuestros protagonistas para poder fabricar unos replicantes en los que vivir. Obviamente, la cosa se complica, jugando un papel vital, nunca mejor dicho, la tentación que van teniendo estos ‘huéspedes’ de quedarse con los cuerpos de nuestros protagonistas. Termina con un final tristísimo, verdaderamente catártico, que nos lleva a querer pensar, con todas las fuerzas de nuestro corazón, que no es tramposo y que no encierra un Deux ex machina. En segundo lugar, la pieza de Pevney parte de una premisa verdaderamente flipada e interesante; tanto, como que el ideal de un mundo totalmente pacífico es uno donde la fiesta, el libertinaje, el orientalismo más hortera y los restaurantes con mujeres bailando la danza del vientre son lo normal. Este ‘paraíso’ terrenal, a caballo entre lo indio y lo árabe, es disturbado por el terrible asesinato de una bailarina, y todas las pruebas parecen apuntar al ingeniero jefe Scott. No sabemos cómo, pero, de repente, nos metemos en una trama asemejable a una policíaca y de juicios, que termina por resolverse, de una manera un tanto predecible, por la aparición estelar de Jack el Destripador. De lo mejor, sin duda, en la categoría de surrealismo treki. En tercer lugar, Daniels nos sorprende con un capítulo cómico desternillante, a la altura de los mejores Monty Python, cuando estos aún no habían estrenado ni “Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores” (1975) ni “La vida de Brian” (1979). Vista, a la altura de este artículo, la tercera temporada, puedo asegurar que es el único episodio de toda la serie que, más allá del típico humor al que estamos acostumbrados, se arriesga, con éxito, a hacer una comedia de principio a fin (con la dificultad añadida de contar con el insufrible Mudd…, lo que supone casi la cuadratura del círculo). Por último, de la mano de, nuevamente, Marc Daniels, aunque esta vez en “¿Quién llora por Adonis?”, la tripulación del Enterprise se encuentra con Apolo, el dios griego, el auténtico. No tengo nada más que decir. (Bueno, sí: quiero soñar con ver a Jesucristo y a Sócrates en sendos capítulos de Star Trek y tener que pararme a reconocer otros dos notables altos.)
Ahora, por el otro lado de la moneda, comenzamos con el sobrevaloradísimo y avergonzarte capítulo 15/44, “Los tribbles y sus tribulaciones”, de Joseph Pevney y David Gerrold. Con un 3’5, lo primero que notamos es que ha habido problemas en la sala de montaje, dado que la música y los efectos sonoros se vuelven locos. Después, empezamos a ver relleno y escenas forzadas que descosen a los personajes, para terminar preguntándonos a nosotros mismos antes de llegar al ecuador del capítulo: «¿Qué le pasa a este episodio?» —en la línea de cierta escena de “Charly” (1968), que los que la han visto recordarán, pero, en este caso, a lo largo de todo el metraje—. Después, ya no podemos hablar de capítulos estrictamente malos, pero sí muy irregulares, con problemas graves y premisas desperdiciadas. En este saco, los más justitos son el capítulo 16/45, “Los jugadores de Triskelion”, de Gene Nelson y Margaret Armen, y el 7/36, “Los cuatro gatos”, de Joseph Pevney y Robert Bloch: ambos cuentan con un 5 raspado. El primero, aunque reflexiona sobre el sentido de la esclavitud, la compasión, y nos deleita con el mejor Jim Kirk en su faceta de femme fatale, acaba siendo una desilusión con demasiadas batallitas, increíblemente sugerentes, y un final tramposo. El segundo es una especie de intento fallido de surrealismo y especial de Halloween que pasea por caminos ya muy trillados por la serie, como los semidioses alienígenas sin sentimientos; además, lejos de aportar algo, lo que añade es una dosis extra de obviedad y torpeza. Por último, en la categoría del 5’5, tenemos el capítulo 17/46, “Una tajada”, de James Komack y David P. Harmon, junto con “La época de Amok”, episodio 1/30, de Joseph Pevney y Theodore Sturgeon. El primero es aquel sobre el que dijimos que nos lleva a un mundo de mafiosos en las primeras décadas del siglo XX. No está mal, y visualmente es muy resultón; pero, al final, le falta alma, termina siendo un ir y venir de aquí para allá, y cierra con una trampa increíble —los mafiosos les dejan llamar a la nave sin problemas—, que acaba siendo un Deux ex machina en toda regla. El segundo es más triste aún, porque, si bien podría haber sido una exploración sobre el señor Spock y la cultura vulcaniana, termina siendo una batallita y un Deux ex machina de libro; dado que el doctor McCoy le inyecta al capitán Kirk una droga para que parezca que ha muerto, sin que nadie sospeche de la trampa —suponemos que los hijos de Vulcano no son oligofrénicos—.
En resumen, así como la primera temporada de Star Trek tenía, de media, un 7’14, esta segunda se queda en un 6’72. La diferencia puede parecer poco relevante, pero, si tenemos en cuenta que hay capítulos con notas muy altas, eso quiere decir que el grueso se ha empobrecido mucho. No mejora en su adicción a los finales sacados de la chistera, va incidiendo aún más en el maniqueísmo y, en general, vamos encontrando problemas puntuales muy graves: personajes que están enamorados perdidamente de otros en un episodio por arte de magia; el maltrato gratuito a Uhura en “El suplantador” (capítulo 3/32); algún que otro trocito sin doblar —ésa no es manera de meter metraje extra o arreglar una línea de diálogo censurada—; que una trama se vuelva críptica, para luego justificar un desenlace tramposo; problemas con la manera de entender quién tiene la carga de la prueba —cuando, en muchos otros episodios de juicios, lo habían hecho bien—; falsos dilemas; la esposa plana y predecible del jefe en “La pequeña guerra privada” (capítulo 19/48); y, en conjunto, bastantes premisas desperdiciadas o, por lo menos, no aprovechadas como cabría esperar (sobre todo una vez disfrutada la primera temporada y ciertos episodios muy buenos de la que hoy nos ocupa). Seguimos encontrando un buen desarrollo de personajes, especialmente en torno al trío protagonista y a los secundarios más primarios; el conflicto entre la lógica, los sentimientos y el deber sigue estando, en líneas generales, bien trabajado, junto con todo lo que comentamos en el articulo de la primera temporada; hay, como ya hemos visto, grandes capítulos, siendo incluso cierto que, quizá, los mejores episodios de toda la serie estén en esta temporada; pero, de media, se empieza a notar cierto desgaste que nos va adelantando lo que pasará con la tercera —y última— temporada.
Y… no nos olvidemos de Chekov, y no por ser ruso, pues valoro la intención de Roddenberry de tocar las narices dentro del contexto de la Guerra Fría; pero, por favor…, ¿para traer a este niñato simplón te cargas a la asistente Rand y su historia de amor con nuestro capitán? ¡Por Dios! ¡Ya te vale!
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