Alice: Madness Returns (2011)
«Aunque su estado anímico pasaba del descorazonador pesimismo a la feroz cólera o a la calma segura, pasando por momentos de felicidad extrema y dulzura puras, había esperanzas».
En la crítica está el gusto.
«Aunque su estado anímico pasaba del descorazonador pesimismo a la feroz cólera o a la calma segura, pasando por momentos de felicidad extrema y dulzura puras, había esperanzas».
La noche es más oscura justo antes de amanecer (o eso dicen los incautos). Hoy seguimos con el repaso informal de la obra de American McGee, poniendo la atención esta vez en ese videojuego llamado “American McGee’s Grimm” (2008-2009), que se vende, 14 años después de su salida, en 23 episodios, a 0’99€ la unidad digital. Esta obra consiste en que nuestro personaje recorra mapas, inspirados lejanamente en los cuentos de los hermanos Grimm, mientras vamos convirtiendo el escenario, de cuento de hadas estereotipado, en uno oscuro (aunque en el que sigue funcionando, eso sí, la misma simpleza de miras que ya regía en el origen). Siguiendo esta línea, cuanto más cutre volvemos el mapa, siendo siempre la estrategia ganadora la de empezar recorriendo los bordes, mayor será el área de efecto; y, llegados a un límite marcado en una barrita, podremos ir avanzando hasta terminar el nivel. Cada uno de los 23 episodios tiene una media de entre 6 y 8 niveles, separados por una pequeña escena cinemática, donde, en perfecto inglés, con subtítulos en el mismo idioma, se intenta hacer una interpretación satírica de estos cuentos clásicos, que siempre cae del lado de lo pueril y lo predecible. La fórmula se repite inclementemente a lo largo de unas seis horas del más absoluto tedio. Y, como tengo un par de cosas más que decir para justificar el 0´5 que se ha ganado esta chapucilla, aunque no se lo merezca, vamos a dedicarle un párrafo más a este despropósito. No demos más vueltas, pues, y entremos en materia.
«Mata o cura zombis 0/10».
«¡Vaya! —pensó Alicia—, después de una caída como ésta, bajar rodando por las escaleras de casa me parecerá de lo más natural. ¡Qué valiente van a pensar que soy!».
Apurando hasta el final, por fin llegamos a este artículo. Lo primero que debemos comentar es por qué se ha retrasado tanto y, lo más molesto de todo, las razones que hay detrás de que no sea lo que teníamos previsto. Antes de empezar, os avisamos de que esto no pretende ser más que una introducción corta a la coyuntura que ha condicionado el trabajo que irá adjunto, el cual será muchísimo más largo. La razón de esto es que todo lo que se podía decir, sin entrar a destripar la historia, ya lo hemos dicho, y todo lo que se puede decir más allá, aun siendo un resumen muy sucinto, rompe el límite máximo asumible para cualquier entrada de una página web (por mucho que la nuestra asuma una extensión media suicida). Hechas estas puntualizaciones, comencemos.
Llegamos a la tercera, última y mejor parte de esta trilogía con la certeza de que, si habéis atendido a nuestra persuasión, y habéis jugado a los anteriores, a partir de este punto no necesitaréis demasiadas motivaciones externas para terminar. Con todo, hay un par de cuestiones generales que habría que apuntar para todos aquellos que, por causalidad, leáis primero este escrito y queráis saber de qué va la vaina. También es preciso comentar qué ha pasado en los compases iniciales —a saber, en la primera media hora—, y hablar sobre un par de detalles técnicos respecto al estado de conservación a nivel de ejecutable. Y, sí, ciertamente nos hemos curado hasta ahora de no destripar la historia; delicadeza que mantendremos también en este artículo, pero que romperemos de cara al siguiente, donde nos centraremos en estos menesteres. Sin más dilación, comencemos.
Comenzamos este tercer curso con una nota de variedad: la crítica de un clásico dentro de los videojuegos. Pero, antes de meternos de lleno con esta invitación a volver o a descubrir —incluso a volver a descubrir— esta obra de referencia, vamos a darnos dos párrafos para ensayar una defensa de la importancia del octavo arte: el ‘videojueguil’ (sí, el término es muy mejorable; algunos utilizan «softófilo», aunque es preferible «ludófilo»). En cualquier caso, y previamente, deberíamos volver a recordar la cuestión de qué es el arte en general, sin privarnos de, por lo menos, otro par de párrafos, a ver si, artículo tras artículo, vamos delimitando algo intuitivamente tan sencillo, pero intelectualmente tan polémico e inmenso. No perdamos más tiempo con presentaciones, y pensemos una vez más qué es lo diferencial y significativo de una obra artística frente a cualquier otra obra. Pero me temo que tendremos que empezar aún más lejos, con la diferencia entre una obra y el resto de las cosas. Comencemos ya, que esto se complica por momentos.
Hoy teníamos que traer una película representativa de ciencia ficción del primer lustro de la década de los años cuarenta. El problema es que tal cosa no existe o, de existir, es muy difícil de encontrar, peca de resultar algo periférica y, lo que es aún peor, no siempre contamos con una fácil disponibilidad para visualizarla. En esta época reinan las películas de ‘terror de baratillo’, siendo la gran mayoría de ellas refritos y plagios velados de Frankenstein y de El hombre invisible. Predominan los muertos vivientes, los trasplantes de cerebros y los científicos locos. Esta moda —surgida justo a la vez que se cuajaba la Segunda Guerra Mundial— no puede ser casual y, por eso, la analizaremos con más cuidado en futuros artículos. En cualquier caso, y por su relación con “Flash Gordon”, es una cuestión sobre la que hoy también reflexionaremos. Pero antes de hablar del futbolista interespacial más famoso e influyente del siglo XX, vamos a repasar rápidamente algunas de las películas de terror que, clarísimamente, no encajan nada bien con la ciencia ficción pura y que son, además, productos sin demasiadas pretensiones más allá de alentar —por primera vez, con aceptación social— el morbo de las aburridas clases medias, que poco quieren meditar sobre temas importantes y dolorosos como es el de la guerra.
Nada mejor para afrontar el periodo navideño que un poquito de Verhoeven y, así, terminar de reír o llorar. Hoy os traigo la que a día de hoy me parece su mejor película, a falta de volver a hacer un ciclo sobre este complicado autor. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. En su momento, cuando le descubrí, casi por casualidad y después de sufrir un primer visionado de «Starship Troopers», quise buscar información sobre él inmediatamente, dado que esta última me había impresionado en todo lo bueno y en todo lo malo. De hecho, terminé valorándola como ejercicio de humor negro inteligente. Pero claro, al visionar alguna de sus otras películas, entre las que se encontraba la que hoy vamos a tratar, reconozco que el afán explícito y oscuro de sus brigadas espaciales me hicieron sesgar mi mirada y sólo atender a este mismo aspecto en el resto de sus películas, no tragando ninguna de ellas y dándole carpetazo al asunto como si de un David Fincher con su «club de la lucha» se tratara. Todo un error. Lo bueno es que el destino quería que le diera una segunda oportunidad, pues alguien a quien respeto y considero un maestro me indicó que había sido injusto con esta cinta; y no podía tener más razón.